lunes, 22 de agosto de 2011

Literatura disfrazada de autoayuda

Horacio Clemente


“Escribo cuentos para chicos vitales, no para los escolares”

Publicado el 20 de Agosto de 2011

Por Alejandro Seta Para Tiempo Argentino


Desde una colección del Centro Editor revolucionó la literatura infantil de los ’60 con adaptaciones libres de relatos clásicos a los que les dio un fuerte sabor porteño. Hoy, a los 80 años, sigue escribiendo cuentos que sorprenden.


Es un escritor de cuentos para chicos que en 1966, época en que los autores de literatura infantil aparecían en la contratapa con letra chiquita, publicó cinco maravillosos cuentos en la colección Cuentos de Polidoro, del Centro Editor de América Latina (CEAL), dirigida por Beatriz Ferro. Esos cuentos (“Aladino y la lámpara maravillosa”, “Alí Babá y los cuarenta ladrones”, “La bolsa encantada”, “El caballito volador”y “Simbad, el marino”) de un fuerte sabor porteño, sorprendieron por la manera en que estaban escritos,, inédita hasta ese entonces en la literatura infantil argentina. Horacio Clemente, de 80 años, descifra el núcleo de su narrativa a la que prefiere bautizar con una sigla pergeñada por él: LIJATE y cuyo significado devela en esta nota.

–Aquellos Cuentos de Polidoro, hoy en día son inolvidables para quienes los leímos siendo chicos y, a su vez, se los leímos a nuestros hijos. ¿Por qué son tan importantes?
–Hicieron época porque eran diferentes, por el diseño, las ilustraciones de Napoleón, y creo que lo que llamó la atención es que no los escribí para escolares. Yo escribo para los chicos de la calle. No son cuentos para vender en los colegios, sino en los kioscos. Si son más vitales es porque no están condicionados por la educación, la conducta, lo que se debe hacer, estudiar, leer. Están escritos para chicos que viven. Yo me crié en la calle, fue mi segundo hogar. Era más libre, más espontáneo, más vital. La escuela nunca me gustó. Fui un mal alumno, y hasta me costó terminar la secundaria. Allá, en Agustín Álvarez, de Palermo Viejo, donde mi papá era carnicero, la calle era mi libertad. A pesar de que era castigado sólo de palabra, yo sentía que en mi casa había un ambiente depresivo, y en la calle no sufría. Jugaba a la pelota, podía gritar. Eso fue todo lo que yo volqué en los Cuentos de Polidoro. Además, Beatriz Ferro no me dijo cómo los tenía que hacer. Por eso sentía que podía gritar escribiéndolos, como cuando jugaba al fútbol. Las adaptaciones que hacía eran totalmente libres. También tuvo influencia en mí la lectura de las obras de Rabelais, maravilloso autor renacentista francés, al que leí a los 22 años y que me marcó para siempre. Su lectura me quitaba el sueño. Lo leí en una extraña buena traducción del año ’44, porque es un autor intraducible, por lo difícil, por los modismos, por los juegos de palabras, el surrealismo. Rabelais dio vuelta el lenguaje.
–Los Cuentos de Polidoro eran adaptaciones de cuentos tradicionales y, sin embargo, la lectura sigue causando sorpresa, un gran interés ¿a qué se debe?
–El arte siempre es autobiográfico, tiene sentido porque expresa el ser oculto, el que no conocemos de nosotros. Pensándolo bien, creo que eso pasa con el desempeño de cualquier oficio. Le pasa lo mismo al carpintero, al albañil. Somos felices si expresa de nosotros ese ser oculto.
–¿Siempre sintió eso en su oficio de escritor?
–No. Tuve experiencias muy traumáticas al comienzo. Empecé escribiendo guiones para las historietas de Editorial Abril, lo hice durante cinco años. Hice más de 200. Eso era trabajar con basura: lenguaje simple, breve y lo más estúpido posible. Me digo ahora. No me gustaba hacerlo, pero lo hacía. Después me pasaron a la revista Siete Días, y entonces acaeció el episodio más traumático de todos: me pidieron una nota sobre el Delta bonaerense, una nota muy extensa. Estuvimos más de una semana para recorrerlo, hasta con helicóptero, donde el fotógrafo se arriesgaba para fotografiar. Allí conocí el interior de los sufrimientos de los pobladores: la desolación, la falta de medios, la pobreza. Yo era muy ingenuo, entonces presenté esa radiografía del sufrimiento humano, que la editorial me rechazó de pleno porque tenía que ser una nota para promover turísticamente el Delta. La tuve que rehacer cinco veces, hasta que salió. Quedé espantado. Todos me decían: “¡Qué buena nota!” Quedé mal de eso. En otras notas me tergiversaban lo que yo había puesto, o humillaban a los entrevistados, poniendo, en boca de ellos palabras que nunca habían dicho. Un día, tuve que pedir que respetaran lo que había escrito, porque quedaba mal con gente que había conocido. Hasta que un día me llamaron de EUDEBA para trabajar en la promoción de la editorial en los medios: allí estaba feliz. ¡No tenía que escribir más! Ahí me encontré al lado de intelectuales que admiraba. Después del golpe de Onganía, me llamaron al CEAL, y allí pude escribir esos famosos cuentos.
–Hoy usted sigue escribiendo y publicando cuentos que son sorprendentes, vibranes, imaginativos. Como “Una amiga que tuve”, o “La gallina de los huevos duros”. Sin embargo, tuvo una época en que dejó de escribir, desde 1966 al ’79 ¿Por qué?
–No sé. No se puede explicar todo. Estaba enojado con los intelectuales, con la literatura, y abandoné. Entonces me dediqué a la fotografía. “¿Qué, no escribís más?”, me preguntaban. “No: soy fotógrafo”. Estaba muy contento con eso, aprendí laboratorio. Estaba horas en el laboratorio. Días enteros en la oscuridad total, metiendo las manos en el ácido, que era peligroso. Expuse varias veces. Hasta que en el ’79 me entró otra vez el fierrito de la literatura. Todos me habían olvidado, había perdido las conexiones, la gente era otra, pero pude volver a publicar porque algunos se acordaban de aquellos Cuentos de Polidoro. Así publiqué “A vuelo de pájaro”, inspirado en una foto que había hecho de una mujer gorda que tenía un canario suelto en la casa. Luego “La nena que parecía un perro”, “La gallina de los huevos duros”, que publicó Canela.

Clemente saca un álbum y me muestra fotos suyas de esa época en que no fue escritor: en ellas existe la otra mirada, una mirada de lo que otros no ven, la sospecha, lo oculto. Algunos dicen que después de haber visto fotos de Clemente, empezaron a hacer fotos de otra manera. Recuerda y se ríe: “No hice más fotografía. Ahora salgo de vacaciones y no llevo la cámara. ¿Me pasó lo mismo que con la escritura antes?”

–Usted dijo que teme escribir literatura disfrazada de autoayuda. ¿Por qué dijo eso?
–Porque es lo que vende: “La muerte no existe, tengo que ser optimista, ¡tú puedes!” Y yo tengo una visión pesimista con respecto al destino del hombre. Por eso es muy difícil escribir para chicos, sobre todo para los más chiquitos, porque como adultos escribimos de las cosas que a nosotros nos preocupan, pero ¿nos preguntamos qué es lo que le puede preocupa a un chiquito de tres años? Es fácil hacerlo a lo tonto: escribo un cuento donde el nene se lava los dientes, para que los padres puedan decirle a su hijo: ¿Ves cómo fulano se lava los dientes? Y eso vende mucho: es la llamada literatura infantil, pero no hay arte. Yo no sé qué es la literatura y el arte, pero sí sé que este malentendido se usa mucho para vender. Se habla de que los chicos no son tontos, pero en la práctica…Las editoriales están sometidas a la venta en las escuelas: no tiene que haber palabras que el maestro tenga que explicar, porque el maestro también está sometido ¡por los padres! Una sola protesta de un padre les mueve el piso. Basta que uno solo se queje. Y esto repercute en las editoriales. Y el escritor se somete.
–¿Qué es LIJATE?
–Es una sigla inventada. Significa: Literatura Infantil Juvenil Adulto Tercera Edad. Es irónica, pero explica una verdad. Hay cuentos que juntan a un chico y a un adulto porque los dos disfrutan. A nosotros nos pasa como lectores, Y eso es lo que me gusta escribir, LIJATE. Para el chico y para el padre. Cuando escribo pienso en un lector ideal, y muchas veces soy yo, o ese chico que soy yo. Un buen ejemplo de esto me parece un cuento que mi nieta le pide a su mamá que le lea todas las noches, y que es un cuento de Adela Basch, “Todo en tren”, donde el humo del tren va formando palabras y las va transformando. Cuando lo leí me emocionó! También sucede con poemas de Gabriela Mistral que me resuenan como rondas de niños, como “Canciones de cuna”, “Rondas”, “La desvariada”, “Jugarretas”, “Cuenta-Mundo”, “Casi escolares”, e “Íbamos a ser reinas”. Esos poemas sí son como para que también los muy niños puedan escucharlos, recitarlos por sus mayores, y los mayores los vamos a recibir, al leerlos, con emoción, porque además de ser tan afectivos están muy bellamente escritos. Al volver a leerlos me resonaron como ayer, y allí encuentro sin duda esa literatura que no es para ninguna edad en particular, porque el ser humano está en ella. <

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