Libros de Guillermo Fadanelli
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En busca de un lugar habitable
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Dios siempre se equivoca (aforismos)
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Ciudad de México, 22 de agosto (SinEmbargo).- ¿Hacia dónde camina Esteban Arévalo, quien vaga por el barrio de Tacubaya y de quien se sospecha que ha cometido varios asesinatos? El hombre mal vestido es un marginal por derecho propio, un pesimista que asegura que no es posible comunicarse con los demás. Un observador desapegado, de comportamiento extraño, impredecible, fuera de orden.
El crimen, el azar, el barrio de Tacubaya y algunos de sus vecinos más atípicos poblarán la mente de Blaise Rodríguez, quien ansía develar lo que sucede en la mente de Esteban e intentará narrar en estas páginas la historia de una perturbación, el recuento de un hombre cuyos pensamientos parecen ir en contra de cualquier convención humana.
En ésta obra, la mente de un atribulado se extiende como una zona oscura que recorrerá las certezas más sólidas del lector. Guillermo Fadanelli hace de su nueva obra una aventura narrativa mucho más ensayística y reflexiva.
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de El hombre mal vestido, del escritor mexicano Guillermo Fadanelli, quien ha elaborado novela, cuento, crónica y ensayo, además de impulsar varios proyectos de literatura y arte. Cortesía otorgada bajo el permiso de Almadía.
¿Quieres destruir a un niño? Dale un poco de autoridad y entonces comenzará a desvariar y a perder el rumbo antes de tiempo. Se tornará antipático y comenzará a roer los huesos de sus compañeros de escuela y demás amigos sin necesidad alguna, morderá rodillas, jalará testículos, ladrará sólo para escuchar sus propios ladridos. Empezará a conocer lo sabrosa que es la carne humana cuando se mastica lentamente.
El disparate de querer convertirse alguna vez en policía se disipó cuando Esteban dejó atrás los quince años, los suéteres pulcros, el cabello perfumado y se adentró en los terrenos de su primera juventud. Así fue; Esteban creció como un árbol precoz; los músculos y la electricidad de su cerebro comenzaron a funcionar de manera diferente y la experiencia le dijo entonces que los policías, sus antiguos héroes, formaban, también, parte del copioso ejército de la maldad, de la penuria y rapiña que ha acosado a la mayoría de los seres humanos a lo largo de la historia. Le dolió percatarse de ello, recapacitar y abandonar sus sueños de niño. La utopía del uniforme marcial quedaba atrás.
¿Hacia qué derrotero y desde cuándo se habían marchado los héroes? ¿Acaso se habían hundido en el eterno retrete nietzscheano del que jamás volverían a emerger? Pinches héroes de pacotilla, pelmazos, palurdos, renacuajos, traidores. La juventud, esa época de perturbación animal y entusiasmo sin gracia, había llevado a Esteban no a una ficción en donde él protegía a sus semejantes; en cambio, lo había trasladado a una realidad de documental ralo, triste, agresiva, franca y sin más aventura que la realidad misma: la cosa en sí, oscura y sin movimiento, atemporal y sin alma.
Carecía ya de sentido aspirar a convertirse en un Sherlock Holmes o siquiera en el modesto y sagaz Easy Rawlins, a quien después de un profundo viaje de morfina le gustaba exclamar: “Me siento como si tuviera un gorila dentro de la boca”. Y es que todos los seres sensibles, incluido yo, Blaise Rodríguez –encargado de narrar la historia de Esteban Arévalo– sospechamos que el movimiento culminará tarde o temprano en un agujero negro. Todo camino va derechito para allá, Esteban, yo, las patas de perro, los desencantados, Berlin Alexanderplatz, los miserables, los hermosos y malditos. No hay escapatoria.
Y en el remoto caso de haber cumplido sus sueños infantiles de ser un heroico policía, ¿qué habría hecho Esteban, el superfluo aspirante mexicano a gendarme, cuando encontrara a los supuestos mafiosos y causantes del daño infligido a las buenas personas? ¿Ante quién habría de denunciarlos? ¿Los conduciría atados y cabizbajos frente a Sancho Panza en su ínsula Barataria, para que el gordo chamagoso les dictara sentencia? Hacer algo así, por absurdo que fuera, resultaría menos estúpido y estrafalario que conducirlos ante la presencia de un esmirriado ministerio público mexicano que apenas si sabía leer y que no podría reconocer en el rostro desamparado de Esteban ni siquiera las tristes ojeras de Franz Kafka. ¿Qué cosa hay más triste que las ojeras de Kafka? ¿Alguien lo sabe? Tal vez los cachetes y la trompa roja de Donald Trump podrían ser tan tristes, o más bien pa-té-ti-cos, pero esa grotesca caricatura es pasajera y en unos pocos años se olvidará cuando algo aún más letal ocupe la presidencia de los Estados Unidos. Los presidentes de Estados Unidos… qué runfla de locos y payasos.
Un día cualquiera de su juventud, Esteban Arévalo se enfrentó a una evidencia fulminante: la violencia o desgracia criminal no tenía por qué ser investigada o descubierta por ninguna clase de inteligencia detectivesca. ¡No había que hallar la maldad oculta en el coño de un sapo, en una calle oscura de Ecatepec o en una cueva en Tepito! La maldad y la agresión en México se presentaban por sí solas a la puerta, descaradas y desdentadas, risueñas, divertidas, y le pateaban el culo directamente a las víctimas, sin necesidad de intermediarios ni demás pesquisas;
¿cuántos goles de campo había anotado la muerte y el crimen utilizando como ovoide las nalgas de esas víctimas? Miles, millones… una miríada de goles de campo que los funcionarios de la justicia daban por buenos. ¡Anotación, hijos de la chingada! ¡Anotación! ¡Jódanse!
De un acto así de rotundo y cínico no podía filmarse una serie de televisión cuya trama fuera interesante al menos. La violencia no requería de maquillaje ni de presentarse a casting o hacer pasarela; más bien se transformaba al instante en una patada franca y austera que sólo un cadáver sería incapaz de reconocer. La violencia se parecería siempre más a una piedra que a un ave.
Poco tiempo después de cumplir los veinte años, cuando el pesimismo asomaba por primera vez en el rostro y las pupilas de Esteban, su temperamento se modificó diametralmente, sus lecturas de toda clase y calidad aumentaron; ¡quería enterarse! ¡Sumarse al conocimiento del todo! ¡Amansarse! Entonces leyó a Bohumil Hrabal y a Václav Havel, a Joseph Roth y a Saul Bellow. ¡La papa sensible se cultivaba azuzado por el deseo imperativo de su padre, ¡el poderoso arquitecto de la Fundación Mier y Pesado! Pero el tiempo hizo lo suyo y años después, cuando sus cejas se arquearon y sus labios se recostaron amargos en una línea horizontal, Esteban contrajo también la enfermedad romántica y se aficionó al hecho de dar su futuro por cancelado, triturado, fuera de lugar y desviado de toda dirección precisa o premeditada; es decir, un futuro totalmente abierto que ni siquiera tenía la posibilidad de entregarse a la sabia inmovilidad: cualquier vendaval o soplido lo movería en una dirección inesperada y absolutamente nefasta.
¿Qué hay tan cerrado como lo totalmente abierto? ¿Qué puede hacer un hombre como él cuando ha perdido los puntos de referencia a la hora de ordenar o comprender el sentido de su movimiento? ¿O en qué momento comienza a perturbarlo la impresión de que tales puntos de referencia se mueven enloquecidamente y que sólo pueden comprenderse como una revuelta de asteroides pasajeros y extraviados? Peldaños de una escalera donde es imposible saber si uno está ascendiendo o descendiendo.
Pura perturbación, carajo. Sopa de perturbación. Caldo de perturbación. Se mueve la mesa, las estrellas, las piernas femeninas, y uno se mueve también con ellas. Todavía años después, a sus veinticinco, pálido y envuelto en una piel delgada y correosa, Esteban no conocía las teorías del obispo Berkeley, ni la Declaración de Copenhague respecto a la relatividad de todo conocimiento, y ni siquiera había escrutado a profundidad la famosa teoría de Einstein que imponía el relativismo en los territorios de la santa, petulante, mamona y divina ciencia física. Él intentaba mantenerse aparte del pensar científico profundo que, por lo regular, se halla siempre encaminado hacia un fin que no tiene fin.
Esteban era algo cabizbajo –husmeaba, quizás, en el terreno donde culminaría su futuro– y no solía mirar al cielo, aunque lo deseara. ¿Mirar al cielo en la Ciudad de México? Acaso si fuera atropellado y agonizara bocarriba en el pavimento. Su cabeza gacha lo aproximaba más a un gusano desbalagado que a un ave migratoria. ¿Qué le importaba a él ser un gusano que avanzaba sin rumbo certero?
A partir de la miscelánea y la retacería filosófica que había aprendido en la secundaria y preparatoria del Colegio Williams, en la colonia Mixcoac, podía tejer cierto tipo de concepción personal acerca de la ambigüedad de la realidad objetiva; es decir –apunto yo, Blaise Rodríguez– Esteban sospechaba que las cosas que lo rodeaban no eran tal como las veía, sino una mera invención humana. Las cosas del mundo llevaban un nombre y una apariencia encima: escritorio, manzana, níspero, zapatilla, pero el nombre las dotaba de una realidad a medias: las piedras podrían ser un soplido y las montañas un parpadeo de hipopótamos, los hipopótamos el sueño de un japonés, o el japonés podía ser simplemente… la nada.
¡La locura del relativismo! ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¿Qué condujo a Esteban a asesinar individuos inocentes –en caso de haberlo hecho– siendo ya casi un hombre de cincuenta años? ¿Se ejercitó para ello? ¿Fue algo minuciosamente planeado? ¿Sus breves y fugaces encuentros en la cantina La Importadora, sobre la avenida Benjamín Franklin, con el señor Orlando Malacara? Nadie es capaz de saberlo porque tampoco nadie puede probar que él cometió tales crímenes.
En México, digo yo, Blaise Rodríguez, se asesina porque es posible hacerlo y cualquiera luego de comer unas albóndigas en chipotle o una torta de tamal y un champurrado, una hamburguesa o unos tacos al pastor pudo haber salido a la calle y tomado la decisión de aniquilar a un bípedo sin plumas, a una araña sin patas… a un arácnido beckettiano. En el año 2018 el número de asesinatos en México había ascendido más que cualquier año de las dos décadas pasadas. Las cifras oficiales lo ratificaban pese a ser estas parciales e hipócritas. ¿Y esta atrocidad le daba a Esteban la justificación y la oportunidad de matar? No, la historia que relato se dirige en otra dirección.
Yo, Blaise Rodríguez, quiero saber qué clase de individuo fue Esteban Arévalo. Deseo fervientemente meterlo en una vitrina o en una jaula y observarlo con detenimiento, dicho con mucho respeto, pues Esteban y yo tramamos una especie de amistad que todavía conservo y valoro como es debido, puesto que, en nuestros días, y hay que aceptarlo, existe muy poca gente interesante.
Siento mucho, yo, Blaise Rodríguez, ser el portador de algunos arrebatos intelectuales. No estoy a la altura de la simplicidad de Esteban, pero comprendan, se los ruego, que mis pesquisas son una manera de saber si Esteban era o no lo que yo he pensado. Si Albert Einstein había construido con ladrillos la teoría de la relatividad se debía a que sus ideas podían ser imaginadas o vislumbradas hasta por un niño; el resto significa sólo trabajo y esfuerzo inferencial: gallinas preñadas, huevos y luego más huevos, llevar a cabo lo que ya existe en potencia, lo que necesariamente tiene que ser pensado porque ya se encuentra allí para ser pensado; como la mujer misteriosa que nos espera en aquella esquina desde hace una eternidad y tarde o temprano acariciaremos sus medias negras o esmeralda, lameremos sus pantaletas, besaremos sus senos, morderemos sus rodillas y nos hincaremos a sus pies para que nos muela a golpes de aguja o bota.
Los niños tienen un camino que recorrer a como dé lugar y tal camino se halla de antemano trazado: en ese camino hallarán sus juguetes y a sus suripantas; la gramática y la ortografía; los trenes y el dinero. Y más adelante esos mismos niños, en algún momento, si sucede, dejarán de leer letreros y habrán de detenerse y quedarse mudos frente a la sorpresa de estar vivos. Al menos así creo que le sucedió a Esteban y me sucederá a mí. ¿Leer tal cantidad de letreros ha causado la atrofia de los seres humanos o los ha liberado de sus pesares? No lo sé. A donde voltees te encuentras con una frase o un signo, con labios habladores y heridas que supuran sustancias vivas.
Pero, además de que el hombre y los letreros se desarrollaron al mismo tiempo no hay que cultivar la desconfianza hacia Esteban Arévalo; les ruego que me crean: ÉL ES UN BUEN HOMBRE. UN POBRE DESGRACIADO QUE PREFERIRÍA NO HABER NACIDO. Y si para convencerlos y convencerme tengo que extenderme de más en este relato, repetirme al grado de parecer un merolico insoportable, no me importa, puesto que yo juego en este momento el papel de un modesto intermediario. No me acusen de su indigestión; yo sólo les vendí los mariscos.
¿En caso de ser ciertos los rumores sobre sus violentos crímenes, qué fue lo que convirtió a Esteban en un asesino? Extraer los ojos de alguien o clavar facas en el pecho no son actos que realice un hombre culto y distante de la humanidad. Algo no está funcionando bien aquí. Algo que está sucediendo no sucede. Las arañas toman el sol en bikini, las cobijas, apenas cubren un cuerpo, se deshilachan como tallarines, los testículos toman la forma de un cubo de hielo a medio derretir.
Durante su juventud madura, hacia los treinta años, el nihilismo, o los pesimismos filosóficos, le fueron inofensivos a Esteban, no añadían ningún conocimiento novedoso a lo que él mismo ya intuía y no le impresionaban gran cosa las exclamaciones trascendentales o las grandes negaciones ontológicas: se articulan y escupen teorías al mismo ritmo que se patea un balón en un partido de futbol. Los humanos somos escupeteorías natos, aunque algunas de estas teorías sean más relevantes que otras. ¿Quién es capaz de imaginarse un balón inmóvil en medio de una multitud de seres pateadores? Aunque los seres humanos saben que en algún momento morirán, toman decisiones distintas ante la inminencia de que un día serán materia inerte: uno lee a Nikolái Gógol, otro se pone la camiseta de Messi, y quizás habrá alguno que hará ambas cosas.
De modo que Esteban no tenía por qué ser diferente: los jóvenes veinteañeros patean y escupen, cogen, cantan o aprenden a boxear; ¡algo tienen que hacer una vez que los han tirado en el campo de juego! Lo que sí podía afirmar Esteban es que la fuerza electromagnética y lanzar a un ser humano por una ventana parecían ser hechos un tanto diferentes a ojos de la gente y que el segundo hecho, lanzar a un idiota por la ventana, podía trastornarse en un acto tan delicado o lúgubre que enloquecería a cualquiera que amara a la víctima, al arrojado.
¿Y si no amaras a la víctima? ¿Te importaría que lo desollaran o ver su cabeza destrozarse contra una acera? Él no lo sabía, pese a que desde su habitación aún resultaba posible escuchar los ecos de los antiguos lamentos de los mártires de Tacubaya fusilados y asesinados por el general Leonardo Márquez, el Tigre de Tacubaya, en 1859. Desde su habitación en la calle General Juan Cano, Esteban podía imaginarse, oler, ver los orines empapando el pantalón de los valientes, el fétido y estridente aroma a pólvora de los oficiales liberales muertos en el entonces lujoso pueblo de Tacubaya, su barrio y cárcel desde que renunciara a ser alguien y a continuar en el negocio inmobiliario de su padre.
Escuchaba las órdenes del General Márquez, servidor implacable de Miramón y Maximiliano, de pasar por las armas a quien ante sus ojos pareciera ser un individuo liberal: desde estudiantes de medicina hasta generales como Santos Degollado: todos muertos bajo las garras del tigre. Cuánta sangre chorreó en Tacubaya; allí donde el Tarántula tiene ahora sus dominios y se vanagloria de ser pudiente.
A Esteban el comercio no dejaba de parecerle una actividad depravada, las leyes un negocio de bandidos; ¿y la ciencia física?… Pues la física la conocía a través del sufrimiento y el cansancio, justo cuando los huesos comienzan a pesar y la tierra te jala de los talones y quiere hundirte y llevarte una vez más al cómodo cajón ventral.
La física y su insoportable necesidad de medir las cosas, ¿a quién puede interesarle algo así? No a Esteban. El sufrimiento es una clase de asunto muy diferente. Y de lo que estaba seguro este hombre era que no podría relacionar un teorema o un algoritmo con el sufrimiento. Las papas y los abrigos guardaban una relación intima con el sufrimiento; lo mismo que los cuchillos o el frío, pero ¿los algoritmos?
Qué liberación incomparable para él no tener que explicar científicamente nada, sino sólo sufrir los hechos, ensuciarse, berrear, tirarse a las ruedas del tráiler, esperar el turno de caer en la barraca o comer pescado crudo, hacer a un lado los cubiertos, despojarse de la elegancia del moribundo, y sólo mirar.
Como he explicado en algún párrafo anterior todos estos comentarios no los profirió exactamente así Esteban (nunca grabé su voz), ni las anteriores son exactamente sus palabras, sino las mías, las de Blaise Rodríguez, que me esfuerzo en interpretar su pensamiento y acciones. ¿Lograré describir con fidelidad a otra persona? ¿Es eso posible? ¿O sólo estoy mirándome ante el espejo? ¿Por qué elegí, yo Blaise Rodríguez, a un don nadie como el señor Esteban Arévalo para vomitar mis teorías? Ya lo veremos.