viernes, 12 de agosto de 2011

Casavellistas y fresanistas

25 febrero 2011
LOS QUE ESCRIBEN MAL



Por Javier Calvo


De un tiempo a esta parte, es fácil haber reparado en una estirpe nueva de escritor que, sin ser frecuente ni estar lo bastante presente como para formar una tendencia, ha aparecido con cierto brío en nuestras letras. Me refiero a los casavellistas. Los casavellistas son escritores que defienden públicamente la idea de que Francisco Casavella fue el novelista español más importante de su generación, o por lo menos el más apasionante o el que más ha influido en ellos. Algunos ejemplos de casavellistas son Jordi Costa, Kiko Amat o Miqui Otero. Si uno quiere tocarle los cojones al casavellismo, se puede argumentar que prácticamente todos sus integrantes fueron amigos de Casavella y fueron tocados por su carisma personal. O bien que el escritor que muere de forma trágica y prematura genera una estima y una consideración hiperbólicas. O bien que los arriba citados simplemente tenían intereses o rasgos de estilo en común con Casavella. Tampoco es que el casavellismo sea ni mucho menos una corriente generalizada. Más bien parece algo un poco subterráneo o sectario. Tampoco es que en vida la obra de Casavella cosechara juicios mayoritariamente positivos, ni mucho menos. Lectores tenía más bien pocos. De hecho, si se le pregunta al lector medio, te diría que el escritor barcelonés más importante de esa generación es Zafón; de Casavella seguramente no haya oído hablar en la vida. En el extranjero jamás cuajó. En cuanto a la crítica, Casavella se llevó tantos palos como aplausos. Sus dos últimas novelas, que fueron las más ambiciosas –y lo eran mucho–, fueron acogidas con escepticismo por muchos críticos, y todavía hoy cuesta encontrar a alguno que no le ponga peros a El día del Watusi, o que no considere que Casavella era muy interesante pero también excesivo, irregular y lingüísticamente problemático.
Y sin embargo, acabada la lista de objeciones, hay algo en el casavellismo que resulta poderosamente llamativo. El entusiasmo, para empezar. O su firmeza casi fanática. Tiene un pathos contagioso que te da ganas de ponerte camisetas con la cara de Casavella, en caso de que existieran, o de salir a callejear cual personaje de Casavella. Los casavellistas parecen estar diciendo: tenemos un héroe, tenemos una presencia tutelar, y nos da igual si nos creéis o no, esa presencia nos hace especiales.
Es sabido que los escritores le damos demasiada importancia a la crítica literaria, por la simple razón de que habla de nosotros y los escritores estamos obsesionados por nosotros mismos y sobre todo por lo que se dice de nosotros. La paradoja, si es que lo es, es que los escritores somos los únicos que leemos la crítica literaria; como mucho, también los editores y los críticos. Y en muchos casos hemos llegado a pensar que la forma en que leen los críticos es la forma “normal” o generalizada de leer los libros. Nada más lejos de la realidad. Los lectores normales, y aquí uso la doble acepción de “normal” como “frecuente” y también como “sano”, leen para divertirse, o para alimentar su entusiasmo, o para entrar en un sitio secreto y extraño del que solamente van a poder salir haciendo un gran esfuerzo. En otras palabras, el lector normal es una simple versión crecida de ese niño que se esconde debajo de las mantas con una linterna para leer historias de terror prohibidas en vez de dormir. Así han sido los lectores desde el principio de los tiempos, cuando no eran lectores sino oyentes boquiabiertos. Esa clase de lectores profesionales que son los críticos son una extraña mutación contemporánea, igual que el periodismo de cotilleos, los dirigentes de la SGAE o los anuncios de Spotify. A mí nunca se me ocurriría plantearme si un libro que estoy leyendo es bueno o malo. ¿Para qué? Podría estropearme la experiencia. Me entusiasman muchos autores que supuestamente son malos: H.P. Lovecraft, Dennis Wheatley, Colin Wilson o Stephen King, por citar a algunos. Y no es que me fascinen en el sentido contemporáneo de darme “diversión”, un sentido que deriva de la industria del entretenimiento americana y que me es del todo ajeno. Me los tomo muy en serio; mi relación con ellos, como con casi todo lo que me gusta, es lo que muchos llamarían “espiritual”. Soy, en efecto, un entusiasta. Y me da la impresión de que los casavellistas que he citado antes, cuando leen a Casavella, también son entusiastas, de forma más o menos consciente. Y eso lo puede explicar todo. Porque de todos los novelistas de su generación, si hay alguno que pueda generar entusiasmo, cambiarle a uno la vida, hacer que te olvides de los demás, etc, ese es Francisco Casavella.
Casavella era consciente de ser un escritor raro. Él hablaba de su oficio usando la metáfora del guía mestizo de los westerns, que “no pertenece a ningún bando. Habla, sí, el lenguaje de la tribu, se adentra en territorio enemigo y vuelve luego para contar lo que ha visto. Encima, el maldito se expresa con un discurso que se pretende enigmático, cargado de paradojas. Se empeña en decirnos que las cosas no son lo que parecen, que esa huella no es esa huella, que a los apaches, si se les ve, es que no son apaches. Desde luego, no cree en lo racional del ejército, en sus tácticas, en sus sistemas, en su disciplina, en su cadena de mando”. Con el verdadero novelista inútil de nuestros días, que es la figura con que se identificaba Casavella, “sucede lo mismo que con el guía mestizo. Es feo, su oficio es consecuencia de algún tipo de malformación física o espiritual, y si no hace carrera, si no se convierte en funcionario o académico, o no logra alcanzar un éxito ajeno por completo a la literatura, es muy posible que su presencia se esfume. Al novelista, si le pedimos algo, si tan listo es, le pedimos respuestas, tesis, moralejas, compromisos. Y él se empeña sólo en formularnos preguntas (…). El verdadero novelista inútil está decididamente contra nosotros y, en verdad, no sabemos si domina ese lenguaje de la tribu, o si lo que nos cuenta no es más que un camelo para hacernos perder el tiempo o caer finalmente en la trampa. El verdadero novelista inútil, aunque parezca mentira, es inútil”.
La cita es extensa, pero ilustra perfectamente lo que quiero decir. Los autores como Casavella lo tienen negro con la crítica porque no se ajustan a ninguno de los baremos que ésta entiende. No quiero decir que no se ajusten al registro realista, ni a una estética convencional o conservadora, ni a un canon imperante, ni a las diversas tendencias en boga. Quiero decir que no se ajustan a nada. Que inventan su propio lenguaje, que “no hay por donde cogerlos”. Por eso reciben las habituales reprimendas: irregulares, deficientes, excesivos. [Siempre me ha hecho gracia el cliché crítico de la novela a la que le sobran páginas: como si existiera un manual que dijera cuántas páginas ha de tener una novela determinada. La crítica literaria de todas las épocas siempre se ha basado en gran medida en la creación de normas ficticias]. El verdadero novelista inútil, por usar el término de Casavella, escribe mal de forma gloriosa. Es impredecible y excesivo. Se pasa de la raya por sistema. Es irritante y a menudo nos fascina a nuestro pesar. A veces es como esas personas del sexo opuesto que nos cautivan porque nos vuelven locos. Ya se sabe que es la gente disfuncional la que nos enamora. Los normales nunca despiertan la misma pasión. En última instancia, el escritor inútil, el mal escritor glorioso, es el que acabaremos recordando. El que nos hará olvidar a los demás.


Yo también soy casavellista. De hecho, he tenido la gran suerte en la vida de haber conocido personalmente a dos escritores gloriosos, excesivos y malsonantes, que sido presencias tutelares en mi carrera. Los dos habrían suspendido un curso básico de escritura creativa. Los dos rechazaron toda educación y han hecho siempre lo que les ha dado la real gana. Uno es Casavella. El otro es Rodrigo Fresán. Los tres grandes libros de Fresán, que son sus novelas “españolas” –Mantra, Jardines de Kensington y El fondo del cielo– son auténticos delirios monumentales, arquitecturas diabólicas de digresiones, voces neuróticas que nunca saben parar a tiempo. Como le pasa a Casavella, Fresán ha inventado su propio idioma literario al margen de las normas. Quienes dicen que la última novela de Fresán no es tan buena como otras no han entendido nada. Claro que plantea problemas: de eso se trata. Claro que estamos hablando de libros que no se sostienen: son demasiado grandes y abrumadores. Si uno los mira bien, no hay dos autores más distintos que Casavella y Fresán, y sin embargo mi juicio, creo yo, se aplica a los dos, y precisamente por el hecho de que son tan distintos, de que ninguno de ellos se parece a nada y no se ha desviado nunca de su camino de entusiasmo disfuncional. Lo sabré yo, que soy casavellista y fresanista.


Tomado de http://elblogdejaviercalvo.blogspot.com/2011/02/los-que-escriben-mal.html

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