Cuántas veces aceptamos, resignadas o sin percatarnos, que las protagonistas de las narrativas con las que crecimos tenían facciones, cabellos y teces que jamás eran las nuestras.
La pintora Bianca Batlle Nguema, en su taller de Barcelona. / Foto: Lorenzo Duaso
A Yinka Graves, inglesa y negra, todavía le cuesta decir que es bailaora de flamenco, aunque viva de ello y en el escenario arranque aplausos a mansalva.
Comparte espectáculo y sentimiento en Clay con Asha Thomas, una afroestadounidense que dice que la primera vez que vio a mujeres gitanas sobre un tablao le recordaron a sus tías, como si el flamenco y ellas fueran viejas conocidas.
Hay quien se empeña en decir que lo que Yinka hace es fusión por su aspecto; sin embargo, ella insiste en que, cuando baila, afloran los matices africanos intrínsecos a la propia danza.
En el documental Gurumbé. Canciones de tu memoria negra, que explora la raíz africana de uno de los elementos que más se identifica con la cultura española en el extranjero, el flamenco, aparece ella bailando desde las entrañas y en un ejercicio de reconocimiento histórico que hace justicia, recordando que las personas negras no llegaron ayer a la Península Ibérica.
Convivir, está visto, no implica estar al mismo nivel. Convivimos porque compartimos espacios, algunas experiencias, expectativas y, puede que, ciertas frustraciones y miedos. Sin embargo, da la sensación de que “novivimos”, porque nuestras historias parecen no rebasar la infranqueable frontera de nuestros espacios privados. Ni nuestros rostros ni nuestras pieles. Y cuántas veces lo aceptamos, resignadas o no percatadas de que lea protagonistas de las narrativas con las que crecimos tenían facciones, cabellos y teces que jamás eran las nuestras.
Empatizamos con aquella parte del mundo no coincidente no porque quisiéramos, sino porque en el universo que nos mostraban, el que creíamos que era el único, con la excepción del ámbito doméstico, todes eran así. Nuestra propia imaginación nos excluía porque ella también se ha construido desde una ausencia tan flagrante como dolorosa y, cuando creábamos, en nuestra cabeza sólo recordábamos en blanco.
Pero llega un momento en el que el yo que toma conciencia se reconoce en un nosotres que creyó que no existía o, peor, que pensó que era algo malo. Es entonces cuando se abre paso a codazos, para romper las barreras del endorracismo autoprejuicios que le asfixian y logra salir. Cuando está fuera, las cosas no son fáciles, siente vergüenza, ya que a su “novivencia” desnuda le da la luz. Y también le da pánico hablar puesto a que, hasta ahora, sólo ha mantenido soliloquios.
Yinka Graves bailando en Londres. / Foto: Camila Greenweel
Silvia Albert Sopale es una actriz española, de padre nigeriano y madre ecuatoguineana, que mató el miedo cuando parió a una niña catalana. Tardó mucho tiempo en lanzarse de lleno al mundo de la interpretación y eso aun cuando empezó a hacer teatro con sólo seis años y a escribir obras hace más de diez. Su embarazo le llevó a pensar en los referentes que le daría a su hija y, al caer en la cuenta de que casi todos eran africanos o afroamericanos y ninguno afroespañol o afrocatalán, decidió investigar. Fue así como nació
No es país para negras, una obra en la que escogió la vida de unas cuantas para universalizar la historia de muchas mujeres negras que han nacido o que viven en España y son hipersexualizadas, cuestionadas, burladas o menospreciadas. También ha formado una compañía teatral junto a las actrices afro Kely Lua y Maisa Park llamada No somos Woopi Goodberg, nombre que escogieron por lo recurrente que es que a algunas nos digan que nos parecemos a ella (o a Laura Winslow, o a Rudy Huxtable… varía según el rango de edad). En sus trabajos, aportan la mirada afrodescendiente y de género a todos sus montajes.
Desde la provincia de Barcelona, Bianca Batlle Nguema pinta, crece y se permite ser. Ahora sí. Durante mucho tiempo no fue consciente de su negritud; o sí, pero no se identificaba con ella. Al aceptarse, conectarse con su naturaleza y retratar a sus ancestras y coetáneas, su obra dio un salto. Ahora, en cada cara, cada piel y cada ojo que pinta, se va encontrando y se comunica con quien mira sus cuadros: les habla de fuerza, de profundidad; y a sí misma se cuenta que ama su diferencia por ser su esencia y la base de su creación.
Astrid Jones, madrileña y ecuatoguineana, tiene la voz suave, hermosa, tierna, pero cuando canta o interpreta, también es denuncia y fuerza. En
Un trozo invisible de este mundo, obra de teatro escrita por Juan Diego Botto y dirigida por Sergio Peris Mencheta, dedica uno de sus temas a
Samba Martine, una mujer fallecida, al poco de ser trasladada al hospital desde el
Centro de Internamiento de Extranjeros (el CIE es la cárcel para personas que migran) de Aluche donde estaba recluida, por no haber tenido una atención médica adecuada. Y decidió incluirla, también, en el disco de Astrid Jones & The Blue Flaps,
Stand Up, para que el final de la obra, la canción y su mensaje continuaran. Astrid no se calla. Forma parte de The Black View y colabora con Limbo, asociaciones de actores y actrices que nacieron con la intención de deshacer los estereotipos referidos a las personas leídas como negras a la hora de construir personajes. Por eso ella, desde la responsabilidad, retrata a las nuestras con respeto, cariño y, sobre todo, dignidad.
Kelly Lua, de la compañía de Whoppy Goldberg
Leer, ver y tocar, según qué obras, es como recuperar el cuerpo y el derecho a leerse, verse y tocarse; es convertir las “novivencias” en verdades tangibles que tienen posibilidad de ser porque, aunque no les dejaran espacio, siempre estuvieron; es entrar a formar parte de ese nosotres que no creíamos perdido, puesto que, directamente, pensamos que no existía; es fundirse en un gran abrazo. Y resulta reconfortante, liberador y revolucionario —sí, revolucionario, tener espejos y poder agarrarse a algo que para gran parte de la sociedad ha sido la normalidad. Pero también es un acto de atrevimiento convertir las periferias (de manera figurada y literal) en centro: primero porque nos han hecho pensar que no son importantes, pero también por todas sus connotaciones de clase, de estética, hasta de instrucción, exotismo exógeno y peligrosidad. Y desde ahí, ellas, mis hermanas, hablan y pintan y bailan y cantan.
Hay pocos papeles para personas negras; sin embargo, Astrid elige aquellos que le permiten contar y visibilizar ciertas realidades, como ya hizo en Tratos, obra de Ernesto Caballero interpretada en el Centro Dramático Nacional que también se desarrolla en un CIE. Prefiere decir no a lo de siempre, porque le da más miedo continuar dando vida a seres planos que nacen y viven sin despeinarse ni crecer, que quedarse sin trabajo. “A veces —comenta—, también se debe hacer el esfuerzo de hablar con les directores o guionistes y bajarles a la calle con el fin de que descubran la verdad”.
Nina Simone, Miriam Makeba o Jill Scott son referentes para ella, por vozarrón y porque sus temas fueron o son militancia antirracista o feminista pura. Dice que se trata de una cuestión de voluntad, de conciencia y de compromiso, que brotan espontáneos “cuando una, como artista, ha vivido ciertas realidades o empatizado con ellas”. Señala que puede contar desde la emoción, más allá de las palabras y establecer, así, una conexión especial con el público; de ahí, que opine que “la propia naturaleza del arte es activista en sí misma debido a que busca siempre transformar al otro y ayudarle a conocerse, a conocer y a reconocer a otres”.
Pese a que no es su enfoque, Bianca cree también que a través del arte se puede hacer activismo “y eso que, como hemos visto en Arco, siempre existe la censura”. Cuando comenzó (o recomenzó, ya que sus inicios se sitúan en las vampiresas que dibujaba en su niñez, en los años 80), pintaba mujeres negras porque, tras un ejercicio de introspección, de entender el sentido que tenían para ella su género y su raza, la dermis le rebosó los pensamientos y llegó a sus lienzos. Por otro lado, afirma que, desde un punto de vista más técnico, “le pone” la interpretación del color en sus (nuestras) pieles. Ahora, continúa representándolas/nos de manera figurativa y visceral y, desde que abrió su cuenta en Instagram, le llegan halagos de todo el mundo, cosa que le ha permitido saltar del hobby a la profesión. Todo lo anterior le ha hecho caer en la cuenta de que en sus cuadros hay algo más profundo de lo que ella misma entiende. Y yo te confieso, Bianca, que lo que sucede es que “sívivimos” en ellos.
A Silvia no le vale con actuar: tras No es país para Negras, organiza un coloquio con el público que le sirve para escuchar comentarios y dudas frescas. Justo ahí, observa que el teatro no sólo entretiene, sino que es una herramienta de posicionamiento, reflexión e, incluso, transformación. Distingue tres tipos de respuesta a su obra: la primera, la de los espectadores que afirman que, en efecto, éste no es un país para negras porque o bien reconocen la discriminación motivada por el color de la piel o bien consideran que aquí siempre ha habido, únicamente, personas blancas, obviando su mestizaje e historia. La segunda, la de quienes piensan que les están lanzando de forma agresiva una pila de quejas contra un poder blanco que no reconocen detentar. Y la tercera es la de aquelles que creen que se trata de un espectáculo victimista, que pretende generar la conmiseración del auditorio.
Y de entre todas ellas, rescata una bella: “Hace algún tiempo, vino una familia a ver el espectáculo, uno de los niños tenía once años. Al ir a la escuela el lunes posterior a ver la pieza, pintó en clase a una niña negra. Cuando su madre le preguntó que por qué la había dibujado así, él respondió que por qué no iba a hacerlo. Ese niño amplió su mirada y, con que a una persona le sirva lo que hago, ya me siento satisfecha”.
Yinka habla de la libertad de expresión como un elemento necesario en cualquier proceso creativo. Entiende que ésta cuando existe, los tópicos y las construcciones grotescas de la otredad, no encuentran lugar. A partir de ahí, desmontar estereotipos parece posible y piensa continuar haciéndolo mucho tiempo, ya que su futuro más próximo está plagado de proyectos con la diáspora africana, las polémicas en torno a su cuerpo y la enseñanza del flamenco para que encontremos un espacio en el cual amarnos. Y bailar, por supuesto, en un tablao durante mucho tiempo.
No es lo mismo crear siendo mujeres negras, que hacerlo y serlo sabiendo el lugar que ocupamos, el que nos dejaron, el que merecemos y por el que luchamos. Gracias, hermanas, por hacerlo.