ÁVILA
Louise Erdrich
Hermana, ¿te acuerdas de nuestra cueva de piedras,
cómo entrábamos en ella huyendo del calor blanco de las tardes,
masticando las semillas, tramando martirio tras martirio
cada uno más cruel que el último?
Te quitaste el pelo castaño de la cara,
y cantaste Pax Vobiscum al soldado imaginario,
un leopardo sobre la barca de Ignacio.
Ahora te veo acercarte a mí, descalza como los pobres,
mientras florecen los árboles cornejo.
Sus centros son las heridas de los clavos,
desiguales y profundas. Las lanzas del cielo
colocadas en punta a lo largo del sendero que tú eliges
apartándome.
Querida hermana, como la montaña crece del aire,
como el pozo de agua fresca
se hunde en el opresivo mar,
como surge el castillo piedra a piedra en el interior,
aún te quiero. Pero eso, al fin y al cabo,
no es más que el amor de un hermano por su hermana,
y Dios no tiene nada que ver con todo esto.
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