Al fondo del patio, de Oeste a Este, tengo 30 metros. Si quiero caminar 4 kilómetros por día, un suponer, tengo que hacer el recorrido unas 134 veces. En el Oeste, el muro tiene hiedras, una planta flaca de higueras, una pila de ladrillos, y una huerta pequeñita, improvisada, tomada por caracoles y sobreviviendo, apenas, por la tierra fértil y el clima benigno. Al Oeste una planta de duraznos y una vid que tengo que sortear para hacer un recorrido más o menos recto.
La casa está plantada sobre un terreno que antes fue un basural comunitario, y antes una huerta de un hombre de apellido Dibb, que hizo fortuna comprando terrenos y casas en todo el pueblo. Muerto Dibb, su yerno, un ludópata agresivo y siniestro –lo vi concentrarse y sudar cuando contaba el dinero de la venta del terreno- se encargó de amaestrar a su mujer y gastar todo. No podría decir mucho de su mujer. Quizá que se notaba su sumisión a ese tipo de energía abominable, y la anécdota de un tumor cerebral: “cuando se expanda, me muero”. Y luego, otra vez: “cuando se expanda, me muero”. Una piel de porcelana, el pelo pajoso, la boca demasiado roja, los ojos de vaca. Nada más.
Entonces la idea es caminar 134 veces 30 metros.
Hoy tomé de la mano al niño, y le dije: vamos a hacer como que vamos hacia el río. Doblábamos por los árboles y reíamos. Lo vi detenerse frente al árbol de alcanfor. Mirá, mamá, qué alta está mi planta. Sí, se llama alcanfor, tiene olor rico y se usa como remedio. Lo vi arrancar una hojita, olerla. El sol bajaba despacio, había viento, usaba una remera demasiado grande para él, pero le gusta porque se la ganó en la plaza Alem, en Córdoba, en un sorteo. Con el 134.
134 veces tengo que caminar el terreno para que el número, en mi cabeza, diga: 4 kilómetros. 4 kilómetros no es mucho ni poco, pero me ayuda con la ansiedad. Me despierto con las uñas clavadas en las palmas, me duelen las muelas, tengo sueños vívidos. Hoy soñé con la diosa Tara de oro. Una amiga me dice que es buen augurio, yo le creo. A mi amiga.
Pero el 134 tardaba en llegar, y yo tenía que ir a la farmacia. Convencí a mi hijo, una vez más, de salir, subirse al auto, mirar las calles desiertas. Le pregunté ¿qué pensás? En los doctores locos. ¿Cuáles doctores locos? Los que hicieron este bichito que mata a la gente. ¿Viste que no hay nadie en la calle? No. Mirá bien, porque esto no le pasó a nadie que esté vivo. Pasamos despacio frente al río, para demorar la llegada a la casa, y porque nos gusta. El río, nos gusta. Las barrancas bermejas, los nidos de las palomas, las garzas blancas, fantasmales, de noche, la niebla del frío levantándose despacio, el verde tan verde, los caballos mansos pastando. Por eso pasábamos despacio. Para recordar. Pero de pronto escucho un grito. Te hablan a vos, mamá. Hijos de puta, los vamos a denunciar, tengo tu patente. Los miro, no piso el acelerador. Sigo despacio, veo los últimos gestos amenazantes. Por el espejo retrovisor, los veo. Han dejado de interesarme. Así empieza la peste.
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