El libro de Anna Starobinets que ha publicado Nevsky Prospects, Una edad difícil, es muy malo. La autora, nacida en 1978, es más que mala, es malísima. Tan malos el libro y la escritora como un demonio o como una hormiga reina desprovista de empatía. Por eso resulta tan estimulante esta lectura, tanto como ver una película aterradora, tanto como saber en qué está pensando ahora mismo Lars von Trier.
“De modo que estaba claro que aquel niño no quería a nadie”.
Una edad difícil se compone de una novela corta y varios relatos. Da comienzo la novela corta que da título al volumen y algo empieza a ir muy mal: una mujer tiene dos hijos gemelos, chico y chica, a los que debe criar en soledad. Los lleva al campo y el pequeño asiste asombrado a la masa de vencejos que vuelan en bandada, formando un todo comunal y coordinado como si un cerebro de aire les diera movimiento.
“No fue hasta al cabo de unos años que Marina se dio cuenta de que aquel día, un tórrido domingo de agosto en el que brillaba un sol implacable, fue el único día bueno de sus vidas. No feliz, sino simplemente bueno”.
Son pequeñas cosas las que hacen que todo se derrumbe mientras el desvalido lector sigue enganchado a las páginas. El engendro se compone de ligeras desviaciones, de minúsculos defectos que lo alejan de la humanidad en dirección a lo desconocido. Literariamente el libro suele ser perfecto, falla algún cuento en que la imaginación es un puro delirio, una pesadilla, pero es la excepción y vale la pena soportarlo.
“Ayer tuve mis primeros hijos. Me comí a tres. Necesitaba fuerzas”.
Los cuentos de Starobinets conforman fantasías a las que algún crítico querrá dar significados simbólicos. Parece que juega con Las Reglas De Kafka, pero es cuando juega con las suyas propias que brilla con más fuerza. Me recuerda tan pronto a Leonid Andreiev como a la obra de Jon Bilbao: el horror viene de las incoherencias del sistema llamado “normalidad” que, al acumularse, dan lugar a la monstruosidad.
“Como si la víspera hubiera devorado unos veinte caracoles y en aquel momento estuvieran muriéndose poco a poco en su estómago, retorciéndose en su última agonía”.
Un hombre se da cuenta de que ha perdido el pulso; otro sufre una amnesia absoluta y trata de reconocer a su familia; una mujer decide encargar un robot que sustituya a su marido en un Moscú post-apocalíptico y solitario; un hombre escribe el guión de los demás hombres cuando recibe la visita de un señor con la cara deformada; un niño sigue las normas que emite un Juez invisible y vive aterrorizado de que sus padres se las salten, de que dejen los objetos mal colocados sobre la mesa, pues el Gran Error los va a destruir…
“Y fuera lo que fuera lo que hubiera pasado al comienzo, eran muchas las cosas que los habían ido uniendo después, los años que habían vivido juntos, las cosas que habían comprado juntos, las peleas en las que se habían exprimido y chupado hasta la última gota, día y noche, como vampiros desquiciados, el tedio mutuo, la rabia mutua y muchas otras cosas”.
Anna Starobinets es de esas escritoras que saben cómo se alimenta el estómago del horror y le da en cada momento lo que necesita. Sabe que dentro de la mente humana viven duendes dispuestos a destruir la casa por completo. En lugar de escribir sobre manías humanas les da formas grotescas y monstruosas. Bebe tan pronto de Kafka como de Blade Runner y escupe a la cara del lector el contenido. Por eso Anna Starobinets es mala, malísima. Porque consigue encontrar en casi cada historia una explicación para el horror que nos provoca nuestro propio funcionamiento.
Juan Soto Ivars
No hay comentarios:
Publicar un comentario