Los finales felices son para otros9

Dramaturgia: Mariano Saba

Elenco: Martín Gallo, Augusto Ghirardelli, Mariana Mayoraz, Sofía Nemirovsky, Matías Pellegrini Sánchez, Julián Ponce Campos

Vestuario: Betiana Temkin

Escultura: Carlo Pelella

Diseño de escenografía: Micaela Sleigh

Diseño de iluminación: Leandro Crocco

Asistencia de dirección: Pipo Manzioni

Dirección: Ignacio Gómez Bustamante, Nelson Valente

Sábados a las 19.30 en Espacio Callejón (Humahuaca 3759). Las localidades pueden adquirirse por Alternativa Teatral.

Traer las obras de Shakespeare al presente es un desafío que –con mayor o menor efectividad– han encarado muchas compañías teatrales a lo largo de la historia y la cartelera porteña suele estar poblada de adaptaciones. Convocado por un grupo de artistas, el dramaturgo Mariano Saba elaboró una reescritura de Ricardo III en clave contemporánea (cabe recordar también aquella versión de Francisco Civit en 2016, donde se desdoblaba la identidad del protagonista en un elenco de 13 intérpretes). El texto de Saba conserva pocos elementos del planteo original, aunque suficientemente distintivos como para reconocer la trama y la esencia de sus personajes.

El antecedente del proyecto es Ojalá las paredes gritaran (2018), versión que proponía un Hamlet millennial fan del trap. Cuatro integrantes de aquel equipo creativo –Augusto Ghirardelli, Martín Gallo, Mariana Mayoraz y Julián Ponce Campos– siguieron profundizando en los materiales shakesperianos y decidieron convocar a Nelson Valente como director, Pipo Manzioni como asistente y Saba como dramaturgo. Después se sumaron al elenco Sofía Nemirovsky y Matías Pellegrini Sánchez, e Ignacio Gómez Bustamante en dirección. El resultado: Los finales felices son para otros, obra que puede verse los sábados a las 19.30 en Espacio Callejón (Humahuaca 3759).

Ricky (Ponce Campos) está a cargo de una fábrica de guillotinas de papel junto a sus hermanos, León (Gallo) y Leto (Ghirardelli), quienes lo hostigan y lo excluyen de todas sus prácticas de camaradería. “Quedate acá por si hay que atender”, ordenan, y Ricky piensa para sí: “Ellos pueden joder pero yo no, porque soy un roto”. Su hermandad está signada por la violencia y los miedos propios de una masculinidad tóxica (a la homosexualidad, a la condición de virgen). Por momentos se los podría asociar a las Hermanas Fatídicas de Macbeth: una tríada de hombres bestiales que en lugar de hervir animales en un caldero y conjurar hechizos rememoran las canciones de la banda que solían tener en su juventud –los Metal Brothers– o narran sueños oraculares repletos de huesos, brasas y pájaros muertos.

Tal como en el original, Ricky es señalado como “monstruo”, “adefesio”, “atrofiado”, “engendro”, y él mismo se define como “síntoma” o “cicatriz” (“lo malo es la enfermedad, pero lo que nadie quiere ver es el síntoma”). Sin embargo, lejos de padecerlo aprende a alimentarse de esa mirada condenatoria. Algo late en las profundidades de este personaje mientras arrastra su deformidad por la escena. Ricardo es el villano por excelencia pero también un antihéroe; es vulnerable y al mismo tiempo vil, maquiavélico, capaz de hacer cualquier cosa para conseguir lo que quiere (en el original una corona, aquí un bolso repleto de dinero porque “sin guita no hay final feliz”). Pero se sabe que los finales felices son una utopía en las tragedias shakesperianas. Ponce Campos logra esa dualidad con gran sensibilidad; su criatura es capaz de generar admiración y repulsión a la vez.

Alrededor de esa hermandad pululan los otros personajes: Eli (Mayoraz), pareja de León y madre de los Melli (los Príncipes de la Torre en Mechita); Bucky (Pellegrini Sánchez), el inspector del pueblo; y Lara (Nemirovsky), la hija del antiguo dueño de la fábrica que intenta recuperar esas ruinas por motivos sentimentales. La llegada de la joven modifica el ambiente y trae al presente fragmentos de un pasado sobre el que existen múltiples versiones. Los 90 y el mundo del trabajo funcionan como contexto: una fábrica, un grupo de obreros amotinados contra su patrón, un taller como botín y los proverbiales juegos de poder. Aún cuando el final sea conocido, aparece la pregunta: ¿hasta dónde es capaz de llegar alguien para obtener lo que desea?

La poeta y crítica literaria Cristina Piña escribió alguna vez que la relectura de un clásico supone la posibilidad de “hablar de nuevos contextos sociopolíticos, descontextualizar la acción y desvincularla de un anclaje temporal concreto”. Los finales felices apuesta a eso con un gran texto que abreva en el clásico pero lo reformula desde lugares novedosos, actuaciones sólidas que ponen en primer plano las líneas de tensión que se trazan en la escena a partir del juego de poder y una escenografía (Micaela Sleigh) que condensa el espíritu de ese reino deteriorado y expone las miserias de sus habitantes porque, tal como anuncia Ricky, “acá somos todos monstruos”. La ubicación temporal no es ingenua: ese taller oxidado venido a menos funciona como contracara de una década dorada de “pizza y champagne”, las fantasías de la convertibilidad que decantaron en otra tragedia: el 2001. Podemos esperar con ansias una trilogía de este equipo.