viernes, 13 de enero de 2017

Pobre, el virus de los otoños

Daiana Henderson


Voy tranquila
por el camino de tierra
y al algarrobo le agarró
una enfermedad terminal.
Pobre, el virus de los otoños.
Lo acaricio con la mirada
y sigo.

Voy tranquila y el suelo sabe
hacer lo suyo: suuube para que llegue
a ver los tonos de la siembra
y baaaja para estarme adentro
y no tener los ojos de siempre,
el plano en perspectiva
desde el ascensor de vidrio.
Ese almacén me recuerda
que yo pasé acá
varios veranos de mi infancia
y adolescencia jugando al metegol
con los chicos que me gustaban,
porque todavía no salíamos
y no había chat.
Me acuerdo haber estado muchos días
y sobre todo tardes
en que llegaba la noche
y no había miedo,
sólo ansiedad por la nueva luz
que era siempre igual
entre los árboles quietos
de Villa Urquiza.

Voy tranquila
a donde tengo que ir y no me acuerdo
y pienso que habrá partes de mí acá,
que capaz estoy pisando una huella mía
y no sepa,
o de la noche que fuimos a los cementerios
con linternas, tratando de adivinar el suelo
porque no había ni una luz.
La luna no daba abasto.
Probablemente en la ciudad más cercana,
un poeta la estaba consumiendo entera.
Yo no escribía todavia, o sí,
pero como una manera de decir
de otra manera.
Esa noche no llegamos a los cementerios
porque uno de los vecinos
que estaba loco, escuchó a los perros
y tiró un tiro. Quiero creer
que al aire.
Para los chicos de Villa Urquiza
no era nada de otro mundo,
por eso nosotras hicimos como que tampoco
y volvimos. Pero ahora

voy tranquila
es de día y el sol
está girando como una tapa,
despliega unos haces que llegan
hasta mí y me cargan como las naranjas.
Creo que soy feliz. Después 
sospecho que estoy soñando.
No importa.
Lo bueno es que entonces no estoy yendo
a ningún lado,
puedo seguir caminando sin rumbo.

Y voy
no sé si tranquila,
o triste,
o feliz.


Daiana Henderson (Paraná, Argentina, 1988)
Humedal
Ediciones Liliputienses, Isla de San Borondón, 2014

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