Presentaciones :: Tomado del blog de ETERNA CADENCIA
El espacio efímero por el que se cuela la clave del universo
01-08-2011 | Jorge Consiglio, Luis Sagasti
Jorge Consiglio acompañó a Luis Sagasti durante la presentación de Bellas Artes, libro en el que encontró resonancias con el Aleph borgiano.
Por Jorge Consiglio.
Hace más o menos veinte años, acompañé a una amiga al Tigre. Ella había alquilado una cabaña que parecía un depósito de herramientas. Fuimos en mi auto por la Panamericana, después cruzamos un bosquecito y entramos a un recreo en el que estacioné debajo de un sauce. Atravesamos un brazo de río en la balsa de un tal Hermann que tuvimos que llamar a los gritos desde un muelle. El viaje fue corto y Hermann no dijo una sola palabra. Serían las cinco de la tarde, más o menos. Me tomé unos mates con mi amiga y los dueños de la casa en una galería cubierta por una santa Rita muy frondosa. Cuando me quise acordar eran las ocho de la noche. Llamamos al botero con una linterna. Tardó en responder pero vino. Me subí al auto y salí del recreo. Inmediatamente después me perdí. Estuve un poco más de una hora sin saber para dónde ir. Lo que sentí durante ese lapso fue un profundo estupor.
Todo lo que durante el día me había resultado cotidiano, en ese momento me desconcertaba. En realidad, la oscuridad no me ofrecía una clausura sino un nuevo orden. De pronto, me encontré andando por un territorio irreconocible, completamente irreconocible, sin un mapa que le diera sentido. Cuando me acuerdo de ese episodio lo asocio con el más genuino de los asombros y con una felicidad que tenía que ver con la novedad y la frescura de ese extravío. Algo muy parecido pasa cuando uno se pone a leer Bellas Artes de Luis Sagasti.
El lector sigue con atención encandilada el vuelo de las luciérnagas narrativas de Sagasti con la ilusión de encontrar la referencia clave, el detalle, la muesca, ese velado pormenor que permita asentar toda la experiencia previa (mucha o poca) con la que llega al libro. Pero, tanto en la literatura como en la vida, las ilusiones no tienen verdadera realidad sino que son válidas, sobre todo, para conservar aceitados los engranajes de la intriga: esa maravillosa tensión que genera el porvenir. Justamente las primeras dos oraciones de Bellas Artes son:
El mundo es un ovillo de lana.
Una madeja a la que no es fácil encontrarle la punta.
Y la apuesta más fuerte de este narrador fresco que usa Sagasti es crear una constelación de sentido a partir de la belleza y del asombro. La lógica de la contigüidad que agita la trama tiene que ver con la enorme potencia de lo lírico. En otras palabras, lo que nos propone Sagasti en Bellas Artes es el extravío como un sendero esperanzado para encontrar una significación única aunque siempre eventual y en danza, un significado tan rotundo como efímero, tan elemental como críptico: un mandala imposible.
La trama de Bellas Artes cintila como las estrellas por la fricción de las historias que la conforman. Sin embargo, fricción no implica choque. El narrador de Sagasti es hábil: entremezcla las anécdotas o mejor, algunas voces de las anécdotas, pero sin verdadero espíritu cohesivo, conservando con cuidado la singularidad de cada elemento. El halo de secreto con el que las historias se suman al texto permanece inalterado. En Bellas Artes hay un tono certero, sin embargo, se aleja saludablemente de lo taxativo y de cualquier eventual maniqueísmo. En este punto, me parece pertinente traer a colación una cita que está al comienzo del texto. Se viene hablando de las conspiraciones. Y dice:
Revelarlo todo de golpe no es revelar nada. La oscuridad más pura y la luz más blanca enceguecen por igual.
En este marco, uno como lector se abandona al agradable proceso alquímico que le sirve a Sagasti para resolver el universo sucesivo en el que nos movemos. Tomando las palabras de Joaquín Giannuzzi, los relatos que se narran en Bellas Artes se suceden como:
Frutos perfectos
y casuales de una intención secreta,
incapaces de interferir la convicción
de nuestro puesto en el cosmos y
la carga de poesía que uno puede soportar.
Es preciso decirlo: Bellas Artes es un libro que se disfruta desde la primera palabra hasta la última; pero además hay que recalcar que varios de los argumentos que conforman su trama quedarán para siempre en la memoria del lector porque son de una luminosidad insoslayable. Pienso, por ejemplo, en la historia de Joseph Beuys, piloto a quien un caza ruso en 1943 le derriba el avión durante un combate en el cielo de Crimea, que es cuidado por unos tártaros nómades y que termina convertido en uno de los artistas más influyentes del mundo; o en el maravilloso rescate que hace el narrador de Billy Pilgrim, el protagonista de la novela Matadero Cinco de Kurt Vonnegut; o el episodio de 1682 en que el participa Matsuo Basho, el más célebre autor de haikus de Japón; o el final del sacerdote brasileño Adelir da Carli que se larga a volar sobre una silla impulsada por mil globos inflados con helio.
luis sagasti, jorge consiglio, gabriela cabezón cámara
Luis Sagasti junto a Jorge Consiglio y Gabriela Cabezó Cámara durante la presentación de Bellas Artes.
Vuelvo, entonces, a los efectos de este libro: ese agradable estupor, que llega como una sutilísima embriaguez, al que me referí al comienzo. No se trata de un asombro que obtura, que cancela, un estupor que se asocia con el espanto o con la disminución de la actividad de las funciones intelectuales, tal como lo define el Diccionario de la RAE, sino como un estado de perplejidad ante la totalidad del ente, bastante similar al que sirve para que nazcan las preguntas que dan pie a la filosofía: ¿por qué hay algo cuando bien pudo no haber habido nada? El mundo parece ser una totalidad ordenada, estructurada conforme a leyes; pero, ¿por qué está ordenado, y lo está de esa manera y no según pautas diferentes? Un disparador de sorpresa semejante gatilla la lectura de Bellas Artes.
Cuando uno se enfrenta, por ejemplo, con la alianza que el narrador establece entre el sacerdote brasileño Adelir da Carli que se pierde en las alturas y el chancho gigante de Pink Floyd que se desprendió de los soportes que lo mantenían anclado a la tierra y salió volando durante un recital de la banda, hay una única alternativa: la sorpresa. Y el efecto físico de esa sorpresa, de ese asombro, es abrir la boca. El genuino asombro es desconcierto. La boca se abre sin que uno lo busque, se abre sola, como si tuviera voluntad propia, como si supiera que el aire que pasa por ella es materia esperanzada de pensamiento que ayuda a la compresión del todo.
El lector de Bellas Artes abre la boca igual que los personajes del texto. Igual que el cura Adelir da Carli en el caso de que su destino haya sido la caída. Cito:
Si cae, el grito hace abrir bien grande la boca y el aire se acaba en una exhalación que no alcanza el minuto. Cuando los pulmones se vacían y aún no se ha llegado al suelo: ¿el cuerpo toma aire o ya el alma ha salido del todo? La boca bien grande, como el cuello del útero, una cosa negra que se reproduce en el cuerpo. Abysos en griego, lo que no tiene fondo.
Sin ninguna duda, también se abre la boca de Joseph Beuys, cuando su Stuka se descuelga del cielo de Crimea; y la del filósofo Jurgen Habermas al recibir esa misteriosa carta de Wehler; y la esposa de Horst Rippert, el piloto de la Luftwaffe que derribó a Saint-Exupéry, cuando descubre que su marido dibujó cientos de corderos durante años; y la del escritor Jorge Barón Biza cuando el 9 de septiembre de 2001 se tira desde el balcón de un último piso de un edificio en la ciudad de Córdoba.
“La boca bien abierta entonces para que el cuerpo caiga lleno de luz”, concluye el narrador de Sagasti cuando se refiere al final de Barón Biza.
En este punto, me parece adecuado referirme a la relación que hace Gastón Bachelard entre la gruta y la boca. Establece un paralelismo sostenido en la idea de oscuridad, de umbral entre la intemperie y el amparo, de pasaje/deglución como engranaje indispensable para la asimilación y el conocimiento y, sobre todo, en la consideración de que tanto la gruta como la boca resultan indispensables a la hora de pensar las ensoñaciones de la resonancia. La boca igual que la gruta es una cámara acústica, resulta el tamiz de la voz: el rebote del sonido contra sus paredes crea los ecos de la tonalidad. Hay un párrafo del francés que subrayé hace unos cuantos años y siempre que lo leo me resulta hermoso y esclarecedor:
“En la entrada de la gruta trabaja la imaginación de las voces profundas, la imaginación de las voces subterráneas. Todas las grutas hablan.”, asegura Bachelard.
“¿En qué tonalidad se pega el último grito?”, se pregunta el narrador de Bellas Artes en referencia al alarido de la caída, a la de Barón Biza, por ejemplo.
Es sabido que el miedo se halla en el origen del conocimiento. Los personajes del texto de Sagasti caen desde lo alto, a bordo de aviones, de sillas, de haikus o de ideas y sin duda temen al vértigo, al dolor, a la traumática circunstancia de la extinción. Tienen la boca abierta en un grito enorme y definitivo. La pregunta es: ¿qué nos dice ese grito? En los libros sagrados, La Biblia entre ellos, se encuentra el concepto de que si las voces que salen del abismo son confusas, es porque son proféticas. Aunque esta idea no se aplica en Bellas Artes, puede afirmarse que durante esos momentos extremos de sus vidas, los personajes del texto recorren su mismidad, se reconocen.
Las caídas de los personajes de Bellas Artes están regidas por las leyes de la física, por lo tanto su velocidad está determinada por la altura, el peso de la masa y la intensidad del campo gravitatorio; sin embargo, hay un instante en el que todos estos elementos dejan de contar, hay un instante detenido. Por ejemplo, en el invierno de 1943, el piloto Joseph Beuys es alcanzado por un caza ruso en pleno vuelo. Va hacia el suelo con una aceleración creciente, pero en un instante algo se altera y se impone una lentitud que tiene que ver con el recuerdo y con el pensamiento. Antes de que su Stuka se estrelle contra la tierra, Joseph Beuys tiene tiempo, el tiempo que brinda el vacío. Y en ese momento, encuentra su reflejo en la materia del mundo. Cito el texto:
Por los espejitos de nieve que cuelgan de los árboles pasa como ráfaga la cara de Beuys, deshecha antes de tierra. Los espejos de nieve como pequeñísimos haikus perfectos. Todo no dura más de unos cientos de años que se las arreglan bastante bien para entrar en un parpadeo.
Una situación similar se puede imaginar a propósito de la muerte hipotética de Glenn Miller. El músico cae al Mar del Norte en un avión derribado por accidente. El descenso hacia el fondo del mar es lento. Su último grito queda estancado en el hueco del trombón “como si fuera el ámbar que atrapa el mosquito de los dinosaurios.”, agrega el narrador.
Estas imágenes nos remiten a la cámara lenta por la que se cuela Wittgenstein para pensar su Tractatus lógico-philosophicus o a la del poeta Ungaretti, cristalizado por la adrenalina de la guerra, para componer el ars poetica que le manda desde el frente de batalla a su primer editor Gherardo Morone.
En este sentido, este ejercicio de la lentitud puede emparentarse con el de los caminantes de Robert Walser e, incluso, con el del propio Walser. Pienso, en particular en un relato: El bosque. En este texto, hay una escena en la que el narrador conmovido por la contemplación de los grandes árboles se deja “(…) mirar por lo profundamente hermoso, (más) que contemplarlo él mismo”. Y concluye: “Mirar es entonces un rol invertido, intercambiado”.
Se trata de ese instante en que las cosas del mundo funcionan como espejo. Mirar es mirarse: los cristales de nieve que cuelgan de los árboles helados le devuelven la imagen no sólo a Joseph Beuys sino a todos los que caen en el texto.
Es el momento de la grieta, del espacio efímero por el que se cuela la clave del universo; el momento del agujero negro, de la puerta entreabierta, de la conmoción súbita. El pasaporte es el mismo del que venimos hablando desde el inicio: el más puro estupor.
Luis Sagasti dispara su poética a partir de esta fisura. Una poética que se asimila al haiku. El texto se plantea: “Contar en un instante lo que es un decurso”. Esta condensación de lo simultáneo en lo sucesivo es el eje que rige Bellas Artes. Y además es la enseñanza más importante que dejan a Billy Pilgrim, personaje de Vonnegut, los habitantes de Trafalmadore, civilización extraterrestre que lo rapta y después lo devuelve a la Tierra. Cito:
[los trafalmadorianos] Se dan cuenta de la permanencia de todos los momentos, y pueden contemplar cualquiera de ellos que les interese. Aquí en la Tierra creemos que un momento sigue a otro, como los guisantes dentro de la vaina, y cuando un momento pasa ya ha pasado para siempre, pero no es más que una ilusión.
Sagasti parece querer articular Bellas Artes a partir del principio de constelación de Vonnegut, que no es otra cosa que el hipo ontológico del haiku. Utiliza para esto una estructura fragmentaria que, en algún punto, es comparable a la forma convulsiva mediante la que Bill Pilgrim se relaciona con el tiempo.
En Bellas Artes, como en muy pocos textos contemporáneos, se conjuga magistralmente una estética del parpadeo constante, que sin duda es deudora de las nuevas tecnologías, me refiero a la de la web 2.0, con otra estética más decimonónica en la que el narrador avanza con cautela prestando atención a cada guiño, a cada detalle, incluso a la temperatura del texto; un narrador que sale del frío pero que cuenta sus historias junto al fuego y que elabora estrategias para establecer modificaciones en la memoria del receptor.
Justamente por esta cuestión, el epígrafe hace sistema con el texto. No caben dudas de que en los versos de Spinetta se cruzan dos universos que parecen irreconciliables pero que sin embargo conviven: uno relacionado con la nostalgia barrial (la estampita del santo, la foto de Gardel, el banderín de River) con otro más tecnológico emparentado, en este caso, con los viajes por el espacio.
En suma, Bellas Artes es un texto apasionante e intenso, hermosísimo, en cada detalle de este juego de reflejos el lector se sorprenderá disfrutando. Todos los ingredientes que lo conforman se rozan pero nunca se comprometen en un nudo o cancelan un sentido por eventual que parezca.
Bellas Artes, más que ningún otro, es el texto de lo abierto; el texto del margen amplio, porque estoy convencido de que Sagasti, al igual que Beuys cuando vuelve de la guerra, sabe que la mejor jugada de la literatura, la más lúcida y elegante, consiste en prometer con todo el talento y con toda la convicción de la que se es dueño aquello que jamás terminará de darse.
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