Suele decir que mi mamá era la persona más machista que he conocido. Pero quizás no sea verdad. Ella fue quien me dio para leer a Simone de Beauvoir a los 10 años. Ella fue la que me repitió toda la vida que tener hijos y casarse eran dos boludeces que hacían las guaipurús como ella que tenían un marido que les decía cuándo y cómo tenían que trabajar o no y que se le paraba y una tenía que abrirse de patas.
Era arquitecta, había estudiado una carrera universitaria en Buenos Aires después de llegar desde Entre Ríos y vivir sola en un pensionado. Había renegado de su tradicional destino provinciano de maestra normal y profesora de piano, hija del "Jefe" de la estación de ferrocarril. Pero su feminismo sesentoso le hacía considerar que yo, su hija mayor, era una retrógrada porque se había enamorado de un negro que seguro que la tenía de este tamaño y se empeñaba en quedar embarazada tres veces seguidas. Cuando le dije que mis tres hijes eran buscados me hecho de su casa. No podía creer que alguien como yo, así de inteligente, deseara ser madre.
Años de terapia me ayudaron a entenderla y a ver que su odio no era hacia mí. El feminismo era para ella un mandato irreconciliable con sus deseos. O sus deseos eran confusos. O los reprimía acusándolos de contradecir su pensamiento teórico. No sé. Sé que de ella me viene lo que yo más amo y ella despreciaba teóricamente pero amaba con toda su vida: les hijes y la literatura.
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