Carne de mi carne
'Mandíbula', de Mónica Ojeda, es una magistral historia de ingenuidad y violencia en un elitista colegio femenino
Con su anterior novela, Nefando (2016), la ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) fue saludada como una de las más poderosas novelistas latinoamericanas actuales. Aquella trama en torno a un videojuego de la web profunda y la memoria de abusos infantiles elevaba el terror muy por encima de las convenciones del género. Antes bien, para Ojeda (como para Mariana Enriquez, Juan Cárdenas oSamanta Schweblin), el miedo era la puerta de acceso a una extrañeza fundamental que el crítico Mark Fisher llama “lo espeluznante”: la aparición de lo impropio y disonante (el unheimlich freudiano) precisamente en los lugares donde se asienta nuestro principio de realidad. Para los personajes de Ojeda ese campo de batalla extranjero era el propio cuerpo.
Si Nefando favoreció su inclusión en la conocida lista Bogotá39, Mandíbula, por su ambición y complejidad, consagra a Ojeda más allá de cualquier condicionante generacional. Resumamos algunos de los hilos de este libro: Clara, joven profesora de un elitista colegio del Opus, víctima de una obsesión imitativa con su madre difunta, ha secuestrado a una de sus alumnas adolescentes, Fernanda. En otra franja de tiempo anterior, Fernanda y su amiga Annelise inician a un grupo de muchachas adolescentes en el culto al Dios Blanco de la Edad Blanca, un rito sadomasoquista que explora la violencia magmática de la adolescencia a través de los relatos de miedo y de las creepypastas, narraciones colectivas de terror en Internet. Es fácil reconocer en estas y otras anécdotas que Ojeda se siente cómoda en arquetipos de lo siniestro que van de H. P. Lovecraft a Carrie.
Si Nefando favoreció su inclusión en la conocida lista Bogotá39,Mandíbula, por su ambición y complejidad, consagra a Ojeda más allá de cualquier condicionante generacional
No obstante, la novela, que avanza con pertinentes saltos en el tiempo y acertados juegos especulares, pronto invierte las jerarquías entre víctimas y verdugos, y despliega una profunda “verdad novelesca” (cito la célebre expresión de René Girard) en el tratamiento de las relaciones de unos personajes que tensa su deseo mimético: una crueldad que es otra cara de la vulnerabilidad del contacto.
Mandíbula es una novela excepcional por más motivos: por la variedad de registros y de voces, el rigor poético para nombrar lo inestable y la rica textura de esta prosa que, por momentos, alcanza el estado de gracia; una prosa profusa que se apuntala con guiones, paréntesis y contrapuntos. Si Dios está en los detalles, como repite la cita, Mandíbula está poseída de una peculiar fiebre detallista. Antes bien, no es Dios, sino el neurótico, quien vive al acoso de unas piezas nítidas pero movidas de sitio; y esta es la mejor definición del miedo que nos sostiene y que no siempre queremos ver.
Mandíbula no desdeña el amor por los géneros. También es una novela de formación, una intensa fabulación de la amistad y una novela de internado donde se ejerce la violencia en diversos niveles: socioeconómicos, eróticos y ficcionales; es decir, a través de la mediación de los relatos. También es una obra de personajes reducidos a cuerpos, “como los torturados”, que dan un relieve siniestro a expresiones como “sangre de mi sangre” y “carne de mi carne”. Y también, por arriesgar otra lectura: en el mundo sin hombres de Mandíbula, o donde los hombres son ausencias dominantes (un profesor de teología, un psicoanalista mudo, un retrato de Escrivá de Balaguer…), son éstas las que imponen la mirada de la moral. Y las adolescentes, las profesoras, seres fallidos para el rigor del juicio, deben ser más sutiles y “disfrazar su hambre de violencia con ingenuidad fingida”. Deslumbrante.
Mandíbula. Mónica Ojeda. Candaya, 2018. 288 páginas. 17 euros
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