Viernes 31 de enero de 2014 | Publicado en edición impresa
Inéditos
Los poemas secretos de Juan José Saer
El escritor argentino dedicó gran parte de su vida a la escritura de versos, que fue acopiando en cuadernos y carpetas; a su única colección poética, El arte de narrar, se suman ahora los incluidos en el tercer tomo de los borradores inéditos que Seix Barral publica en estos días; aquí presentamos una lectura de ese tesoro inesperado y una antología esencial
El poeta Hugo Gola, hacia 1989, durante una estadía en Saint-Nazaire para escribir poesía, anotaba que, pasados los días y en circunstancias en apariencia favorables, no podía hacerlo con fluidez por más que dispusiera de tiempo libre o estuviera alejado de cualquier obligación (aunque, en fin, escribiría allí uno de sus grandes poemas, "Variaciones"). Esa inicial dificultad le recordó a su amigo Juan José Saer, con el que había visitado junto con otros poetas, muchos años atrás, a su común maestro Juan L. Ortiz, atravesando en una lancha el Paraná. Apuntó:
Me sorprende y entusiasma ver a Juan José Saer proyectando un libro que, dice, tendrá 400 páginas sobre el Río de la Plata. ¿Es ésta una diferencia que nace de los géneros -poesía, prosa- o son diferencias personales? Saer sin embargo no puede planear la escritura de poemas. Creo que el poema proviene de una zona de difícil acceso. Demanda combinaciones múltiples que se efectúan más allá de nuestro control. [.]. Saer me dijo una vez: "Hace más de dos años que no escribo un poema". ¿Por qué razón logra escribir, como lo hizo alguna vez, una novela de 250 páginas, y el poema, 10 versos, a veces 20, y otras aun las escasas sílabas de un haikú, le presenta -a él también- tanta resistencia? (Prosas, 2007)
Algunos poemas escritos por Saer tienen por tema, como una vacuidad que ellos mismos engendraran, esa espera de la palabra que se resiste a encarnarse en la voz poética para nombrar las cosas, aquello que está ahí en una continuada verticalidad extensa: "la mesa, el vaso, las mañanas". Hablar el mundo para que la materia cante. Y así, no escribe el poema del canto sino el de su fracaso, el poema de "La guitarra en el ropero" que, todavía, está guardada: "Pero en estas mañanas, nada/ o casi nada, que cantar: esperar, únicamente/ que salga, si lo juzga conveniente, la canción./ Dando vueltas por una pieza negra,/ jugando a que una mañana, o una noche,/ por fin, y para siempre, se hablará".
Hoy, la apertura de los archivos de Saer, que está llevando a cabo el equipo de investigadores dirigido por Julio Premat y que ya ha publicado los borradores literarios en dos tomos de los Papeles de trabajo, ofrece otro tesoro inesperado: decenas de valiosos poemas inéditos. Dicho material fue editado, con riguroso amor poético y una labor impecable y minuciosa de clasificación y cronología, además de un profuso aparato de notas y un prólogo con precisas interpretaciones críticas sobre la poesía de Juan José Saer, por el escritor e investigador Sergio Delgado, que también había editado de modo ejemplar la legendaria poesía completa de Juan L. Ortiz, En el aura del sauce, y una versión anotada de su poema más largo, El Gualeguay.
Esta edición de la poesía inédita de Saer incluye, para mayor regocijo del curioso lector, dos anexos: uno con los poemas de juventud ya publicados en el diario El Litoral, de Santa Fe, en los años cincuenta; otro con diversas traducciones de poetas que sin duda le eran afines, tales como los grandes clásicos de la poesía moderna norteamericana William Carlos Williams, Wallace Stevens y Ezra Pound, o una serie de ciento cuarenta "haikús", versiones publicadas en las revistas dirigidas por Gola en México (que, dicho sea de paso, pueden consultarse en su totalidad en el "Fondo Hugo Gola" de la biblioteca de colecciones de la UNL:www.bibliotecavirtual.unl.edu.ar/colecciones/).
La aparición de todos estos poemas permite observar que la llegada a El arte de narrar tuvo sus estadios, cierta evolución incluso desde primitivas compilaciones que hacían pensar en un futuro libro unitario: los iniciales Para cuerdas (1960) y Continuo (1961) aquí incluidos, de los cuales El arte de narrar preserva sólo cuatro poemas, hasta la serie de poemas posteriores, tan característicos de la primera sección de aquel libro, que suelen enmascarar al yo en interpósita persona literaria: esos retratos de escritores o de personajes de la narrativa de Saer que eluden así el excesivo compromiso autobiográfico entre poesía y experiencia vivida. Aquí aparecen Emily Dickinson (¡en Colastiné!), Van Gogh, Rubén Darío, César Vallejo, Alberto Girri, y tres poemas dedicados a Juan L. Ortiz. Además, se hallan poemas dedicados a personajes mitológicos grecolatinos, a personajes históricos como Eva Perón y Fidel Castro, o, en fin, feroces monólogos condenatorios a "Adolf Eichmann" o ese irritado "Toast en un álbum negro" (1970), que parece aludir a Borges en Estados Unidos ("Después, en el discurso final, en un banquete/ gélido, Nixon, el genocida, el Subgerente,/ tartamudea, entre los muebles de caoba,/ mis versiones de Whitman y de Faulkner,/ mis prólogos a Bradbury y a Melville"), dada la coincidencia con un registro de su ensayo sobre El hacedor, de Borges, en 1971: "De su traducción de Whitman sé únicamente, por un diario uruguayo, que se la ha dedicado al gendarme del universo, Richard Nixon".
Pero este conjunto también revela que para llegar a esas mediaciones de la persona poética o a esos poemas donde se exalta una nominal objetividad, hay ciertos poemas donde el sujeto se manifiesta en el azar de la experiencia y donde la ilusión autobiográfica de un yo es dominante aunque a veces se escamotea en un tú: en algunos poemas de amor, en algunos poemas urbanos, en ciertos poemas que arraigan en la pura circunstancia ("¿Qué le queda al día de ti, cuando en la estría más vaga y fina de la sombra/ vuelves el rostro hacia la tarde largamente perdida, eternamente rota?").
Pero, más allá de las impecables elecciones de Saer para componer aquel libro de poemas único que profundiza y quintaesencia toda su obra, estos poemas, con excepción de los pocos inconclusos, mal pueden llamarse "borradores": nos hallamos, como un nuevo don, ante un verdadero incremento cualitativo de la poesía de Saer, que leemos de un modo póstumo, lo cual no deja de ser un modo natural de leer poesía: todo autor es un muerto, toda literatura es póstuma, toda poesía es testamentaria. Eso mismo escribió Saer sobre Francisco de Quevedo o sobre Rubén Darío, en otro de sus poemas inéditos, de 1968: Darío como "un cometa que ya es ceniza en el momento mismo de arder". Pero aunque "la muerte se lo comió", el deseo que tenemos ante hombres como ésos -Darío o Saer- es "rehacer su vida paso a paso/ desde el nacimiento hasta la muerte/ para encontrar -dónde-/ la semilla que germinó toda su claridad".
El extrañamiento poético
Mucho tiempo después, el propio Gola daría una hermosa respuesta a aquellas preguntas sobre el inicio de la escritura del poema y sus resistencias, en Las vueltas del río: Juan L. Ortiz y Juan José Saer (México, 2010), basándose en un testimonio personal sobre su amigo, en dos breves artículos finales, escritos después de la muerte de Saer en 2005. En ambos alude a su ejercicio de la poesía. En el primero, Gola recuerda una entrevista que les habían hecho a ambos en Rosario hacia 1967 y en la cual debían responder esta pregunta: "¿Cómo se origina en cada uno de ustedes el momento inicial de la escritura de un poema?". Saer fue el primero en contestar, con firmeza y cierta concisa reserva, aquella cuestión. Decía que, para él, la escritura estaba precedida por una especie de extrañamiento del que derivaban las palabras iniciales de un poema. Gola habló, por su parte, de fusión, de una capacidad receptiva respecto del mundo, una interior apertura y una disponibilidad absoluta y neutra, especie de llamado previo a la escritura del poema.
Gola pensaba, por entonces, que ambas respuestas diferían y que Saer parecía hablar de un distanciamiento de los seres y las cosas, de una contracción que se apartaba de lo real. Pero un año después de aquella respuesta, en 1968, Saer escribiría un ensayo breve y luminoso llamado "Sobre la poesía" (incluido en El concepto de ficción, 1997). Al leerlo y comprenderlo, cuando evocó a su amigo décadas después, Gola sintió que debía rectificarse. Ambos no se contraponían, sino que hablaban de eso mismo que Pound llamó el "impulso". Había leído aquella especie de manifiesto personal de Juan José Saer, de no más de tres páginas, cuya radical contundencia acaso pasó inadvertida para muchos de sus lectores habituales, atentos a la vasta obra narrativa y distraídos de su acendrada labor poética.
El principal argumento de Saer para situar la poesía contrapone naturaleza e historia: "Nacemos a la historia. Después, lentamente, descubrimos la naturaleza", comienza. Esa historicidad, "primitiva y salvaje", supone una especie de inmersión en el tiempo, que en la infancia, cuando nos creemos inmortales, nos veda incluso la perspectiva de la muerte. El lenguaje mismo se asienta en esa historicidad y la fundamenta. De allí que una conciencia de la naturaleza sea, a la vez, nuestra primera prohibición y la posibilidad de trascenderla. Uno de los modos -paradójicos toda vez que está hecha de palabras- es a través de la poesía. Escribe Saer:
Gola reconoce entonces que su idea de fusión coincide con el extrañamiento del acto poético para Saer: un gesto radical, un salto que suprime la historia para alcanzar la naturaleza.
Ese impulso tiene dos caras, y ambas se tematizan en la poesía de Saer. Una es el alcance de ese "estado poético" que también se reconocía en las cenitales iluminaciones del haikú: el sujeto capta fugaz pero intensamente en el mundo un fragmento de ser y, en esa aprehensión momentánea y pasajera, advierte la mutua conciliación de subjetividad y universo. "La concentración radiosa del haikú figura la presencia de la totalidad en el Momento", escribió Saer. Sin duda se trata de un ideal de la poesía en la cual la naturaleza adquiere una total presencia y en su epifanía no hay hiato entre conciencia y mundo una vez producida esa "percepción clara de un instante de lo exterior".
Ese ideal pudo aprenderlo de aquel gigantesco maestro al que nunca dudó en llamar el más grande poeta argentino del siglo XX: Juan L. Ortiz. "'Todas las cosas decían algo, querían decir algo', declara el verso 83 de El Gualeguay, y ese verso podría cifrar la obra entera de Ortiz", escribió Saer (Trabajos, 2006). Y la entera obra poética de Saer puede leerse como la busca de ese Momento en el cual las cosas dicen algo al poeta, ese instante del extrañamiento que también es una espera. De ello es ejemplo un poema de 1966, justamente exaltado por el editor y llamado "El estado poético", que en una de sus versiones reza: "Estás en la ventana y cuando creías/ haber olvidado todo/ no ser nadie ni nada/ sin cara o manos para tocar ninguna cosa/ he aquí que el llamado suena y oyes la voz/ y anochece en un cielo verde como un árbol". Es el gesto de "El oficio de poeta" (en sesgado homenaje a Pavese): "Únicamente el gesto, en esta noche/ parecida a otras noches heladas/ y de julio, en las que el gesto/ se colmaba de luz/ y de palabras".
Pero la busca no siempre es la realización. La otra cara de ese "estado poético", como antes apuntamos, es el fracaso o la nulidad de su presencia, por la cual la sombra o la nada respiran en una voluntad resignada o en una melancolía que no despierta a "la persistencia de lo que fluye". Y no sólo se registra en varios poemas la espera o el fracaso de la epifanía sino aquel estado de previo adormecimiento que a ella no despierta y que, en cambio, se halla hundida en el yo que mira la realidad como un lentísimo bochorno. Condenación del yo a la luz opaca que arde en el verano o se congela en el invierno, al margen de todo y a la vez contemplador de una absorta lejanía borrosa, aparencial, como en el gran poema "El balneario", atribuido al personaje de Higinio Gómez: "se divisa un horizonte calcinado en el que no hay más río/ ni cielo, un horizonte abandonado en el que toda esta apariencia acabaría,/ lenta explosión insomne y silenciosa del límite, blanca y lisa".
Ritmo y canto de la materia
Así como todo indica que Saer no volvió a escribir poesía en los últimos quince años de su vida, también se constata que en sus años iniciales había escrito muchísimos poemas. Cuenta Gola, testigo y su gran interlocutor poético durante cincuenta años:
Lo recuerdo muy bien. Era ésta su escritura predilecta. Cientos de poemas, una especie de obsesión que volvía una y otra vez redactando versos regulares, medidos, o versos libres también cuidadosamente construidos como los que figuran en El arte de narrar.
Los poemas de juventud de Saer fueron escritos bajo la órbita de uno de los grandes poetas de su provincia: José Pedroni. En el prólogo a la Obra poética de Pedroni (Universidad Nacional del Litoral, 1999), Saer confiesa que en su adolescencia, fue lector voraz de los poetas modernistas y, antes de su descubrimiento de la vanguardia, de la obra de Pedroni: "realista y coloquial, [.], ejerció sobre mí una influencia más que considerable, y durante dos o tres años llené cuadernos enteros con imitaciones de su poesía". Los poemas de juventud así lo revelan. Pero acaso indican algo más: el aprendizaje de un ritmo en el poema. No hay poesía sin ritmo, pero la poesía modernista situaba la música ante todo, la métrica y la rima -como batallaba Lugones frente a los vanguardistas de los años veinte, que las negaban- como reflejo de la analogía universal, donde canto y mundo se sostienen mutuamente.
Así lo escribe Saer, con una poética ya fenecida: "Congratulo al crepúsculo, a la tibia paloma,/ al río, porque canta con su múltiple boca,/ al ombú y a la loma". Y sin embargo, no sólo la soberanía del ritmo persistiría, de un modo más complejo, sino también algo como la huella de la huella de aquella analogía destronada: en su poesía el mundo comunica, en un súbito llamamiento, algo que, como un sonido fugaz en las epifanías de la percepción y antes de volver a lo indeterminado, resuena levemente en el oído de alguien alerta: "Siempre y para siempre el ruido único del mundo que se escucha, en un registro/ más alto, y por un momento, en cada uno./ A ese momento, que creemos comprender, le decimos lo inteligible./ Pero no es ninguna canción, o, más bien, sí, una, que se canta/ a sí misma, y de la que el oyente no es más que una nota". En el comienzo, el canto.
Una de las revelaciones que ofrece esta compilación es que la general ausencia de la prosodia propia de la métrica española en El arte de narrar, con alguna excepción, es menos evidente. Si bien la métrica y la rima no prevalecen en la mayor parte de la poesía de Saer, las ejecutó con alguna regularidad. No sólo en su juventud, sino también con algunos ejercicios reiterados en la década del 60: por ejemplo, un ritmo de heptasílabos blancos ("Otra vez el verano/ corteja la memoria,/ propone playas, aires/ abiertos, una rama/ húmeda y negra contra/ la soledad celeste/ del cielo".); la serie de poemas en cuyos títulos se subraya el procedimiento métrico y también el tiempo de su composición: "Consonantes", "Asonantes 61", "Consonantes de Mayo", "Asonantes sesenta y tres"; varios sonetos, incluso algunos improvisados de ocasión, como los dirigidos a César Fernández Moreno en forma de esquela, que suponen así una amable irrisión de la forma.
Pero también hay una serie de poemas que Delgado califica de "prueba de límites" en la escritura de Saer: baladas, odas, cielitos. Esas tentativas, sin embargo, coinciden a veces con un tono de diatriba o explícita formulación política que Saer ejercita alejado del habitual tono lírico y que, sabedor de la tradición de la poesía popular y de la gauchesca, propone en octosílabos, como en "Los propietarios": "Ricos los hizo el contrabando/ y millonarios el ganado./ No hay una lágrima que ellos/ ya no se hayan adueñado".
El poema "La muñeca" está dedicado a Eva Perón y repite los mismos motivos de otro texto fechado en 1971 que lleva un nombre similar, "A la gran muñeca": un eficaz poema del que sólo persistieron unos pocos versos que Saer aisló como una de sus tres "artes poéticas" en El arte de narrar, levemente modificado en su último verso, y que aquí se revela referido al habla de Evita: "Cada uno crea/ de las astillas que reciba/ la lengua a su manera/ con las reglas de su pasión/ -y de eso, ni Flaubert estaba exento". A pesar de la severa crítica del peronismo y de Perón que Saer nunca ocultó, como se revela en varias páginas de El río sin orillas (1991) -donde también fustiga las estilizaciones del "culto del coraje" en Borges-, interesa leer en este poema una especie de vindicación de Eva, que si la imagina "muñeca" también la exalta y victimiza: "El gran conciliador tenía miedo./ Ella ardía en ese fuego intenso./ Ya no obedecía a su dedo/ y el grito que empezaba quedo/ se había vuelto un clamor inmenso".
Así, la autoconciencia del ritmo estaba en el comienzo de la poesía y ese mismo patrón regiría la prosa. Hugo Gola subraya en su artículo ese rasgo:
[cuando Saer afirmó:] "La verdad es que me preocupan más los problemas de ritmo que los problemas de sentido o narrativos". Esta declaración confirma que toda su obra, aun la ensayística, debía inscribirse en el espacio de la poesía. Para Saer, en definitiva, hay sólo un uso válido del lenguaje: el que hace la poesía. Para alcanzar ese objetivo elaboró una poética que abarcaba al mismo tiempo ambas expresiones.
Esto se hace evidente al descubrir en los poemas inéditos múltiples correspondencias con la narrativa, por ejemplo, con los espléndidos "Argumentos" de La mayor (1976): en la "Biografía de Higinio Gómez" se afirma que Carlos Tomatis, personaje central del universo narrativo de Saer, después del suicidio de Higinio accedió a sus manuscritos y "compaginó y prologó una plaqueta con dos poemas de Higinio -'El Balneario' y 'Regiones'"-. Ambos poemas, el primero de ellos notable y el segundo inconcluso, pueden leerse en esta compilación. Pero ese vector indica, también, la deliberada confusión genérica de la literatura de Saer, donde la poesía estalla.
Llamar El arte de narrar a un libro de poemas era menos una ironía que una asumida poética de lo imaginario. Mientras que un lugar común indica que narrar es contar una historia, para Saer, la narración consiste en "hacer cantar lo material -o sea el material". Pero todo canto es ritmo y ritmo es poesía. Al hablar de lo material no indica la materia sino "cualquier objeto o presencia del mundo, físico o no, desembarazado de signo" (El concepto de ficción, 1997). Otra vez la poesía significaba el hundimiento en la naturaleza. Pero este canto del mundo no es una mera atestiguación de lo dado, sino una invención que, en la medida en que es imaginaria, no elimina el mundo sino que establece con éste una relación recíproca.
Narrar "no consiste en copiar lo real" sino en brindarle una "coherencia nueva" en la determinación de la forma literaria. Eso mismo que, según Saer, realizaba Juan L. Ortiz: al otorgar al mundo una nueva evidencia en su poesía, "lo redime y lo regenera". Así entonces se constata y a la vez se crea la objetividad del mundo, mediante un canto de lo material, que consiste en la creación de sentido, propio de un acto de narrar entendido como un acto esencialmente poético. Por eso mismo, como enfatizaba Hugo Gola, la división genérica entre narrar y poetizar para Saer carecería por completo de relevancia.
La poesía de Juan José Saer sugiere que toda su literatura es poética o que en el centro de su relato se halla a menudo la vibración del poema, tanto como el poema narra el verbo del ser que acaece. Un breve poema de 1970, del cual hay tres versiones con ligeras variantes, así lo atestigua. Uno de sus títulos es "Viaje a través del mundo" pero luego, dactilografiado prolijamente, lleva otro título, ejemplar: "Saga de Saer". Dice:
Mi silencio está hecho
de un rumor
que linda con el grito
mientras contemplo
fuera del mundo conocido
la nieve lila cintilar.
de un rumor
que linda con el grito
mientras contemplo
fuera del mundo conocido
la nieve lila cintilar.
Así puede leerse su literatura: la saga personal, la íntima épica del que espera el ritmo y la palabra "ilegible o inmortal", del que oye el canto material del mundo antes mudo, única patria, en algún verso perfecto que inscribe el hombre precario: la nieve lila cintilar..
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