"-No puedes poner un pie dentro de los límites de esta muralla si no prescindes de tu sombra -me informó el guardián-. Tendré que confiscártela. Eso o no podrás pasar. Tu eliges.
De manera que me despojé de mi sombra.
Para ello, el guardián me condujo a un lugar caldeado por el sol y, una vez allí, la agarró con brusquedad. Mi sombra temblaba de miedo.
A continuación, el guardián se dirigió a la sombra con voz seca y contundente:
-¡Tranquila! ¡No tienes por qué temer nada! ¡Nadie te va a arrancar como la uña de un dedo! No te dolerá. Será solo un momento.
Aunque al comienzo la sombra ofreció una tímida resistencia, que enseguida se mostró del todo inútil ante la corpulencia del guardián, poco a poco, y a medida que iba despegándose de mi cuerpo, se fue quedando sin fuerza, hasta deslizarse inerte y quedar replegada sobre un banco de madera próximo a nosotros. Su aspecto, separada de mí, me pareció mucho más triste y miserable de lo que habría podido sospechar; casi como un par de viejas y andrajosas botas de piel que me dispusiera a tirar a la basura.
-Mírala. En menudo harapos se convierte una vez separada del cuerpo ¿eh? -comentó el guardián- ¡Quién diría que ha sido tu compañera durante toda una vida, sin exceptuar un solo día!
Respondí de manera vaga e imprecisa, sin acertar todavía a sentir nada especial por la pérdida de mi sombra.
-¿Te das cuenta? La sombra no cumple ninguna función -prosiguió el guardián-. Dime, ¿acaso recuerdas alguna vez que la sombra te haya sido útil?"
Murakami. La ciudad y sus muros inciertos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario