miércoles, 2 de marzo de 2022

El acto mágico de la dedicatoria

 

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No hace mucho conocí a una mujer —a la que llamaremos señora M.— que tenía la costumbre de fraguar dedicatorias autografiadas en los libros que más le gustaban. En cierto modo lo había heredado de la madre, una mujer diminuta y atrevida que se escabullía entre las filas de ferias y festivales para asegurarse la firma de su ejemplar, sin importar si el autor le resultaba familiar o no. A la madre de la señora M. todo le daba igual siempre que el libro estuviera firmado. La señora M., en cambio, después de heredar la biblioteca y el gusto por las dedicatorias personalizadas, sólo se hacía firmar los libros que la habían conmovido. Recién entonces, dijo, cuando el libro estaba garabateado en alguna de las primeras páginas, alcanzaba la verdadera comunión con el texto. Demasiado pronto, sin embargo, se topó con el inconveniente inevitable: muchos autores le resultaban inalcanzables. Así que se los empezó a firmar ella misma.
“Para M., con afecto.” Y un garabato improvisado. Se dedicó libros de García Márquez, Vargas Llosa, Saer y Cortázar; de Hemingway, Truman Capote y John Dos Passos; de Cheever, Octavio Paz y Bolaño.
Aunque al principio supo ser reiterativa —con afecto, con afecto, con afecto—, los años le brindaron coraje u oficio. Las dedicatorias se transformaron en un arte secreto cada vez más elaborado. “Como todos los actos del universo”, me dijo, “la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el modo más gracioso y sensible de pronunciar un nombre”. La frase, aunque no lo aclaró, es de Borges. No sé si los años de fraguar dedicatorias la habían dotado de una sensibilidad particular para apropiarse de la voz de los autores en cuya piel se ponía o si ya lo había olvidado.

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que sonríe cómplice de amor...