No pusimos un pie en el avión, y ya un austríaco nos dio las buenas tardes más secamente que pan de hace dos semanas. Humanamente, tenemos cero ganas de volver al mundo germano, donde a cada intento que hacés de hablar su idioma, te contestan en inglés como si fueras un neandertal, siempre haciéndote sentir que nunca, pero nunca, vas a ser parte de su sociedad.
En Egipto, en cambio, si hablabas una palabrita en árabe, la gente se ponía contenta y con la mayor de las sonrisas, te preguntaban, "speak Arabic?"
Las señoras te pedían ayuda para bajar escalones y, al hacerlo, te responden "shokran" (gracias) como si fueras la nieta. Jamás a una señora germana van a agarrarla pidiendo ayuda. Lo competitiva que tiene que ser esa sociedad para llevarte a eso, a no aceptar un asiento, a ni siquiera pedirlo cuando se está tropezando, apoyada en su bastón.
El baksheesh del que contábamos con Gonzalo, si bien en Alemania no es parte constante de la sociedad, está incluido en sus precios europeos. Todo para darte el mínimo servicio. Mejor subir el precio que contar con la propina, aunque eso no vaya a parar directamente al laburante. De hecho mucha gente ni siquiera deja propina. Cuanto menor la interacción social, mejor.
Viniendo de Argentina, nos sentimos un poco acá y un poco allá, siempre en medio de ambos mundos, amando y odiando un poco a los dos, pero sintiendo que el mundo egipcio merece más justicia, porque ha sufrido experiencias históricas de colonización y saqueo, devaluación feroz, represión militarizada, tiranía. En algo nos parecemos más, hasta en esa viveza criolla que el europeo desprecia, no sin fascinación, en el latinoamericano. El exótico, el marrón, el improvisado, el confianzudo, también somos eso para ellos, aunque se tranquilicen sutilmente al vernos la piel pálida, pensando "bueno, quizás estos no sean tan... inmigrantes".
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