Cuando Leo, mi hermano menor, dijo que se mudaba y había que despejar todo lo que quedaba arrumbado en el ex-garage-quenuncafuegarage de la casa de mis viejos, pensé que quería: la biblioteca de tres cuerpos con vidrios que mi viejo usaba para guardar fotos y horribles tomos de mecánica, la làmpara de vidrio que mi mamá había hecho cuando estudió vitraux, el vestido negro que yo le tejí y seguro alguna hermana o cuñada trola se había quedado sin avisarme y algun que otro papel o imagen olvidada.
Cuando el domingo pasado logré juntar a mis tres hijos e hija y fuimos con el dodge y el golcito a la calle Montevideo nos trajismos eso y mucho más: no me acordaba de la cunita que mi papá hizo para Fernando y usamos todos mis hermanos y hermanos y mis tres bebés, ni de las reposeras de madera, ni de los apliques con bolón blanco o transparente, ni de mis revistas de tejidos de la Nitax ni las labores de tres generaciones atrás que yo usaba de modelos, ni de mis partituras de teclado y guitarra y mi carpetita de teoría y solfeo, de las cartas y poemas a su madre que mi viejo alguna vez me dijo que buscara, de los fascículos sobre miles de temas como fotografía, filosofía, plantas y flores, etc que acá tengo apilados esperando plumero y espacio.
Así que trajimos lo que pudimos y lo tiramos donde pudimos hasta que se vaya acomodando y adaptando al ecosistema.
La biblioteca-cristalera (ah, tengo copas de champan y de licor por primera vez en mi vida) necesita urgente que le remueva ese aerosol horrible que le puso mi hermano a los vidrios y tejerle unos visillos divinos de crochet.
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