sábado, 26 de junio de 2010

Poder salir y abrazarte

Te mando flores


Rubén Fonseca



Te mando flores que recojo en el camino
Yo te las mando entre mis sueños
Porque no puedo hablar contigo
Y te mando besos en mis canciones
Y por las noches cuando duermo
Se juntan nuestros corazones.

Te vuelves a ir
Y si de noche hay luna llena
Si siento frío en la mañana
Tu recuerdo me calienta
Y tu sonrisa cuando despiertas
Mi niña linda yo te juro
Que cada día te veo más cerca.

Y entre mis sueños dormido
Trato yo de hablar contigo y sentirte cerca de mí
Quiero tenerte en mis brazos
Poder salir y abrazarte y nunca más dejarte ir.

Coro:
Quiero encontrarte en mis sueños
Que me levantes a besos
Ningún lugar está lejos para encontrarnos los dos
Déjame darte la mano
Para tenerte a mi lado
Mi niña yo te prometo que seré siempre tu amor
No te vayas por favor.

Te mando flores que recojo en el camino
Yo te las mando entre mis sueños
Porque no puedo hablar contigo
Y voy preparando diez mil palabras
Pa' convencerte que a mi lado
Todo será como soñamos.

Y entre mis sueños dormido
Trato yo de hablar contigo y sentirte cerca de mí
Quiero tenerte en mis brazos
Poder salir y abrazarte y nunca más dejarte ir.

(Coro)

Te mando flores pa' que adornes tu casa
Que las más rojas estén siempre a la entrada
Cada mañana que no les falte agua
Bien tempranito levantate a regarlas
A cada una puedes ponerle un nombre
Para que atiendan siempre tu llamada
Cosita linda puede ser la más gorda
La margarita que se llame Mariana .

Que me levantes a besos

"Ningún lugar está lejos para encontrarnos los dos."

Entre mis sueños porque no puedo

El arroyito

Vos, vos, vos, vos, vos...
"El corazón abre su albun en silencio"
Otra vez, otra vez, otra vez...

Yo solo quiero

Arroyito

Rubèn Fonseca



Amaneció, y me encontré con que emprendiste un largo viaje,
Mi corazón se te escapó del equipaje
Y se quedó fue pa’ llenarme de recuerdos

Amaneció, y el gallo viejo que cantaba en la ventana,
Hoy no cantó pues tú no abriste la mañana,
Y hasta el viento se devolvió porque no estaba

Eres el arroyito que baña mi cabaña,
Eres el negativo de la foto de mi alma,
Eres agua bendita que crece en mi cultivo,
Eres ese rayito que me calienta el nido

Atardeció, y el corazón abre su álbum en silencio,
Un acordeón le va imprimiendo los recuerdos
Y hace también una canción para que vuelvas
Letra de Arroyito - Fonseca - Sitio de letras.com
Atardeció, y ya se va la claridad de mi cabaña,
No tengo luz en los rincones de mi alma
Pues ya no tengo todo lo que llevas dentro

Eres el arroyito que baña mi cabaña,
Eres el negativo de la foto de mi alma,
Eres agua bendita que crece en mi cultivo,
Eres ese rayito que me calienta el nido

Yo sólo quiero ser el dueño de tu amor,
Yo sólo quiero ser el dueño de tu vida,
Para encontrarte y devolverte el corazón
Y me acompañes por el resto de mi vida

Eres el arroyito que baña mi cabaña,
Eres el negativo de la foto de mi alma,
Eres agua bendita que crece en mi cultivo,
Eres ese rayito que me calienta el nido.

Para Maru

Que nadie


Manuel Carrasco


Empezaron los problemas
se engancho a la pena
se aferro a la soledad
ya no mira las estrellas
mira sus ojeras
cansada de pelear.

Olvidandose de todo
busca algun modo
de encontrar su libertad
el cerrojo que le aprieta
le pone cadenas
y nunca descansa en paz
y tu dignidad se a quedado esperando a que vuelvas

Estribillo

Que nadie calle tu verdad
que nadie te ahogue el corazon
que nadie te haga mas llorar
hundiendote en silencio
que nadie te obligue a morir
cortando tu alas al volar
que vuelvan tus ganas de vivir

En el tunel del espanto
todo se hace largo
cuando se iluminara
amarrado a su destino
va sin ser testigo
de tu lento caminar

Tienen hambre sus latidos
pero son sumisos
y suenan a su compas
la alegria traicionera
le cierra la puerta
o se sienta en su sofa
y tu dignidad se a quedado esperando a que vuelva

Estribillo

Que nadie calle tu verdad
que nadie te ahogue el corazon
que nadie te haga mas llorar
mintiendote en silencio
que nadie te obligue a morir
cortando tus alas al volar
que vuelvan tus ganas de vivir

Que nadie calle tu verdad
que nadie te ahogue el corazon
que nadie te haga mas llorar
hundiendote en silencio
que nadie te obligue a morir
cortando tus alas al volar
que vuelvan tus ganas de vivir...

Que nadie te haga más llorar

viernes, 25 de junio de 2010

Eva Perón, de la poeta y narradora Libertad Demitrópulos

Casa de la Lectura
Lavalleja 924 –Villa Crespo
5197 5476
casadelalectura@gmail.com
Entrada libre y gratuita

Martes 29 de junio a las 19.30 hs.

Se presenta el libro Eva Perón, de la poeta y narradora Libertad Demitrópulos (Ediciones del Dock).

Sobre la autora habla su hija Moira Giannuzzi. Lucía Adúriz lee fragmentos del libro. Además: Cristina Banegas interpreta “Eva Perón en la hoguera”, de Leónidas Lamborghini y María Inés Aldaburu poemas sobre Evita de Néstor Perlongher, María Elena Walsh y un fragmento narrativo de Esa Mujer, de Rodolfo Walsh.

Se proyectarán videos.



Casa de la Lectura
Dirección General del Libro y Promoción de la Lectura
Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires

II Festival de Poesía en el Centro

II Festival de Poesía en el Centro

Del 7 al 14 de julio en el CCC (Av Corrientes 1543, CABA)

El Festival se propone reflexionar sobre la situación de la poesía argentina y latinoamericana en los comienzos del nuevo siglo, convocando a voces representativas de distintas tradiciones que se expresarán a través de su producción artística y teórica.



Apertura: miércoles 7 de julio

Lectura de Antonio Cisneros (Perú).

Presentación a cargo de Jorge Boccanera.

María Inés Aldaburu interpreta a Susana Thénon, Néstor Perlongher y los poetas del Siglo de Oro.

Sala Solidaridad [2º SS] 18:00 hs.



1ª jornada: jueves 8

Mesa de lectura: María Teresa Andruetto (Córdoba), Gerardo Curiá (San Pedro), Soledad Castresana (La Pampa). Alicia Genovese y María Malusardi.

Coordina: Inés Manzano.

De 18:00 a 20:00 hs.

Mesa de reflexión y debate: 200 años de antologías poéticas. Inclusión y exclusión. La política del canon. Jerarquización y arbitrariedad. De 20:00 a 22:00 hs.

Participan: Santiago Sylvester (Salta), Irene Gruss, Jorge Monteleone y Gabriela Franco. Coordina: Carlos J. Aldazábal.

Sala Jacobo Laks [3º Piso]



2ª jornada: viernes 9

Mesa de lectura: Silvia Castro (Río Negro), María del Carmen Colombo, Sandra Cornejo (La Plata), Eliana Drajer (Mendoza), Celia Fontán (Rosario). De 18:00 a 20:00 hs.

Coordina: Dolores Espeja.

Mesa de reflexión y debate: Los circuitos de la poesía. Ciclos de lectura, Internet, ediciones. Mercado y circulación alternativa. Oralidad y escritura. De 20:00 a 22:00 hs.

Participan: Alejandro Méndez, Miguel Balaguer, Sandro Barrella y Florencia Walfish. Coordina: Rodolfo Edwards.

Sala Jacobo Laks [3º Piso]



3ª jornada: lunes 12

Mesa de lectura: Ricardo Costa (Neuquén), Daniel Durand, Julieta Lerman, Pipo Lernoud, Claudia Masin (Chaco). Coordina: Dolores Espeja. De 18:00 a 20:00 hs.

Mesa de reflexión y debate. Poéticas hegemónicas, poéticas laterales. La relación entre poética y poesía, entre proyecto y producción. Las condiciones de la época en la producción de poesía. De 20:00 a 22:00 hs.

Participan: Américo Cristófalo, Romina Freschi, Enrique Foffani y Maximiliano Crespi (Bahía Blanca). Coordina: Vicente Muleiro.

Sala Jacobo Laks [3º Piso]



4ª jornada: martes 13

Mesa de lectura: Osvaldo Bossi, Alejandro Crotto, Juan Desiderio, Laura Yasán y María Julia Magistratti. Coordina: Inés Manzano. De 18:00 a 20:00 hs.

Mesa de reflexión y debate: Poesía y subjetividades. ¿Yo es otro? Máscara, vivencia, origen. Género y etnicidad en la construcción de la voz. De 20:00 a 22:00 hs

Participan: Andi Nachón, Paula Jiménez, Carlos Battilana, y Liliana Ancalao (Chubut). Coordina: Alicia Genovese.

Sala Jacobo Laks [3º Piso]



Cierre: miércoles 14

Lectura de Mario Trejo

Miguel Ángel Bustos, Juan Carlos Bustriazo Ortiz, poetas en la voz del Tata Cedrón.

Sala Solidaridad [2º SS] 19:00 hs.



Auspicia: Centro Cultural de España en Buenos Aires (CCEBA)

Organiza: Espacio Literario Juan L Ortiz - CCC

Av. Corrientes 1543, Buenos Aires l www.centrocultural.coop
Prensa: Cecilia Balaguer l Carolina Guevara l prensa@centrocultura.coop l 5077-8016

Las genealogías de Margo Glantz

:: El libro en la pizarra ::
Las genealogías de Margo Glantz
25-06-2010 | Margo Glantz, Prólogos

El prólogo de Margo Glantz a Las genealogías (Ed. Bajo la luna). Dice Esperanza López Parada en Babelia: «A la manera de un palimpsesto de la carne, de una autobiografía de los otros, Margo Glantz rastrea las huellas borradas de los que ya no están y restaura olvidos significativos para seguir el hilo de aquello que éramos antes de empezar a ser.»

Por Margo Glantz.

las genealogíasTodos, seamos nobles o no, tenemos nuestras genealogías. Yo desciendo del Génesis, no por soberbia sino por necesidad. Mis padres nacieron en una Ucrania judía, muy diferente a la de ahora y mucho más diferente aún del México en que nací, este México, Distrito Federal, donde tuve la suerte de ver la vida entre los gritos de los marchantes de La Merced, esos marchantes a quienes mi madre miraba asombrada, vestida totalmente de blanco.

A mí no puede acusárseme, como a Isaac Bábel, de preciosismo o de biblismo, pues a diferencia de él (y de mi padre) no estudié ni el hebreo ni la Biblia ni el Talmud (porque no nací en Rusia y porque no soy varón) y sin embargo muchas veces me confundo pensando como Jeremías y evitando como Jonás los gritos de la ballena. Como Juana de Arco oigo voces pero ni soy doncella ni quiero morir en la hoguera aunque me sienta atraída por ese colorido chillón (y bello) que Shklóvski le reprochaba a Bábel cuando aún no eran viejos y que ahora recuerda con nostalgia que sí lo es (Shklóvski, porque Bábel murió en un campo de concentración en Siberia el 14 de marzo de 1941).

Quizá lo que más me atraiga de mi pasado y de mi presente judío sea la conciencia de los colorines, de lo abigarrado, de lo grotesco, esa conciencia que hace de los judíos verdaderos gente menor con un sentido del humor mayor, por su crueldad simple, su desventurada ternura y hasta por su ocasional sinvergonzonería. Me atraen esas viejas fotografías de un abonero lituano, con su barba puntiaguda (propicia a las persecuciones) y su abrigo desmesurado, mirando desde la cámara con una sonrisa “borracha y rolliza”, mientras ofrece baratijas; al lado aparece, solemne pero desaliñado, el vendedor de ropas de muerto, chacal de los corrales, porque sabe olisquear la muerte próxima de quien habrá de venderle el traje. También me atraen esos niños de jeider (escuela judía) que van acompañando a un abuelo, el niño sin zapatos y el abuelo con la mirada gastada y la barba blanca, pero no les pertenezco, apenas desde una parte aletargada de mí misma, la que me toca de cercanía con mi padre, niñito campesino, benjamín de una familia de emigrantes, cuya hermana mayor, Rójl, desapareció de la casa desde chica, quizá en Besarabia (tal vez en otra parte, ¡qué importa a estas alturas!) y cuyos hermanos empezaron a emigrar hacia los Estados Unidos después de los pogromos de 1905.

Si veo a un zapatero de Varsovia o a un sastre de Wolonin, a un portador de agua o a un barquero del Dniéper, me parece que son hermanos de mi padre, aunque sus hermanos se volvieron prósperos comerciantes en Filadelfia y cambiaron el gorrito y la barba por las ropas de los grandes almacenes, probablemente Macy’s. Si veo a varios niños de Lublin que apenas alcanzan una mesa y se sientan, azorados, siempre con sus cachuchas, frente a unos viejos libros, mientras el melamed (profesor) les señala con un marcador los caracteres hebreos, me parece también que miro a mi padre terminando las labores del campo, con los zapatos enlodados (del otro lado sus hermanos llevan zapatos Andrew Geller), sin poder jugar porque ha de aprender los mandamientos, el Levítico, y el Talmud y las ordenanzas de esas fiestas y celebraciones que me son, muchas veces, ajenas.

No tengo una infancia religiosa. Mi madre no separaba los platos y las ollas, no hacía una tajante división entre los recipientes que podían albergar carne y aquellos que se llenaban con los productos de la leche. Mi madre nunca usó, como mi abuela, esa peluca que ocultaba su pelo porque sólo el marido puede ver el pelo de su mujer legítima, y eso que mi abuela Sheine fue la segunda mujer de mi abuelo (la primera murió, ¿de parto?, no se sabe, nadie lo recuerda) y su hija Rójl, la que emigró hacia el corazón inmenso de la Rusia Blanca, fue hija del primer matrimonio.

En cambio, conocí los bellos jales que se ofrecían en una panadería con letras hebreas orgullosas de una mercancía trenzada que se ha agregado a nuestros panes porque un tío mío las introdujo a esta ciudad antes que su ayudante, el señor Filler, las comercializara en los supermercados. Tampoco he visto llegar a mi madre a esa misma panadería (a cualquiera de la que tenían mis dos tíos) llevando su olla de tcholnt, guisado de tripas, carne, papas y frijoles, y guardarla en el horno el viernes antes de que anocheciera para que conservase el calor, el sábado a mediodía, y comer caliente la comida principal sin faltar al respeto al sabbath, pero sí recuerdo a mi tío Mendel rezar junto a la ventana con sus tales y su yamelke pero sin patillas, y moverse al son de sus oraciones como sacudido por la risa; o más bien era yo quien se sacude de risa en esa hora larga anterior a que pasemos a la mesa, igual que ahora se sacuden de la risa mis dos hijas, mientras alguna gente de la familia canta las oraciones anteriores a la Pascua o las que santifican el viernes…

Yo sí me he metido en los hornos. En la calle de Uruguay, siempre por esas calles de nombres lagunilleros y conosureños, como premonición, y nostalgia de las posibilidades múltiples que tuvimos de emigrar a tierras desconocidas. Mi tío Guidale nos permitía entrar en el horno tibio del sábado, de donde salían esas galletitas de alma de membrillo mordisqueadas eternamente, porque mi tío sabía que mis dientes eran tiernos como los de los ratones que regalan dinero a cambio de los dientes de los niños buenos. Esas galletitas solían alternarse con unas rosquillas muy bien trenzadas de chocolate, contrastaban por su dureza con la blanda consistencia de la jalea enmarcada por una pasta inolvidable. Siempre soñé con tener una panadería y despachar panes y cada vez que le entregara a un cliente su bolsa repleta de maravillas, comer, entre miradas de soslayo, algunas de las galletitas que se desplegaban en las vitrinas, cuidadosamente arregladas para deleitar a los clientes goim o judíos. Al lado está y sigue estando El Danubio, pero entonces no me gustaban los mariscos.

Mi madre cuenta para remachar este hilo la escena final de la muerte del hermano de mi papá, del tío Albert, quien en Filadelfia murió de cáncer dejando como único testamento un papel donde aseguraba que el cáncer no es hereditario.

Veo, también, desde lejos, con las venas y las vísceras alebrestadas, una imagen de mi tío Guidale llorando a su mujer, mi tía Jane, hermana de papá, tirada sobre el suelo, envuelta en una sábana muy delgada, muerta después de un cáncer muy largo, y su llanto y sus palabras son hermosas, como fueron también mis escapadas con un novio con el que andaba justo cuando estaba agonizante mi tía Mira, enferma de cáncer en el hígado, cadavérica y amarillenta como los judíos de cualquier campo de concentración, y a la que casi no fui a visitar antes de que se muriera porque prefería irme de pinta con el goi.

Yo tengo en mi casa algunas cosas judías, heredadas, un shofar, trompeta de cuerno de carnero, casi mítica, para anunciar con estridencia las murallas caídas, un candelabro de nueve velas que se utiliza cuando se conmemora otra caída de murallas durante la rebelión de los macabeos, que ya otro goi (como yo) cantara en México (José Emilio Pacheco). También tengo un candelabro antiguo, de Jerusalén, que mi madre me prestó y aquí se ha quedado, pero el candelabro aparece al lado de algunos santos populares, unas réplicas de ídolos prehispánicos (el que me las vendió dice que son auténticos, pero Luis Prieto los ve, se moja los dedos en saliva, los tienta y dice que no), unos retablos, unos exvotos, monstruos de Michoacán, entre los que se cuenta una pasión de Cristo con sus diablos. Por ellos, y porque pongo árbol de Navidad, me dice mi cuñado Abel que no parezco judía, porque los judíos les tienen, como nuestros primos hermanos los árabes, horror a las imágenes.

Y todo es mío y no lo es y parezco judía y no lo parezco y por eso escribo -éstas- mis genealogías.


Tomado del blog de Eterna cadencia.

sábado, 19 de junio de 2010

Teodora Taneva













Ay

Todavía no sé cómo se bloguea un suspiro.

La droga densa de la poesía

17 de agosto de 2007

Tomado de http://elseniordeabajo.blogspot.com/2007/08/la-condesa-sali-las-cinco.html

La marquesa salió a las cinco


por Pedro Mairal


Medio cansado de la narrativa (de escribirla, de leerla). Tanta acción, tanto reclamo de dinamismo, tanto fue, vino, volvió, subió, viajó, estaba cayendo… Todos esos verbos, todos esos movimientos que no dejan ninguna huella en el aire ni en el alma, esos conflictos y oponentes, esas intrigas y estafas, explicaciones, diálogos. A las tres sonó el teléfono. Atendió. Cine, trama, novela, cuento, guión.

Quiero leer lo que le pasa a la gente cuando para. Sin verbos. Lo que le pasa al personaje del hijo en el poema de Damián Ríos cuando ve a su padre borracho. Lo ve. Está parado frente a él en un descampado. Se da cuenta. O lo que le pasa a Cucurto cuando visita a su hermano en Quilmes después de la inundación y lo ve con un pescado en la mano. Copio acá abajo los dos poemas.

Hablo de quedarse mudo, mudo de acción, quedarse helado o quemado, fulminado por el rayo misterioso, un gigantesco signo de pregunta que te queda flotando sobre la cabeza como un halo de santo. Hablo de quedarse quieto, tratando de entender algo en medio del remolino de tu propia vida. El reflector del poema iluminando una sola cosa en la noche del mundo.
Me pongo grandilocuente y mis amigos narradores periodistas se codean. Pero para mí, y al menos por un tiempo (días? semanas?), basta de verbos y relleno literario, entró, preguntó, se sobresaltó, basta de transiciones, escenas necesarias para generar expectativa, climas, secuencias, sintaxis, párrafos, capítulos.

No escribo más cosas largas, no leo más cosas largas. No puedo pasar de la página 20. Necesito la droga dura, la droga densa de la poesía. La vida entera metida en un solo poema. Echás dos gotas de un gran poema en diez litros de agua narrativa y hacés un novelón inabordable. En mi novela El año del desierto me llevó 280 páginas borrar toda Buenos Aires; los buenos poetas, en cambio, lo hacen en un solo verso: “¿y si la ciudad fuese una gran pradera?” dice Cucurto; y Fabián Casas dice: “Hay toque de queda, pero no queda nada”.



La misma luz en todas partes
por Damián Ríos



Este es un poema dedicado:

Marina, Julia, Germán, Mariano.








Empecé otro
sobre bichitos de luz, aviones
y ruidos de gente sola que se conecta
a cualquier hora o
llama por teléfono y todo se mezcla
con el pedo de mi viejo un verano
a las tres de la tarde,
cuando no es mi viejo todavía,
es mi papá,
y falta un rato para que empiece a entender,
tengo los pies metidos en el barro.

O las luces de los aviones
o las de los bichitos de luz,
o las que se reflejan en las caras de los
que hacen fuerza con los dedos,
los codos, los hombros y teclean:
serán las tres?
Son las tres o las diez,
hay sol, en algunas partes soy el uno
que se ceba un mate en un pe hache
en planta baja, arriba duermen ellas,
se dan vuelta, me tropiezo con un zapato,
pateo una caja de pastillas,
está oscuro.



Ay, cómo me duele la nuca
de tanto mirar de los aviones las luces
de los bichitos que andan al ras del piso
y se apagan, allá está, no, está allá, está:
el movimiento
para agarrar un bichito
de luz debe ser armónico
y calculado,
inclinando apenas los hombros y pensando vas a ver
bichito, vas a ver.
Después, cerrar las manos como un cuenco para estudiarlo.
Si se prende es porque está asustado,
si se apaga es porque está buscando novia
y piensa que para buscar novia
hay que ser medio canuto.



Ay, esa rama de sauce que una tarde mete
y saca del agua mi viejo, hace calor,
sigue sentado con el agua hasta
las rodillas al lado del titi,
su mejor amigo, me acerco y los miro.

¿Están en pedo?
Sí, están en pedo.
Todos merecemos estar en pedo.
Todos merecemos estar en pedo.
Todos merecemos estar en pedo.



Ayyy, cómo me duele la nuca
de tanto mirar aviones, luces, no es verano,
es primavera y el cielo está más negro
que nunca las estrellas esplenden porque la luna
se ve entera exactamente al otro
lado del mundo, o no, donde un joven maestro
chino la mira brillar y piensa con desdén
en los que están de este lado,
tengo los pies en el barro frío
y de abajo brota un olor húmedo y verde,
quiero fumar para secarme la boca.



El piloto, el copiloto y la azafata
cruzan el cielo manejando
y ven apenas un manchoncito de luz
que viene a ser el pueblito dónde mamá me dice que
qué ando haciendo en el bajo a esta hora,
cazando bichitos enamorados, mami,
los tripulantes me miran desde la cabina
y soy esta sombra buscándole la vuelta a esto,
se me va de la cabeza,
mi viejo no deja de sorprenderse
mientras mete y saca la rama del agua,
le pone el ojo, digamos, y después
lo mira al titi que asiente y mi primo me codea
(están en pedo, dice)
y a mí me gustaría poder contar
ahora una historia, sólo para ser bueno,
sólo para salvarme,
que tiene a una chica apenas iluminada
por el resplandor de su pantalla
a las tres de la mañana,
el pelo negro. Le gustaría estar durmiendo
para responder al otro día: estoy bien.

En una casa que no es su casa,
se mueve, va a su cuarto de dormir sola,
¿hay una escalera?,
corre algunos libros y abajo la pantalla se
apaga, pac, automática.



Y mi viejo que vuelve
a sacar la rama del agua, está en cuero,
el titi tiene la camisa desabrochada
medio flameando, al contrario de
sus rulos, firmes, ¿se quedará pelado
en alguna parte de esto
que va, viene y no sabe
para donde agarrar?



El uno baja al chino a comprar
cigarrillos y con la primera pitada
se empieza a llenar toda su casa de luz,
es decir que los dientes, los pulmones, el corazón
del uno brillan en la oscuridad
y le hace señas de luces al piloto diciendo
ey, entregá la azafata que acá abajo,
nunca, dice el piloto, acá estamos iluminados
por las luces del tablero.



La chica de nuevo baja las escaleras
haciendo el ruido
de la noche. El ruido de la noche es
igual y distinto en todas partes:
es el ruido del teclado,
de las ranas, de las puertas,
del ventilador de la cpu,
de la respiración pesada de los que duermen bien,
de la liviana de los que duermen mal,
de los ojos bien abiertos de
los que no pueden dormir y
agarran un cigarrillo con la mano izquierda
y con la derecha el encendedor,
e inclinan apenas las cabezas
que ahora también resplandecen, débiles.

Buenos Aires es un panal
de bichitos en el horizonte.

Que lo parió, dice mi papá,
y me mira. Se apaga
el sol, la siesta entera queda
a oscuras, y sólo mi papá y yo,
iluminados, empezamos a explicarnos
con los pantalones arremangados,
y una rama en la mano
que entra y sale de lo oscuro
por la que sube un caminito de hormigas
que después de estar un rato
abajo del agua sin respirar, no se ahogan.
No se ahogan. No se mueren.
¡Es raro!

¿Entendés?





todos merecemos estar en pedo
todos el uno el miguel la guadalupe la chichita la cecilia la cecilia la cecilia la cecilia lupe eleonora el chichí el puto elías el todos taco julia gaby fernanda josé silvia ilona todos ilu uli merecemos marina todos merecemos germán mariano nico estar julia marianino juancito ariel en pedo todos merecemos papá estar todos merecemos estar mamá en pedo

Todos merecemos estar en pedo
Todos merecemos estar en pedo
Todos merecemos estar en pedo
estar en pedo
estar en pedo





La casa de Cacho

por Washington Cucurto


Junto a la casa de mi hermano Cacho, en Quilmes
-¡qué casa tan fea llena de chapas oxidadas!-
cuánto barro y perros se amontonan a su alrededor
dos paredes ennegrecidas por la lluvia y un montón de
chapas, fierros y ladrillos rotos.
Cachito tiene dos hijas, una rubia y otra negra.
Ahí está parado con un sábalo en la mano
que acaba de comprar en la Feria.
-¡Pilito vamos a comernos este sábalo a la parrilla!
Qué lejos está de mí Cachito, es como si hubiera vuelto a la infancia
y yo me hubiera quedado parado enfrente de su casa…
Mi hermano Cacho, vendedor en campitos de fútbol, mercados de verduras
y estaciones de micros… acá lo estoy mirando tal vez por última
vez, después de una nueva inundación, es como si el aire de los olmos
le hubiera soplado el pelo y lo hubiera levantado de su casa,
como a sus chapas.
Mi hermano Cacho volando por todos los rancheríos de Quilmes
como un Abdel Zalim o un Alí Babá de Domínico.
Fui a visitarlo después de la inundación con los muebles en el techo,
los gatos moqueando, los críos llorando, el barro en todas partes,
¡Roberto Carlos Vega!, querido, volvamos a nuestra infancia…
El barrio se convirtió en un delta sin islas, un delta de casitas de chapa
y latas de cervezas.
La ruta lejos… el asfalto un sueño imposible…
¡Esto es Florencio Varela hoy día, 2007, a doscientos años de la Revolución Tecnológica y a 50 años de la Revolución Cubana!
Y el Che, ¿por qué carajo se murió en medio de una selva sin monos?
Era lindísimo el Che. Y la Revolución Cubana, ¿qué hizo por nosotros?
Acá seguimos inundados a 200 años de algo y a 50 años de otro algo…
Como un jilguero, como una golondrina quilmeña mi hermano Cacho,
47 años bajo el sol y el agua.
Cachito… un corazón de oro
Cachito… se saca la camisa y te la da.
Cachito… enojado con Mostaza, le pide dos millones a Racing.
“-Mostaza, así se funden los clubes, se rompe el corazón del hincha.
Se muere el fútbol, ¡Mostaza!”
Acá estamos, Rev. Cubana, bajo la inundación más grande en Quilmes
como la nevada de Rawson en el 72,
el lugar común de las cartas, la nevada de Rawson. Hoy,
en Quilmes, la inundación.

La musa aspiradora

La literatura después de la pantalla


Texto presentado en el Salón del Libro de Belo Horizonte, 2001 (versión en portugués), y publicado en forma parcial en la revista El Amante Cine.


por Pedro Mairal


La Era Televisiva



Estamos viviendo -quién sabe hasta cuándo- dentro de la Era Televisiva. Cuando Colón pisó América en 1492, el mundo dejó de ser una tortuga sobre cuatro elefantes y pasó a tener forma de esfera. De la misma manera, cuando Neil Armstrong pisó la Luna en 1969, la tierra dejó de ser una esfera y pasó a ser un cubo, con forma de televisor. Millones de personas vieron por TV a los primeros astronautas caminar por la superficie lunar y en ese preciso instante comenzó todo este síndrome televisivo que hoy está en su momento de mayor expansión. La humanidad se quedó sentada en esa misma posición durante más de treinta años, y ahí sigue, desilusionada, con el control remoto en la mano y con la sensación de haberle encontrado el borde al universo.

Después de la llegada de la expedición de Colón a América, los europeos experimentaron cómo el universo que conocían se ampliaba hasta duplicarse; la civilización occidental había descubierto un Nuevo Mundo. Como todos sabemos, años después, desde ese Nuevo Mundo, los descendientes de aquellos europeos lanzaron la Apolo 11 hacia la Luna y descubrieron que no había nada allí, ningún otro mundo que pudiera llamarse nuevo, sólo una superficie muerta, inhabitable.

Indudablemente, la emisión televisada de la llegada del hombre a la Luna causó una depresión masiva que fue lenta pero implacable. A partir de ese momento se tuvo la sensación de que no había nada ya por descubrir en el universo. El desierto de cenizas de la Luna no parecía un lugar propicio para emigrar si el planeta llegaba a destruirse con una guerra nuclear. De todos modos podríamos decir que la llegada del hombre a la Luna no fue en vano porque provocó el descubrimiento de otro Nuevo Mundo: la TV. La realidad, la vieja realidad, la realidad tangible, termina en la Luna, ahí donde los astronautas le encontraron el borde al universo. Pero nuestro Nuevo Mundo empieza en la pantalla, desde ahí se amplía, se multiplica, se renueva constantemente nuestra realidad virtual.

La Generación Televisiva

Centrándome, ahora, en lo literario, podría plantear un par de preguntas: ¿cómo escribe una persona que tiene más horas vividas frente al televisor que frente a un libro? ¿Qué le hace la TV a los escritores? Voy a generalizar, a riesgo de equivocarme al convertir mis secuelas televisivas personales en aspectos compartidos por toda una generación.

Hasta el siglo XX el arte tomó sus imágenes y sus mitos del mundo agrario, de las estaciones y los ciclos naturales de nacimiento y muerte. Por ejemplo, el imaginario cósmico llegó hasta Neruda con toda su fuerza (“quiero hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos”). Los poetas y narradores acudían entonces a la naturaleza para realizar sus comparaciones y metáforas. Pero luego, con la llegada del Pop Art, el imaginario deja de ser cósmico y pasa a abrevar en la cultura de masas.

En algunos casos, la iconografía comienza a volverse televisiva. Por ejemplo, antes un autor podría haber hecho la siguiente comparación: el personaje tenía el pelo oscuro, un poco largo y enmarañado como las crines de un caballo negro y salvaje. El autor recurría a esa imagen de la naturaleza para crear una identificación en los lectores que sin duda habían visto de cerca un caballo alguna vez. Hoy en día, en cambio, un autor que haya pasado su infancia frente al televisor, podría decir que el personaje tiene el pelo oscuro, un poco largo y enmarañado como un héroe de dibujo animado japonés. Actualmente serán más los lectores que puedan identificarse con el dibujo animado que con el caballo. Es decir, se apela cada vez más al acervo de imágenes compartidas colectivamente en la experiencia televisiva y mediática, y cada vez menos al acervo de imágenes de la naturaleza. We are such stuff as TV is made on (Somos la materia de la que está hecha la televisión).

Por otro lado, todo escritor nacido después de 1960 vio y aprendió montaje de cine a lo largo de toda su experiencia de televidente. Eso, probablemente, haga que su narrativa sea distinta, tal vez más visual, más vertiginosa y ágil, por tener ya incorporada una velocidad, un modo de escribir en fragmentos, con una preponderancia de la acción. En cuanto a la poesía, suele encontrarse una estética de videoclip en los poemas, un surrealismo alienado, al estilo MTV, con una sucesión de imágenes oníricas que probablemente la poesía surrealista, simbolista y beat contagió a las letras de rock y que, a su vez, los rockeros trasladaron luego a sus videoclips.

Alguna vez la literatura influyó sobre el cine (pienso en escritores como Faulkner y Fitzgerald escribiendo guiones) y luego las películas influyeron sobre la TV. Ahora, para bien o para mal, la serpiente de los contadores de historias parece haberse mordido la cola, porque la televisión está influyendo sobre la literatura.

El zapping borgeano

En su cuento tal vez más conocido, Borges (su personaje) encuentra, en el sótano de una casa de la calle Garay, un Aleph, una pequeña esfera brillante que contiene el universo. El infinito, la totalidad del espacio cósmico, puede verse en esa esfera, en simultáneo. Al transformar el Aleph en lenguaje, al recurrir a la enumeración caótica de imágenes, Borges se convierte, sin saberlo, en el precursor de la descripción de lo que es hacer zapping. Dice: “Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres)...” (es interesante recordar que Borges se estaba quedando ciego cuando escribió este cuento que puede ser leído como una elegía al sentido de la vista). Siempre me pareció que las enumeraciones de este cuento tienen algo del zapping que hacemos, ya entrada la madrugada, a la altura de los canales de documentales (“vi un cáncer en el pecho, (...) vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa...”) Si hacemos el experimento de describir lo que vimos luego de unas horas de TV, tendremos como resultado una enumeración no muy borgeana en lo lírico pero sí en lo caótico. Hoy en día todos tenemos enchufado en nuestros hogares un Aleph de 24 pulgadas, un Aleph doméstico y catódico, que nos muestra el universo.

Además de ser un precursor del zapping verbal (me hago cargo del carácter herético de estas apreciaciones), Borges es el primero en documentar la experiencia del tedio televisivo. Cuando sale de ver el Aleph, Borges siente lo que todos sentimos después de haber visto varias horas seguidas de TV: “Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme...”

La literatura involuntaria

Un amigo médico me explicó que, cuando leemos, los movimientos oculares son voluntarios, en cambio, cuando miramos TV, los movimientos oculares son involuntarios. Al parecer, los mamíferos miramos involuntariamente hacia el movimiento, el ruido y el color. Sin duda, la TV se puede resumir en esas tres cosas.

A veces intento invertir estas cualidades y me propongo ver televisión del un modo más voluntario y escribir historias que se puedan leer de un modo menos voluntario. Es decir, a veces intento leer la TV, tener una actitud menos pasiva frente a la pantalla. Intento ver televisión como lo hacía mi abuela cuando armaba sus propias historias con los fragmentos que le dejaba mi zapping.

Por otro lado, cuando me refiero a lograr una literatura menos voluntaria, me refiero a que el lector se olvide de que está leyendo, que la historia lo atrape con esas cosas que atrapan al ojo del mamífero: movimiento, ruido y color. El movimiento se podría traducir en acción, es decir, pegarle una buena patada al héroe literario y sacarlo a la calle para que viva sus historias y deje de regodearse con su inmovilidad depresiva de monólogo interior. El ruido se podría traducir en sonido, en un cuidado por la palabra, una densidad poética de la palabra. Que la escritura tenga resonancia. Y, por último, el color, que podría traducirse en sensualidad, no como erotismo sino como el uso de los cinco sentidos en la escritura para reproducir la experiencia vital.

La musa aspiradora

Esa propuesta tiene su riesgo. Es difícil hoy en día no ser fagocitado por la musa aspiradora de los medios audiovisuales. Digámoslo al modo de Martín Fierro: toda historia que camina va a parar al proyector. El cine y la TV todo se lo tragan con la convicción implacable de que una historia tiene un mayor grado de existencia cuando es imagen que cuando es palabra. Esto resulta inaceptable para un escritor, pero para la mayoría de la gente es así, porque es mucha más la gente que va al cine que la que lee.

La gran devoradora es la máquina-Holywood, la gran contadora de historias, la fábrica donde se producen la mayoría de las historias que consume la gente. Hay una página de Lampedusa, transcripta por David Gilmour en su biografía, donde el autor de "El Gatopardo" parece estar hablando de este fenómeno, y sin embargo se refiere a la ópera en Italia en el siglo XIX. Voy a leerla y les pido que cuando escuchen la palabra "ópera", la reemplacen mentalmente por "cine").

La infección comenzó inmediatamente después de la guerra napoleónica. Y se extendió con paso de gigante. En cientos de años en todas las grandes ciudades durante ocho meses al año, y en las ciudades pequeñas durante cuatro, y en los pequeños centros durante dos o tres semanas, miles, decenas de miles, cientos de miles de italianos fueron a la ópera. Y vieron tiranos asesinados, amantes suicidas, bufones magnánimos, monjas multíparas y toda clase de estupideces puestas ante sus ojos, en un remolino de botas de cartón, pollos asados de escayola, prime donne con la cara ahumada y diablos que salían del suelo haciendo muecas horribles. Todo esto sintetizado, sin pasajes psicológicos, sin desarrollo, todo desnudo, crudo, brutal e irrefutable.

Y esta estupidez insondable no pasaba por ser una diversión vulgar, una distracción excusable de analfabetos holgazanes: se hacía pasar por arte, por auténtico arte, y, ¡horror!, a veces lo era de verdad. El cáncer absorbió toda la energía artística de la nación: la "música" era la ópera; el drama era la ópera; la pintura era la ópera. Y las otras músicas, la sinfónica, la de cámara, se corrompieron y murieron; la Italia del XIX se vio privada de todo; el drama, que no podía con su lento desarrollo resistir las olas de los "do de pecho", también murió. Los pintores descuidaron sus nobles telas para lanzarse de cabeza a diseñar las prisiones de Don Carlos o los bosques sagrados de Norma.

Cuando disminuyó la manía por la ópera después de 1910, la vida intelectual italiana era como un campo por el que hubieran pasado las langostas cientos de años seguidos. Los italianos ya se habían acostumbrado a citar como verdades evangélicas los versos de Francesco María Piave y Cammarano, a pensar que Enrico Caruso y Adelina Patti eran la flor y nata de la raza, y a creer que la guerra era como el coro de Norma. La influencia de todo esto en el carácter nacional la tenemos ante nosotros. El arte tenía que ser fácil y la música cantable. El drama consistía en duelos de capa y espada aderezados con trinos musicales. Lo que no era simple, violento, y no estaba al alcance tanto del profesor como del basurero, iba más allá de lo permitido.

Pero aún había cosas peores. Saturados y con la cabeza llena de tantas tonterías, los italianos estaban convencidos, seguramente, de que lo conocían todo. ¿No iban casi todas las noches que Dios les concedía a escuchar a Shakespeare, a Schiller, a Victor Hugo y a Goethe? El señor Gattoni de Milán o el caballero Pantisi de Palermo estaban convencidos de que se les había revelado la literatura universal, porque conocían a los poetas susodichos habiéndolos sentido por medio de las notas de Verdi y de Gounod... Así que ahora somos la nación menos interesada en la literatura que existe, harta (o eso parece) de ópera, pero mal preparada para escuchar otra cosa.
(David Gilmour, Vida de Giuseppe di Lampedusa, Siruela, Madird, 1994, págs 115,116.)

Un sueño sugerido

Personalmente, tengo el privilegio de haber sido fagocitado por la musa aspiradora del cine, el enorme privilegio de ser uno de esos autores disconformes con la adaptación cinematográfica de su novela. Me resulta imposible hablar con objetividad sobre ese tema, porque en segundos paso del humilde agradecimiento a la soberbia del autor que se siente traicionado. Pierdo el juicio, me burlo del cine diciendo que es un arte menor que tiene apenas 100 años de vida al lado de los 3000 años que tiene la literatura; digo que la literatura es al cine lo que el erotismo es a la pornografía; digo que la película de mi novela es la versión para analfabetos, etc, etc. Lo cierto es que a mi novela la leyeron alrededor de 40 mil personas, y la película la vieron 250 mil personas en cine, solo en la Argentina, sin contar el video y los otros países donde se exhibe actualmente. Imposible competir contra eso. No nos corresponde a los escritores competir contra los medios masivos. Ni el mismo Shakespeare podía competir en su época contra las luchas de osos que se hacían a pocas cuadras del teatro.

Pero creo que la literatura y el cine no compiten, más bien se retroalimentan el uno al otro, y establecen una enriquecedora relación de conflicto. En el caso de las adaptaciones cinematográficas de novelas, las relaciones siempre han sido tormentosas, y han dejado algunas películas buenas y un reguero de odios, enemistades, desencuentros, novelas traicionadas y films insoportables repletos de voces en off.

En mi caso, mi novela “Una noche con Sabrina Love” fue llevada al cine apenas un año después de publicada. Parece que la historia les llamó la atención a los productores cinematográficos. La historia es simple, consiste en el viaje de un adolescente de provincia que gana un sorteo televisivo para pasar una noche con una actriz porno en la Capital. El personaje se llama Daniel Montero y vive en un pueblo que está aislado por una inundación. Vive con su abuela, y mira en la tele cada noche el "El Show de Sabrina Love", una porno-star totémica que sortea una noche con ella a fin de año. La novela comienza cuando Daniel mira el sorteo por tv y gana, entonces tiene que viajar a la Capital, sin dinero, a dedo, atravesando la inundación y otros tantos obstáculos del camino, para pasar una sola noche de sexo con Sabrina Love. Por medio de esta historia quise mostrar la distancia que mediaba entre la Sabrina Love de la pantalla y la de carne y hueso. La distancia que existe en la Argentina entre el glamour televisivo de la Capital y el barro pobre del interior del país. La novela es un viaje iniciático a través de la enorme distancia que separa esas dos realidades.

¿Pero qué pasó que la novela fue traducida a imágenes tan rápido, como si no se aguantaran las ganas de filmarla? De hecho, hubo varias ofertas, diversas productoras cinematográficas se disputaron la novela. Supongo que la culpa es mía por pertenecer a la generación televisiva, por mis horas de tv frente a tantas películas clase B, por mis lecturas de Hemingway y su estilo “show, not tell” (mostrar, no explicar), por mi uso de los diálogos y la preferencia por la acción, por mi intención de escribir como reproduciendo la experiencia vital, por mi confianza en el lector a quien dejo completar los huecos que dejo en la narración.

Antes de la película, yo sentía que la novela estaba viva, latiendo, la gente la leía y la imaginaba (“como si me hubiera pasado a mí” me decían); la historia vibraba, se convertía en lo que cada lector imaginaba, se abría en la cabeza de cada uno; el viaje, la ruta, el impulso del personaje sucedían en la intimidad de sus mentes. Pero los cineastas no se aguantaban, no se conformaban con eso; los cineastas no se conforman con la imaginación, al igual que los cazadores no se conforman con la imagen del animal. Tenían que atrapar la novela, cristalizarla, volverla "real"; parecía estar tan cerca, era tan visual, tan fácil de imaginar, que la espera por empujarla de una vez hacia la imagen parecía intolerable, y cada productor quería ser él quien impusiera su versión. Porque un film es la imposición de la imaginación de una sola persona; una novela es la libertad de la imaginación de muchas. La literatura es un sueño sugerido. El cine es un sueño impuesto.

Otra vez perdí el juicio. Lo lamento. Amo el cine. Debo decirlo. Nunca se podrá reproducir con palabras la belleza de Catherine Denueve cuando cae de un bofetazo en su cama de prostituta en Belle du jour, la película que más me gusta de Buñuel. Nunca podrá escribirse un final más triste que el de Midnight Cowboy, cuando Ratso muere vestido de palmeras en el ómnibus que lo lleva a Miami. No se puede hacer con palabras un final tan visual y emotivo como la sucesión de besos en Cinema Paradiso. Imposible describir un duelo de espadas tan estético y onírico como el que muestra Hidden Dragon, Crouching tiger, en el espacio verde de los cañaverales.

El cine presta pero no regala

Con todo lo que me pasó, no logro diferenciar dónde empieza lo literario y dónde lo cinematográfico. No logro ordenar todo este intercambio, esta fusión, entre la palabra y la imagen. Digamos que la idea básica para "Una noche con Sabrina Love" se me ocurrió mientras miraba por tv a una hermosa señorita sorteando viajes al Caribe. Recuerdo que en un momento pensé: cuánto mejor sería si sorteara una noche con ella. Es decir que la semilla inicial de la novela salió de la pantalla.

Después hice crecer la historia, la escribí. Me alegré de haberle sacado algo a la tv, me alegré de haber podido crear algo a partir de la cantidad de horas de tv basura que había consumido en mi vida. Pero después la pantalla me pidió la historia de vuelta cuando fue llevada al cine. El regalo de la idea había sido sólo un préstamo.

Este entrecruzamiento se siguió dando de distintas maneras. La novela fue leída desde lo cinematográfico, se la comparó con una road movie, etc. Y, a su vez, la película fue criticada desde lo literario. Fue vista en comparación con la novela, lo cual le vino muy mal, porque la novela estaba fresca aún en la cabeza de los críticos que se esmeraron en denostar el film. Pero, me pregunto, ¿es lícito criticar a una película desde la novela que fue su punto de partida? ¿No tendría que ser analizada en forma independiente?

Otro cruce extraño: poco tiempo después de publicada la novela, en el canal Venus, un canal codificado para adultos, apareció por primera vez una mujer que presentaba las películas, su nombre: Bárbara Love. Dudo que haya sido una coincidencia y me alegra haber inspirado en algo a la televisión argentina.

Rancho satelital

He visto en distintos países de Latinoamérica casas muy precarias, casa frágiles de adobe o de chapa, con una antena satelital amurada a su costado, como un parásito extraterrestre. Uno se pregunta ¿cómo se verá la televisión allí adentro?, ¿cómo es el zapping de esa gente?, ¿cómo se interpretará en esa pobreza la información que envía la televisión?, ¿qué sueños y deseos se vuelcan en ese nuevo mundo de la pantalla?, ¿qué gana y qué pierde esa gente? Eso es algo sobre lo que me interesa escribir. Me interesa dar cuenta de la invasión de los medios hasta en el rincón más desolado y perdido del mundo.

Voy a leer una sola página de mi novela, un pequeño episodio que sucede a un costado de la ruta durante el viaje de Daniel a la Capital:


(Daniel) Se fue acercando a una luz. De lejos notó que era un televisor. Junto a una casilla improvisada a un costado de la ruta había un puesto de sandías, miel, huevos y queso de campo. Lo atendía una mujer vieja de rostro guaraní con un sombrero de paja, que miraba de costado el televisor, sentada bajo un toldo de arpilleras raídas. Daniel saludó.
-¿Gusta algo? -preguntó la vieja.
-No gracias, voy de paso.
Ambos volvieron la vista al televisor. Los cascarudos revoloteaban alrededor de la luz intermitente, se pegaban a la pantalla y caminaban sobre la cara de la conductora del programa de entretenimientos. (...) El color estaba demasiado fuerte. Daniel le dijo:
-¿No quiere sacarle un poco de color?
-¿El qué?
-El color -dijo Daniel y le acomodó la perilla hasta normalizar los colores.
-No -dijo la vieja-, póngalo como estaba que mi hijo capaz que se enoja. Yo no le sé los botones. Él me lo enciende de mañana y lo apaga de noche cuando me viene a buscar.
Daniel le volvió a subir los colores. Comprendió que la mujer lo prefería así, cuanto más saturada estuviera la imagen de color, más le gustaba.
-¿Y no cambia nunca de canal? -preguntó Daniel.
-No.
-¿Y no quiere que le enseñe?
-No -dijo la vieja-, así no más está bien.
Daniel se acordó de cuando miraba televisión con su abuela. Él cambiaba tan seguido de canal, que ella mezclaba los hilos narrativos de las distintas películas y tejía su propia historia que tenía la virtud de ser siempre feliz, porque cuando después de un rato de estar frente a la pantalla, aparecía una escena de risas o abrazos o declaraciones de amor, ella se levantaba y decía “Qué lindo como terminó”, dejándolo a Daniel perplejo, preguntándose cómo habría sido la historia que había armado su abuela.
Se despidió de la vieja y se internó de nuevo en esa oscuridad que parecía estar fuera del mundo.
(Una noche con Sabrina Love, página 46, Anagrama, Barcelona, 2001)


El hombre invisible

Un periodista me preguntó hace poco si con la adaptación de mi novela al cine se me había cumplido un sueño. Le dije que no, le dije que si mi sueño fuera ver mis historias llevadas al cine, me dedicaría a escribir guiones. No me creyó. A la gente le cuesta creer que uno prefiera las palabras, que uno prefiera la invisibilidad. Nunca me sentí más invisible que el día de la avant premiere del film basado en mi novela. Mis personajes se fueron corporizando, emanando de mis palabras a medida que yo me transparentaba. Sabrina Love (encarnada por la actriz Cecilia Roth) aparecía en los afiches de la calle, en la tapa de la nueva edición de mi libro, después daba notas en la entrada del cine y a mí nadie me saludaba, después aparecía gigante en la pantalla diciendo cosas que yo no le había hecho decir, saliéndose de mi historia, viviendo nuevas situaciones fuera de mi novela, porque ya no me necesitaba, vivía por su cuenta, y poco le faltaba para decir que había soñado una cosa ridícula, que había soñado que era el personaje de una novela de un autor ignoto, poco faltó para que dijera eso y yo terminara transparentándome en la butaca hasta desaparecer.

Buenos Aires, agosto de 2001



Tomado de http://pedromairal.blogspot.com/2006/01/la-literatura-despus-de-la-pantalla.html

Narraciones de la intemperie

Narraciones de la intemperie

Sobre El año del desierto, de Pedro Mairal
y otras obras argentinas recientes.

por Elsa Drucaroff



Tomado de http://www.elinterpretador.net/27ElsaDrucaroff-NarracionesDeLaIntemperie.html






0. Arte poética

Esta no es una reseña de El año del desierto. Una reseña (al menos como yo la concibo) no despliega una lectura posible, más bien trata de dar a los que leen un servicio: anticipar de qué se trata la obra sin arruinarles el placer de descubrirla solos, recomendarla y entusiasmar, desalentar su lectura si vale la pena dar esa batalla.

Pero el trabajo que sigue se inscribe en otro género, el del ensayo crítico: un oficio social (es decir útil, aunque algunos parezcan ignorarlo), en el que la lectura es praxis, intervención en el debate de ideas. Por eso en lo que sigue no sólo expongo mi lectura de El año del desierto sino que trato de hacerla producir en contacto con otras obras, con un entorno de discursos históricamente contemporáneos o significativos, con el país y el tiempo que nos toca vivir. Entendamos cada lectura, en suma, como un pretexto para pensar el mundo y actuar en él aunque sea apenas, y también un modo de dejar testimonio del presente para tiempos sucesivos; y entendamos la literatura como un territorio autónomo e inmanente, en un sentido, pero en otro, heterónomo, impuro, capaz de contener en su inmanencia (como querían los más inteligentes formalistas rusos), el diálogo con todas las series discursivas de su tiempo: las tradiciones, la historia, la política, el resto de los libros y de las artes, la historia personal y social de su autor, los conflictos de género y de clase de la sociedad donde se gestó la obra y donde se la lee; todos estos discursos reverberando como infinita posibilidad legible en el territorio cerrado y finito del texto.

El año del desierto de Pedro Mairal es una novela que todavía no tiene un año de publicada; la inmediatez puede ser una ventaja para pensar, en ella, con ella, la literatura argentina (y la Argentina) que le es contemporánea.

1. Huérfanos de efemérides (I)

"Yo no tengo fechas para recordar", canta "El tiempo no para". Hay algo de manifiesto generacional en esa frase. Es posible que hasta el 19 y 20 de diciembre de 2001, quienes nacieron en la Argentina posterior a 1970 se hayan sentido definidos por esa carencia, una suerte de condena a la no historicidad, a la existencia abstracta y fantasmal, vacía, que leemos de un modo u otro en la mejor literatura escrita por las nuevas generaciones, como señalé otras veces (1).

2. Pequeño excurso sobre la huelga de acontecimientos y el desvanecimiento de la historia.

Para entender lo que sigue y llegar luego a El año del desierto, quiero partir del "desvanecimiento de la historia y la huelga de los acontecimientos", un diagnóstico, o mejor profecía que declamó Baudrillard a comienzos de los 90. Contra "el fin de la historia" que propuso Fukuyama hacia fines de los años 80, Baudrillard rectificaba: la Historia no había terminado, ésa era una ilusión; lo cierto era aún peor: ningún final, ningún cierre abrupto describía la experiencia de la humanidad apática de ese mundo postmoderno. El "fin" de algo era apenas una ilusión (2).

Por empezar, estábamos en un mundo donde la realidad ya no existía porque todo ocurría en el simulacro televisivo. ¿Acaso los muertos de la guerra del Golfo fueron reales? Tal vez eso sea cierto para los tontos irakíes que cayeron bajo las bombas y nunca leyeron filosofía, jamás para la avezada sagacidad del filósofo, que sabe que la TV a todo lo vuelve simulacro. Mientras subrayaba con inteligencia el poder conformador de la realidad de los medios masivos (concepto por otra parte que ya había formulado Mac Luhann), Baudrillard borraba tranquilizadoramente la dimensión donde la realidad es horror, pero sobre todo conflicto, enfrentamiento, injusticia, e instaba a los intelectuales a sentarse en el sillón de sus casas y fruncir el ceño con distancia irónica mientras estudiaban la pantalla de TV, aliviados en el fondo porque nada quedaba ya por hacer, las revoluciones se habían terminado y nadie nos pediría, como en otras épocas molestas, que tomáramos partido. Podíamos explicar que la realidad ya no existía más y escribir libros que en vez de dolores de cabeza, riesgo o cárcel dieran solamente poder simbólico, viajes pagos por las universidades del mundo y muchas páginas con nuestro nombre en internet.

En el mundo que Baudrillard explicaba no había lucha o conflicto donde se dirimiera algo contundente, eso que fue la Historia se desvanecía, el acontecimiento como tal había dejado de ocurrir, ya no pasaba nada. La antigua dinámica de la revolución que había conmocionado el siglo XX se reemplazaba ahora por una implosión suave, casi imperceptible, un retorno callado a estadios anteriores que sensibilidades académicas, cultas y exquisitas como las del filósofo francés se solazaban en describir generosamente, para que entendiéramos el mundo nuevo y los ingenuos despertaran del tonto sueño de ayudar a que mejorara.

Acontecimientos en huelga, anunció Baudrillard, sin hablar siquiera de "muerte" del acontecimiento, no fuera a ser que se entendiera que ocurría algo trágico, un hecho. En la Argentina de los 90 el concepto sedujo a buena parte de la intelectualidad argentina, tal vez memoriosa del destino de desaparición, tortura y muerte de tantos intelectuales que apostaron por pensar un mundo en el que podía ocurrir un acontecimiento tras otro, allá por los 70. Pero la seducción que Baudrillard ejercía sobre estos estudiosos era apenas el correlato de una contundente realidad previa: Baudrillard decía "en difícil", para pocos, lo que la Argentina parecía desear masivamente. Sus palabras resonaban con potencia en un país resignado, desmovilizado, que se entregaba alegremente al simulacro de riqueza menemista y a la ilusión negadora de que el "nunca más" se refiriera al final de cualquier conflicto, cualquier enfrentamiento significativo (cualquier acontecimiento), así también podría referirse, como había rogado la CONADEP, al final de toda masacre. Eran los tiempos en los que el tabú del enfrentamiento reinaba en los discursos. (3)

3. Huérfanos de efemérides (II)

La literatura no podía dejar de semiotizar esta percepción de acontecimiento en huelga, y para eso recurrió a ciertos modos de representación que generaron algunas de las obras más interesantes pero también de las menos interesantes de los últimos veinte años.

En una versión frívola y festiva, se dedicó simplemente a festejar el desvanecimiento de la historia y la huelga de los acontecimientos, como si hubiera motivos. Tal vez la obra de César Aira sea la exponente por excelencia de este gesto cínico, vacuo, que transforma la experiencia de leer en algo tan abúlico como cómplice del tiempo social en que se genera. Aira como propuesta de escritura, y la prohibición de encontrar en las obras otra cosa que la docta autorreferencialidad, sustentada por la teoría semiótica, como propuesta de lectura (con el mote burlón de "lector ingenuo" listo para aplicar a cualquier indisciplinado) tal vez hayan sido los modos en que la academia, desde la escritura y desde la crítica, puso a la literatura en armónica consonancia con el mundo tal cual era.

No obstante, admito que la vacuidad de César Aira abrió estupendos caminos a algunos escritores nuevos. Es extraño: hay obras de gran potencia que cierran puertas, y otras cuya grandeza no reside tanto en ellas mismas como en lo que permiten a quienes las leen. Haber puesto la rueda de bicicleta en el museo vale todavía hoy; la rueda en sí de Duchamp, separada de lo que produjo efectivamente en su momento, hoy no significa demasiado. Del mismo modo, así como el notable cuentista Cortázar condenó a ser pobres epónimos a quienes intentaron ir por la ruta que él trazó, un escritor de libros a mi juicio inanes, como Aira, permitió a toda una generación aliviarse de la obligación de la solemnidad, del juego para algo, de intentar decir grandes cosas, la presión de la trascendencia. Y en ese permiso para la intrascendencia absoluta, en el que Aira triunfaba del modo más desazonante, muchos escritores jóvenes que escribían sin plantearse si tenían o no algo para decir, se encontraron diciendo muchísimo. Libres de presiones políticas, de los discursos de cassette que la militancia izquierdista juvenil (decadente, lumpenizada) recita culposamente, sin perspectiva generacional propia, los escritores nuevos pudieron conectarse con su rabia política, su dolor por ser jóvenes en un país arruinado, sin futuro, con la amargura y la furia sorda, tensa, contra el estado de las cosas (4). Los ayudaba esa autonomía de la ficción que vuelve a la literatura un espacio cerrado sobre sí mismo, por cuya referencialidad inmediata no debemos responder, algo que en el ensayo no existe. Y tal vez por eso no hay todavía ensayística en los nuevos, no hay pensamiento propio asumido como tal sobre nuestro pasado reciente o nuestra historia social, pero sí puede leerse en connotaciones y significados más o menos inconscientes de una narrativa notablemente diferente de la anterior, producida por una generación que tiene mucho más para decir de lo que percibe que está diciendo, y construye sus obras desde la política de un modo inédito.

Es difícil sostener que si estas obras hablan de política es sin saberlo. En cada uno de los libros que creo interesantes, cuando la libertad creativa que dio Aira opera, de algún modo suele plantearse la conciencia de que contar lo que se cuenta tiene que ver con la política. Algunos directamente lo escriben, otros se limitan a conformar universos siniestros donde el espanto amenaza de un modo en el que el humor y la distancia socarrona, que suelen caracterizar esta nueva estética, pierden cualquier connotación festiva para ser pura lucidez negra sobre lo mal que está la cosa. Así, los mundos absurdos de Samanta Schweblin son irónicos pero en ellos laten la opresión y la violencia, que llega a connotaciones parapoliciales terroríficas por ejemplo en "Matar a un perro" (5). La biblioteca ridícula que inventa Ariel Bermani en Leer y escribir, en cambio (donde un alucinante, disparatado dispositivo desalienta a los lectores de acceder a los libros y condena a los que resisten y lo consiguen, a vagar hambrientos y maltrechos por "la calle de los lectores perdidos") tiene un director que pronuncia melancólicos discursos sobre su militancia en los 70 y la época de oro en la que la gente leía. Además, está explícitamente ambientada en un Buenos Aires suburbano miserable, decadente, el del "derrumbe paulatino de las cosas", un barrio "que ha sido barrio obrero en las décadas anteriores y que ahora se convirtió en una barriada donde abundan los desocupados y los que subsisten sobre la base de trabajos temporarios" (6).

Pero si la obra de Bermani se sabe política, la de Schweblin y otras no lo precisan para serlo; lo que sí tienen muy claro es que, aunque se rían, la risa es sardónica: no hay fiesta alguna que aplaudir. Son pocos los de las nuevas generaciones que repiten las carcajadas livianas y exhibicionistas lanzadas más que oportunamente por otros escritores entonces jóvenes, nucleados alrededor de la revista Babel, que pre-anunciaron, con sus proclamas estéticas del final de los 80, la oscura frivolidad de los 90 (7). La vacuidad en una parte significativa de los nuevos escritores es política y siniestra.

Quiero decir con todo esto que la efemérides del 19 y 20 no señala, para quienes tienen hoy menos de 40 años, la aparición de la política en la narrativa argentina, sino únicamente la posibilidad del final del ideologema de lo fantasmal, de la existencia vaciada de historia, que no representa toda la literatura valiosa nueva pero, como dije, dio estupendos frutos, sobre todo en el cuento corto (8).

Esta efemérides trae apenas a los jóvenes una experiencia vital que abre para ellos la necesidad posible de contar otra cosa. No es obligatoria ni masiva, es simplemente una opción que aparece en ciertas obras nuevas, fundamentalmente en El año del desierto, y por eso la planteamos.

Es que el 19 y el 20 de diciembre señalan la primera vez que los jóvenes vieron pasar un tren en marcha, la locomotora de la historia pitando con urgencia, invitando a sumarse, moviéndose con esa velocidad que anuncia simultáneamente que en cualquier momento acelera, prometiendo, insinuando que no importa cómo termine la película, hay que ser demasiado cobarde o marciano o indiferente para quedarse en el andén, darle la espalda.

En el país la fecha produjo resultados contradictorios y desiguales, de evaluación todavía confusa; sin embargo, por primera vez en mucho tiempo ninguno de ellos es una evidente y catapultadora derrota, una nueva lápida que pese sobre la Argentina. Tal vez por eso los jóvenes puedan sentir el 19 y 20 como el final de algo y el comienzo de otra cosa que, por más contradictoria que sea, no es exactamente más de lo mismo. Es decir: valoremos como valoremos lo que ocurrió después, en esas fechas Baudrillard y su huelga del acontecimiento dejaron de servir como triste sillón mullido para mirar simulacros desde la paz de los cementerios, en la que todo se descomponía, cómodamente imperceptible. En literatura, parece ser el comienzo de un dispositivo que ya se está demostrando productivo en varios escritores nuevos, la mayoría jóvenes a quienes su experiencia histórica anterior sólo les proporcionaba la certeza del no va a pasar nunca nada, un paradójico "tiempo que no para" en una historia detenida, la completa imposibilidad de que algo cambiara y la intuición de que, si es que cambiaba, iba a ser siempre para peor.

Aunque estas construcciones ideológicas no se disolvieron mágica y acríticamente en la literatura que hoy se escribe (sería absurdo y desmedido esperar que así ocurriera), ya hay relatos que con mayor o menor evidencia abrevan en la primera efemérides, el único acontecimiento nacional, en un sentido narrativo, que puede registrarse desde el comienzo de la democracia.

Espero que no se entienda que entiendo a la narrativa argentina de jóvenes prolijamente dividida en dos sectores, uno signado por el ideologema de la inmovilidad de la historia y otro alumbrado por la primera efemérides. Junto con estas tendencias que examinamos acá y permiten agrupar ciertas series, hay otras muy diferentes. Es que la producción narrativa actual es sumamente heterogénea. Libros como los de Pablo Ramos, Maximiliano Matayoshi, Mariana Enríquez, Ana Kazumi Stahl, Alejandro López y otros no necesariamente entran en estas dos series, marchan por caminos distintos cada uno.

Precisando: podemos leer entonces esta fecha como dispositivo que pone literariamente en marcha relato, generando textos donde no se exasperan la inmovilidad, la ausencia de trama, pues se despegan de una tendencia que era muy frecuente, aunque tampoco expresaba la única estética.

4. Y llegamos por fin: El año del desierto.

El año del desierto (2005) aparece dos años después de El grito, de Florencia Abbate, a meses del estreno en Londres de Implosión, del argentino Ignacio Apolo, poco antes de "Un lugar más alejado", relato de Alejandro Parisi (que integra la antología La joven guardia), de la publicación de Las viudas de los jueves, de Claudia Piñeiro -que pertenece a otra generación-, de Peircing, de Viviana Lysyj. Más allá de sus inmensas diferencias, ninguna de estas obras, todas más que interesantes, puede leerse sin el 19 y el 20 de diciembre como condición de escritura (9).

El año del desierto cuenta una historia de involución y apocalipsis. En Buenos Aires avanza algo que el libro llama "la intemperie". Es un fenómeno cuyas causas materiales el libro no explica ni parecen importar: los edificios se van deteriorando y derrumbando, uno a uno: aumentan los terrenos baldíos, avanzan desde el interior del país hasta llegar a la periferia de la ciudad, el Gran Buenos Aires, y se dirigen hacia el centro. Esta constante destrucción (de evidente connotación metafórica en el marco de la crisis del 2001) incluye la caída gradual de la tecnología y es irreversible y total. Caen primero los celulares pero finalmente también la electricidad y el agua corriente. Van cayendo junto con todo esto las relaciones sociales básicas que sostenían el sistema. La intemperie crece frente a un gobierno que se niega a admitirla, y va dejando tendales de miseria. El estado responde a quienes señalan, denuncian, reclaman, con represión, y se vuelve cada vez más dictatorial, más feroz. La resistencia se organiza, la guerra civil estalla.

La resistencia es la de los que van cayendo en la exclusión, en la barbarie, y con barbarie se mezcla y se confunde. Pero también hay barbarie en el otro bando, en el corazón de la ciudad sitiada por los sin techo, en la guerra de la "Provi" versus la Capital que ocupa la primera parte de la novela, en la clase media que se encierra en sus bunkers para intentar proteger inútilmente lo que ya no puede protegerse, en el estado que va poniendo orden con respuestas cada vez más atroces, en el retroceso histórico que emprende la nación. Connotadas, deformadas, vamos reconociendo en la lectura una sucesión de etapas hacia atrás: se parte de un estallido que remite de algún modo al 2001 y se encara una larga y cruenta disolución nacional en la que retornan diversos momentos del sangriento pasado argentino: desde la dictadura de 1976 hasta la economía del contrabando en el puerto colonial de Buenos Aires, hasta llegar al canibalismo desesperado de los conquistadores hambrientos, en la fundación de Buenos Aires.

Este año de involución -que culmina cuando se materializa la expresión popular "borrar a la Argentina del mapa"- está relatado en primera persona por una mujer que apenas se llama María y, en ese sentido, es una mujer cualquiera, una persona cualquiera de las que simplemente viven esta realidad, una de las pocas que sobrevive y puede contar su experiencia individual y, mediante ella, ser testigo social de la Historia.

¿Podemos pensar que Mairal representa la implosión de la Historia de la que hablaba Baudrillard? Todo lo contrario. Pero también, de algún modo, sí. El vértigo de acontecimientos sociales y político, el ritmo enloquecido de El año del desierto, la profusión de imágenes e ideas (ésta es tal vez la única objeción que puedo hacerle a la novela: la calidad y la riqueza imaginativa de Mairal es tan grande que a veces atenta contra la síntesis) conviven y contrastan con el ideologema que despliega la trama: el del descreimiento en el futuro, la convicción de que todo cambio ha de ser para mal. Como dijimos, esta certeza es generacional y no es arbitraria, proviene de la experiencia de los que nacieron por lo menos en los últimos 35 años. Sin embargo, desde el ritmo narrativo algo nuevo y muy fuerte, casi inédito antes, se ha puesto en movimiento: la sucesión enloquecida de acciones, la acumulación de Grandes Acontecimientos, y que éstos no sean sólo individuales y afectivos sino sociales y políticos no es frecuente en la literatura argentina reciente.

Prefiero ser clara, aunque deba reiterarme: no postulo que la relación política-literatura nace recién ahora para las nuevas generaciones, nunca dejó de estar presente en las obras más importantes que se produjeron en los 90. Postulo que ahora nace el relato de acciones sociales definitivas o definitorias, y protagoniza el héroe social en cuya biografía privada late lo público. El periplo de María, la protagonista de El año del desierto, no supone sólo su historia personal, supone la de todo el país. María es todos, en un sentido, pero no por eso se vuelve alegórica. Como quería Lukacs, es el héroe de la novela por excelencia (10): una persona específica, individual, única, en choque con el entorno social que sufre, y representando en el choque, en su subjetividad en conflicto, en sus acciones necesariamente afectadas por la sociedad que se desmorona a su alrededor, algo que va más allá de ella misma, algo que obliga a reflexionar sobre la aventura de ser argentino en este tiempo.

Antes de María en El año..., Felipe Félix, el protagonista de Las Islas, de Carlos Gamerro (y de El secreto y las voces) era precursor de este retorno del héroe de la novela lukacsiana (11). También Las Islas es una novela de acontecimientos, pero aunque logra la hazaña de contar una suerte de relato total de la Argentina del final de siglo, los acontecimientos no son públicos sino privados. Se explican desde lo público, pero en una historia detenida, marcada por la derrota y la desazón, no logran salir de lo privado. Son los hechos oscuros de la política menemista, que acaecen al margen de la gran escena mediática y son siempre individuales: el lobby entre el empresario y el diputado en el secreto de las cuatro paredes, el periplo personal del ex combatiente de Malvinas arrasado por la amargura, su historia de amor con la desaparecida que fue mujer de su torturador. Felipe es un héroe social en tanto sus peripecias no pueden contarse sin el país que le tocó, pero María es la heroína cuyas peripecias cuentan, ellas mismas, el destino del país. En ese sentido, como veremos, Mairal cumple una regla canónica de la ciencia-ficción. Irónicamente, El año del desierto es una novela profundamente realista, en el sentido más hermoso de Lukacs.

Se sintetiza así en una paradoja el "efecto 19-20 de diciembre" del que venimos hablando: puro relato, apabullante acción para desarrollar no obstante una historia de retroceso, disolución y desastre. Creo que en este contraste entre lo que se cuenta y cómo se cuenta hay algo rico. Es como si la literatura postmoderna estuviera volviendo a probar un cronotopo más acorde con la novela moderna de aventuras, con toda la valoración positiva del heroísmo y la intervención social que supone pero sin por eso aceptar anacrónicamente el optimismo romántico en el que este cronotopo nació. Es como si utilizar la ficción para representar un apocalipsis que cualquier ciudadano argentino percibió, en la realidad, como amenaza posible y cercana, permitiera, por un lado, llevar a las últimas consecuencias la convicción de la imposibilidad de una salida, pero contradictoriamente, por el otro, experimentar con el hecho, la confianza de que la praxis opera sobre el mundo (algo si se quiere obvio y elemental que Baudrillard puso en duda desde la academia europea, pero que el "sentido común" argentino, generado por la decepción del alfonsinismo y la cínica fiesta menemista ya habían arrojado al desván de las utopías de los setenta).

Dicho de otro modo: El año del desierto imagina un hundimiento definitivo y total de la nación, pero parte del registro experiencial de que por fin "pasó algo". Una comparación servirá para subrayar el contraste. En su relato "00", anterior al estallido, Federico Falco hace una suerte de reclamo. Desde los ceros de su título, el cuento (que no casualmente da nombre a todo el libro) es puro vacío. Se relata la "fiesta" (apagada, abúlica) de año nuevo de un grupo de jóvenes cordobeses, el 31 de diciembre de 1999, en una casa ubicada junto al lago. "00" se inicia con la perspectiva del acontecimiento, enunciada con la misma falta de entusiasmo y dramatismo de los jóvenes reunidos para esperar la hora cero, en que cambiará el milenio:

"Del otro lado del lago centellea la Central Atómica y yo puedo predecir lo que Leandro dirá, porque hace horas que lo repite sin cesar: va a decir que las computadoras no reconocerán el cambio de 99 a 00 y creerán que estamos en el mil novecientos. Va a decir que las computadoras se paralizarán y todo dejará de funcionar, y que entre lo que dejará de funcionar se encuentran los controles de fusión de la Central Atómica de Embalse, justo frente a nosotros, del otro lado del lago".

Enunciada la posibilidad de este Gran Hecho, el cuento constata todos los apenas hechos que se suceden, previsibles, masivos (la mesa puesta, los petardos, el champagne). Llega finalmente la hora 00. Y sólo trae más de lo mismo:

"Alguien dice feliz año nuevo, alguien dice feliz siglo nuevo. Leandro ha cerrado muy fuerte los ojos, pero la Central está ahí, sin ningún cambio. Quieta. Sacuden las botellas y nos salpicamos unos a otros, como pendejos. Luisa me abraza y me da un largo beso en la boca. Después, más tarde, la veré sacarse el vestido y adentrarse en el agua oscura del lago. Pensaré que está tan borracha que podría ahogarse y que es demasiado peligroso dejarla ir sola. Sin embargo, no me levantaré de mi reposera y me quedaré ahí, mirando la Central Nuclear blanca e iluminada, intacta y sobreviviente al otro lado del lago, hasta que el sol del nuevo siglo me traspase los ojos y yo camine a tirarme en una colchoneta en el suelo (...). Me despertará, de tanto en tanto, el sonido de una radio lejana, en la cocina, en la galería, y la voz de Leandro, quejándose porque los noticieros no dicen si en el mundo algo ha explotado.(12)

5. Una completa revolución solar

Hay una intención de totalidad en El año del desierto que contrasta con gran parte de la narrativa que se viene escribiendo, incluyendo la que hizo antes el propio Mairal. Como ya señalé, el minimalismo, el fragmento o el caso individual predominan en una literatura gestada al calor de la crisis de los "grandes relatos". En ese entorno, otra vez Las Islas, de Gamerro es precursora. Asombra por su gesto total, el modo en el que parece construirse como la novela, al mejor estilo de los 60-70 (13): el gran relato de la Argentina menemista, de la "democracia" post-83.

Detengámonos en el trabajo con la totalidad que realiza El año del desierto, un año en el que caben las tradiciones y los imaginarios argentinos más significativos para pensar nuestro presente: hay escenas construidas desde el imaginario de la represión y masacre del 19 y el 20 de diciembre; otras, desde el secuestro y la desaparición de personas en la dictadura que comienza en 1976; otras, desde el encierro postmoderno de la "gente decente" y su paranoia ante la inseguridad; o desde la adicción a los medios masivos de comunicación, particularmente la TV; o desde el exterminio de los excluidos por parte de la policía, que está transcurriendo hoy, en este mismo presente, frente a los ojos ciegos y cómplices de la sociedad argentina; o desde el enfrentamiento de unitarios con federales; o el genocidio que lleva a cabo la Campaña al Desierto.

Hay imágenes generadas por el imaginario entre surrealista, sanguinario y grotesco de nuestro país ganadero. Continuando el camino hacia atrás que está en la lógica de la novela, se empieza con una imagen desopilante que pareciera retomar a su modo las inolvidables vacas voladoras de Elvio Gandolfo (14). Escribe Mairal:

"En otras manzanas habían recibido comida pero nosotros no habíamos tenido suerte. La vecina del B juraba haber visto desde la azotea un helicóptero que llevaba colgando una vaca viva."

Hasta que se llega, como no podría ser de otra forma, a "El matadero" de Echeverría, barbarie que ha vuelto a despertar en Recoleta, el corazón de la geografía urbana de la clase dominante:

"Caminamos rápido, siguiendo por ese valle que se formaba entre las dos alturas, la del cementerio y la de la zona donde habían estado las calles con nombres de astrónomos. Se adivinaba todavía contra la barranca, la escalera de Guido medio tapada por el pasto. Supimos cuál era Las Heras porque en la esquina seguía estando el pedestal de un monumento dedicado a algún prócer que ya no estaba. (...)

Oímos gritos furiosos y unos mugidos. El matadero estaba en la plaza, junto a una catedral de estilo gótico; la habían rodeado con un cerco de carteles viejos y rejas de balcón. Se veía dentro el movimiento de animales. Todavía estaban la calesita y algunos juegos. Unos hombres de a pie enlazaban un ternero grande por el cuello. Le pusieron otro lazo en la pata de atrás y pasaron la punta sobre el travesaño de las hamacas. Un jinete del otro lado lo ató a su caballo y arrastró el ternero hasta que quedó colgando cabeza abajo. Ahí le clavaron una cuchilla larga y juntaron la sangre en un fuentón. Antes de que se apagara ese mugido horrible con gárgaras de sangre, lo empezaron a carnear."

En esta geografía urbana de la descomposición, el edificio que reconocemos como el de la Facultad de Ingeniería ya no se recuerda como tal, se lo nombra como propiedad de la curia: "catedral de estilo gótico". La laica Universidad de Buenos Aires, alguna vez orgullo de toda América Latina y cifra de la "civilización", se contamina de teología y de barbarie, acompañante no conflictivo del matadero bárbaro.

Curiosamente, una yuxtaposición similar construye en Las Islas, de Gamerro, una de las escenas fuertes del libro: el carneo de una vaca sobre las doctas escalinatas de la Facultad de Agronomía, con derroche de sangre y de violencia. Es que sostener que la literatura argentina nace con "El matadero" es más que una hipótesis cronológica, remite a un fundamento nacional bárbaro que hoy no es percibido como un mal externo o superado, el enemigo que la civilización sarmientina vino a derrotar, sino como posibilidad siempre latente, constitutiva de la Argentina.

El dialogo de Mairal no es sólo con la historia argentina, también se dirige a su literatura. Refugiados de la intemperie en el edificio que se transformará en bunker durante la guerra entre la Capital y la Provi, María y su padre son obligados a compartir su departamento con una madre y sus hijos sin techo. Cuando se van, deciden alquilar el pequeño espacio a otros que no tengan dónde ir. Es fácil reconocer a sus inquilinos:

"Vinieron unos hermanos, gente mayor, que se notaba que hasta entonces había tenido buen pasar. Ella se llamaba Irene, no recuerdo el nombre de él. Irene tejía mucho y dejaba las madejas en la cocina. Les habían ocupado un viejo caserón que tenían sobre la calle Rodríguez Peña y se habían quedado con lo puesto. Eran silenciosos. A veces, parecía que no había nadie, hasta que se oía una tos o el ruido del diario que el hermano de Irene parecía leer y releer."

"Casa tomada", un cuento de Cortázar que ya es casi un mito. Mairal teje la debacle argentina con hitos de su mejor literatura; convoca a los grandes clásicos en una suerte de nueva fundación de Buenos Aires (y con ella, de toda la patria). Hasta reescribe el conocido poema de Borges, ahora en parodia negra, en clave del secuestro y la desaparición de personas:

"¿Y fue por este río de sueñera y de sangre
que los vuelos vinieron a arruinarme la patria?
Irían con sus chumbos los milicos pintados
arrojando los cuerpos a la corriente zaina."

Es que El año del desierto es el relato ficcional de un apocalipsis argentino, pero apunta nada ficcionalmente a relatar una fundación: la que puede contar una generación de compatriotas decepcionados y dañados por un pasado que no vivieron pero los oprime como lápida debajo de la cual han nacido. "Todo el pasado y todo el futuro, ruina sobre ruina" auguraba infaustamente Charly García a la pequeña Alicia. Tenía razón. Empezaban los 80 cuando él cantaba esto, muchos visualizaban una crisis en el gobierno militar; pero aunque incluso los diarios pudieran empezar a imaginarse el final institucional de la dictadura, una sensibilidad como la de García percibía que en un sentido profundo, sus efectos no terminaban junto con ella; casi se podría decir que apenas empezaban.

Es "todo el pasado y todo el futuro" en ruinas el inmenso tiempo global que El año del desierto despliega para fundar una patria arruinada desde su mismo nacimiento. Homenaje burlón y furioso (intensamente amoroso, también) al país, ese entorno nacional y literario en el que Mairal escribe, entidad decadente, en corrupción, que constituyó por lo menos hasta hace muy poco su única cierta experiencia de patria.

El lapso año está trabajado con cuidado: se nombran constantemente los meses en los que ocurren las cosas, se registra el devenir de cada una de las cuatro estaciones, se construye un año como tiempo en que ocurre la trama, y pese a la alucinante sucesión de hechos y de cambios, la verosimilitud funciona. No desde el realismo, por supuesto, sino desde el uso de géneros entre la alegoría y la ciencia-ficción, salpicadas por lo fantástico, que arma sus propias leyes de credibilidad y permite que el tiempo se abra anormalmente, hasta albergar todo el relato. De ciencia-ficción hablaremos en seguida, si ahora lo mencionamos es para subrayar que el "año" de El año del desierto no funciona como uno de calendario cotidiano sino como círculo total y pleno que hace pensar más en la revolución solar, en el orden cósmico cerrando su ciclo. Mairal ha imaginado una suerte de Año Nacional día a día, en un movimiento mítico.

6. La ciencia-ficción

La novela como gran relato que plasma el conflicto entre el ser humano como ser social y el tiempo que le toca vivir, remite al viejo Lukacs y a su compleja definición del realismo, pero bastante menos a la postmodernidad. Precisamente Las Islas (y en general, la obra de Carlos Gamerro) encontró un modo de construir algo que podríamos pensar como el realismo y la novela lukacsiana posibles en los noventa. En un trabajo ya citado lo llamo "realismo agujereado".

Siete años después de Las islas, Pedro Mairal se atreve a otro gesto total, sólo que ahora el disparador es más puntual y acotado. Si Las Islas se construye como policial negro que sintetiza el país post-dictadura, la "ruina sobre ruina" que deviene patria menemista, El año del desierto se escribe con cierta unidireccionalidad: es el desarrollo posible de una hipótesis cuasi fantástica de apocalipsis nacional. "¿Qué pasaría si la crisis no se detuviera y la disolución nacional fuera un hecho?" es la pregunta a partir de la cual la novela trabaja una hipótesis.

Entonces: hipótesis generadora que extrapola un conflicto social del presente a un ámbito extraño (ya porque es el futuro, ya porque es otro planeta, ya porque está deformado por algún factor fantástico, alguna ley o lógica que viola las leyes de lo normal); desarrollo de las consecuencias de esa hipótesis en una narración donde lo individual se vuelve representación de lo social, pretexto para la reflexión política y colectiva sobre el destino de la humanidad presente. Elaboración mítica (en tanto colectiva y abstracta) del presente. ¿No es esta la definición del gran género popular del siglo XX: la ciencia-ficción?

Resulta claro que El año del desierto abreva en la ciencia-ficción para construirse, algo que en menor medida ya había hecho Las Islas, la cual tiene al policial negro como principio constructivo pero apela a la ciencia-ficción en muchos momentos, sobre todo cuando sus personajes se pierden en frenéticos y obsesivos discursos que desarrollan hipótesis de organización social.

En la Argentina se escribieron libros muy interesantes a partir de la ciencia-ficción, y sin embargo casi ninguno pertenece realmente al género. Si tomamos como modelo el género que se consolidó y adquirió conciencia de sí en Estados Unidos, entre 1910 y 1970 (inspirándose en importantes obras anteriores), encontramos en nuestra literatura una relación tan libre con la ciencia-ficción que incluso se puede decir, con Elvio Gandolfo (uno de los escritores que la honran), que acá ella no existe (15). Nuestros escritores toman elementos del género para hacer algo completamente diferente: tienden a trabajar con efectos fantásticos y eludir las explicaciones tecnológicas (16), más bien la ciencia-ficción les aporta recursos para pensar todo lo contrario: el atraso, la barbarie, la dependencia, el vacío de proyecto de desarrollo.

El año del desierto es un nuevo ejemplo y demuestra una vez más que el género ciencia-ficción es tal vez el más dotado para reflexionar sobre este negro comienzo de milenio en que el futuro ya llegó, cumpliendo las peores advertencias de los artistas. Es un futuro que a veces parece la cristalización de las distopías que leíamos en el siglo XX. Mairal se inscribe además, dentro del género, en una subespecie que dio frutos impresionantes, especialmente en lengua inglesa: el de las novelas apocalípticas.

Hay dos cosas que la ciencia-ficción en general ya no propone, probablemente porque este contexto histórico (lamentablemente) lo permite: ni ubica más sus historias en un futuro demasiado lejano (las adaptaciones al cine de Philip Dick, por ejemplo, no respetan la distancia temporal que ponía Dick entre sus tramas y sus lectores, más bien fechan las historias apenas unos años después del momento en que se rueda la película, cuando no directamente en el propio presente), ni se ocupa mucho de verosimilizar los motivos de una catástrofe con importantes explicaciones científicas. Si en los años 60 Thomas Disch o James G. Ballard se esforzaban en explicar con cuidado el plan extraterrestre o los motivos ecológicos por los que llegaba el apocalipsis (aun si podíamos leer ahí una dimensión alegórica, hasta religiosa en Disch), ya nadie precisa ser especialmente convincente. Es horrendamente fácil para los lectores imaginar, en este tiempo, un final, un desastre irreversible. No hay que leer ciencia-ficción, basta con el Clarín.

En este punto, pongamos en diálogo El año del desierto con otra novela que, como Las Islas, pertenece a la mejor literatura argentina de los últimos veinticinco años. Me refiero a Plop, de Rafael Pinedo (17). Por muchos motivos la estética de Plop se opone tanto a la novela de Mairal como a Las Islas. Es un relato fragmentario, breve, casi mínimo, y sus capítulos a veces de una carilla, se suceden como imágenes vertiginosas de un video-clip. Pero tanto Plop como El año del desierto se apoyan, "a la argentina", simultáneamente en el género ciencia-ficción y en el efecto fantástico, sobre todo en la figura del desierto, cifra del misterio y la carencia inexplicable y fundante, tal como la vio Martínez Estrada en los años 30, cuando pensó nuestra condición nacional (18).

Podemos pensar el desierto como cronotopo fundamental en la literatura argentina. El desierto chato, puro barro a causa de una lluvia bladerunniana que no cesa jamás, la pampa salpicada de fierros, restos de cimientos y lagunas de ácidos corrosivos por donde vagan las tribus nómades de Plop, bien puede ser el ex Buenos Aires de una ex Argentina borrada del mapa con que culmina El año del desierto; las hordas nómades, bárbaras, ágrafas, sin memoria de Plop, bien pueden ser los descendientes de los braucos o los huelches que imagina Mairal: la resistencia sin programa, vuelta barbarie pura, que ya en su novela ha perdido su lengua madre y su memoria, y que en Plop, luego de generaciones, se ha transformado en las hordas degradadas que negocian toscamente o se comen entre ellos.

Plop leída como lo que viene después de El año del desierto. Escritores de su tiempo, ni Mairal ni Pinedo se ocupan de dar fechas al futuro o explicar el por qué de la catástrofe. Escritores del Río de la Plata, se apoyan cada uno a su modo en el magnífico linaje literario que el desierto posee. Desierto fantástico en Mairal, avanza sin motivo ni freno, siempre siniestro, sobre las casas de cada ciudadano, así como algo ocupó décadas atrás el hogar de dos hermanos en "Casa tomada" de Julio Cortázar. Desierto como espacio que sólo puede traer barbarie, puro barro pantanoso sin futuro ni pasado en Pinedo, lugar para que el poder y la masacre se vuelvan señores y la memoria, la identidad, sean tesoros imposibles, a lo sumo clandestinos, para una élite.

7. María, cuenta por nosotros

Son pocos los buenos personajes femeninos, sobre todo en obras escritas por varones. Las mujeres suelen aparecer en literatura como madres u objetos de deseo, rara vez están trabajadas como personas, más allá de su sexualidad o de su rol maternal. Hay excepciones, y tal vez la tendencia esté empezando a modificarse, pero todavía es motivo de festejo descubrir un personaje literario femenino consistente, en el que su sexualidad o maternidad no son protagónicas, no definen cada una de sus acciones y sentimientos, sino apenas componentes importantes, entre otros, que motivan su accionar.

Lograr esto supone simultáneamente el desafío de no construir un varón en cuerpo de mujer. El género sexual es un procesador cultural demasiado potente, hay especificidad en el punto de vista femenino. Construir un personaje femenino consistente implica para los escritores hombres un esfuerzo que las mujeres (los oprimidos en general) están muy acostumbradas a hacer, por necesidad de sobrevivencia, y quienes están en situación de poder no precisan: el esfuerzo de ponerse en el lugar del otro (de la otra, en este caso). Hegel decía que el esclavo necesita conocer al amo para acomodarse a él y sobrevivir, pero el amo no precisa conocer al esclavo. La ausencia de subjetividad propia de la mayor parte de los personajes femeninos (incluso de escritores extraordinarios, como Juan José Saer) tiene que ver probablemente con el desinterés por entender a una mujer y sacarla de los estereotipos cómodos.

El año del desierto consigue una protagonista consistente, una mujer-persona que es además la voz que relata toda la historia. En el comienzo de la novela habla desde un presente final, cuando su país ya ha terminado, cuando está mutilada y a salvo en una tierra extranjera, forzada a hablar una lengua distinta de la que está escribiendo. María usa allí el tiempo presente sentencioso, sereno, triste (un castellano que sobrevive en ella como el tesoro donde guarda su identidad y soledad), para relatar cómo se hacen trenzas chatas en el pelo, algo que está enseñando -es una suerte de misteriosa madre experta- a las niñas que visitan la biblioteca donde trabaja. Luego sabremos que se trata de trenzas que aprendió a hacerse ella misma cuando vivió entre indias, en el desierto.

María enseñará a los lectores el trenzado de su historia, de sus cambios, de "las Marías que yo fui, las que tuve que ser, que logré ser, que pude ser": lo que la narradora extranjera, refugiada, tiene para contar, su historia individual que figura la debacle colectiva del país que ya no existe. Es la trenza argentina, desopilante trenza vertiginosa que entrecruzará un hecho tras otro en las páginas siguientes, construyendo una figura densa y extensa, hilada por una María que será secretaria, enfermera, mucama, prostituta, india, santa, cautiva, mujer del mítico líder de la resistencia y tantas otras cosas, sin haber elegido ninguna de estas definiciones, sin más opción que la de transitar lo que ellas le proponen con la mayor astucia y lucidez posibles.

María es culta, sensible, demasiado inteligente como para hacerse cómplice de las peores ideologías que invaden a buena parte de sus compatriotas, quienes atenazados por el terror se vuelven fachos y racistas, ama la literatura y ama su sangre irlandesa, pero no es épica, no es heroica (aunque sea una heroína), no es una versión femenina del audaz e idealista protagonista masculino de las novelas de acción. Pese a la potencia de su vida interior y a la lucidez que demuestra para entender lo que está pasando, pese al coraje y la integridad con que afronta situaciones tremendas (por ejemplo como enfermera, o cuando, obligada a prostituirse, resiste solidariamente, con sus compañeras, el maltrato y la explotación), tiene bajo perfil, en un sentido es una persona cualquiera. El que deviene héroe mítico es su novio. Y él no es el protagonista de la novela sino una sombra que ella intenta encontrar.

Podría decirse que Marial toma el sexista lugar común de "la gran mujer que está detrás del gran hombre" y lo rehace, contando el relato desde el punto de vista de la oscura "gran mujer" y dejando al "gran hombre", con todo su mito, a un costado de la trama.

Este punto de vista no es declarativamente femenino. En observaciones pudorosas donde María lamenta no haber podido depilarse, en la particular sensibilidad hacia los afectos y los débiles, en la naturalidad e inteligencia con que se coloca en un lugar secundario para sobrevivir sin llamar mucho la atención, en la fidelidad a su sueño amoroso, la escritura logra ser la voz de una mujer.

María es, como su nombre, bíblica, fundante y al mismo tiempo vulgar. Las múltiples Marías rechazan cualquier santidad y pureza; sí connotan una esperanza: que la mujer sea capaz de sostener, aunque sea desde un costadito, la resistencia contra la degradación y la debacle que afectan al mundo; y que si toda su fuerza no alcanza para evitarlas, que por lo menos le quede la fuerza de relatar, de transmitir. Cuando del país no haya ya nada ni nadie, cuando esté borrado de los mapas que la bibliotecaria de cabello rojo ordena melancólicamente en la biblioteca, será voz de mujer la que escribirá El año del desierto, usando su lengua perdida, sobreviviente, en el país lejano (19):

"Este trabajo me gusta. Me gusta el silencio. (...) A veces tengo que encerrarme acá para hablar sin que me vean, sin que me oigan, tengo que decir frases que había perdido y que ahora reaparecen y me ayudan a cubrir el pastizal, a superponer la luz de mi lengua natal sobre esta luz traducida donde respiro cada día. Y es como volver sin moverme, volver en castellano, entrar de nuevo a casa. Eso no se deshizo, no se perdió; el desierto no me comió la lengua."

8. (final) Intemperie

En el año 2004 organicé en el Centro Cultural de España un ciclo sobre literatura argentina reciente. Su subtítulo, "los que escriben después de los años 80", presuponía que luego del breve auge, hace más de veinte años, del último grupo de escritores visibles en los medios, agrupados alrededor de la revista Babel y de la Biblioteca del Sur (colección de Editorial Planeta, dirigida por Juan Forn a comienzos de los 90), venía un pozo negro de desconocidos, escritores y escritoras nóveles que compartían el anonimato y la indiferencia de críticos y lectores, con otros que tenían algo más de 40 años y muchos libros publicados.

De esas obras "nuevas" (a veces había que usar ese adjetivo para señalar obras escritas hacía más de una década), de ese nutrido y muy rico corpus de literatura desaprovechada, quería yo que se hablara en el ciclo. Es decir: que se escuchara lo que tenían para decir las generaciones que nacieron después de 1960, los que en 1976 eran niños o bebés, o aún no habían nacido, y hoy son jóvenes en un país que todavía no ofrece proyecto a su juventud, ni la respeta.

Elegí llamar al ciclo "Jóvenes a la intemperie". La palabra intemperie se me volvió reveladora a partir de este fragmento de El grito, de Florencia Abbate:

"Me pregunto si en un tiempo donde no hay en ningún lado un lugar confortable, la intemperie no sería quizás una forma de salvación, un espacio en el que el cuerpo y sus sombras podrían por fin tratar de fluir, aun entre objetos desechos a punto de borrarse, aunque rondara el horror desbaratando casas, barrios, ciudades, y sólo quedaran los contornos, el polvo de los días y los muertos en torno a nosotros, como reclamos..."

Es significativo que la misma palabra haya sido elegida por Pedro Mairal para designar el fenómeno fantástico que irrumpe y deshace el país hasta borrarlo del mapa. La intemperie produce El año del desierto: denunciarla es un delito que el poder castiga con desaparición, tortura y muerte; vivirla, el destino de los habitantes y la aventura personal de María. El título de Mairal coopta tanto un sintagma de Arlt -"el desierto entra en la ciudad", título de una obra de teatro que sin embargo poco tiene que ver con la novela- como esa palabra intemperie que tal vez esté dibujando un itinerario en la última literatura.

Cuenta María:

"A la vuelta, no quisimos pasar por el basural y caminamos por el medio de Las Heras. El lugar no había cambiado tanto. Otras veces había sentido lo mismo al cruzar esa avenida. Incluso, estando todavía los edificios altos, había tenido una sensación de intemperie. Era algo físico, cuando cortaba el semáforo y no pasaban autos ni colectivos, y yo cruzaba mal, por la mitad. Durante un instante, había mucho cielo ahí en medio del asfalto y un viento raro me arremolinaba el pelo... Debajo de la ciudad, siempre había estado latente el descampado." (subrayado mío)

Aceptar la intemperie como condición latente de la escritura, de la existencia, del país, incluso de cualquier construcción posible de algo nuevo (una novela es "algo nuevo"), no es solamente una característica de El año del desierto; la encontramos en la mayor parte de las obras valiosas de los últimos 25 años. Los escritores nuevos cargan "con el desamparo que produce vivir en la Argentina", como señaló Ariel Bermani para los cuentistas, "y comparten también, a pesar de las diferencias estéticas, una forma de mirar la realidad: miran de costado, con una mirada huérfana, cínica, sin dejarse atrapar ni apartarse por completo, pero sin terminar de creer en lo que están viendo."(20)

Cuando en la realidad "sólo quedan los contornos, el polvo de los días y los muertos en torno de nosotros como reclamos", cuando una historia reciente de fantasmas insepultos y un presente de intemperie borran el horizonte, queda la lucidez. Si las distopías ocupan el lugar que alguna vez tuvieron las utopías, la única esperanza nacerá de entender y abrir los ojos, sin mentiras piadosas. La mejor literatura nueva hace de la lucidez su herramienta. Vestida de cinismo, de humor negro, de amarga parodia o de distancia sustanciosamente socarrona, sale a advertir a una sociedad que, tal vez para no pensar, le daba la espalda, y que a lo mejor empieza, en este último tiempo, a darse vuelta.

El año del desierto imagina y relata hasta el final un hundimiento que a lo mejor es un conjuro para que, en la ficción, el horror termine de cumplirse y acá afuera, en el descampado, podamos empezar a construir un techo, algo donde habitar que no precise de engaño, de aplausos entusiastas de la TV histérica, de dibujos triunfalistas de un futuro que nunca ocurre o de intelectuales gestos de festejo desde el sillón confortable donde aguantamos la paz de los cementerios.

Un techo de entendimiento lúcido, nada más, para contemplar bajo él las ruinas y el desastre, juntos y de pie, con los ojos abiertos.

Un techo para empezar otra vez.

Elsa Drucaroff





NOTAS

(1) Me refiero fundamentalmente a Drucaroff, Elsa, "Fantasmas en carne viva. Narrativa argentina joven", Boletín de Reseñas Bibliográficas, 9/10 (Número aniversario dedicado a la narrativa latinoamericana actual), Buenos Aires, Instituto de Literatura Hispanoamericana, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 2004 (en prensa). Pero también a "Qué escriben los jóvenes", revista Eñe de Cultura, Clarín, 15-5-2004 (que "Fantasmas..." desarrolla y amplía), y a diferentes ponencias, artículos críticos y comentarios radiales que vengo haciendo en los últimos años.

(2) Baudrillard, Jean, La ilusión del fin, Barcelona, Anagrama, 1993.

(3) El concepto de "tabú del enfrenamiento" fue elaborado en forma grupal durante un seminario de investigación que transcurrió en la Facultad de Filosofía y Letras, entre 1992 y 1997, con el título de "Poderes de la ficción", en el que estudiamos la narrativa producida a partir de 1993. Integraron el grupo Julio Schwartzman (que lo dirigía), Marcelo Bello, Sandsra Gasparini, Claudia Román, Silvio Santamarina y yo. Por tabú del enfrentamiento entendíamos una prohibición que opera obturando no sólo l a representación de la militancia revoluciionaria, armada o no, sino también el desarrollo de cualquier polémica, desacuerdo aún teórico o académico, pensamiento comprometido con su incidencia política o social.

(4) No se habla en este trabajo de la producción poética que las nuevas generaciones están haciendo ya desde fines de los 80 con notable calidad, y de la cual podrían decirse, con matices, algunas cosas parecidas.

(5) Schweblin, Samanta, El núcleo del disturbio, Bs. As., Destino, 2002.

(6) Bermani, Ariel, Leer y escribir, Bs. As., Interzona, 2006.

(7) Se las puede leer en "Caparrós, Martín "Nuevos avances y retrocesos e la nueva novela argentina en lo que va del mes de abril", Babel, Bs. As., año II, N°10, julio 1989. Allí, con desparpajo y entusiasmo, poniéndose como vocero de un grupo de escritores jóvenes que menciona cuidadosamente, Caparrós se burla de los intentos de hacer realismo y pensar el país, que considera ingenuos, y postula que ya que no hay nada en serio que hacer, llegó la hora de divertirse, hablar de la China o de otras exóticas lejanías imaginarias. El texto es un lugar privilegiado para observar el tabú del enfrentamiento y sobre todo las consecuencias últimas a las que puede llevar cuando se lo abraza sin escrúpulos ni amargura. El Caparrós de julio de 1989 captaba con notable oportunidad el espíritu menemista a punto de conquistar el clima entero de la patria, y defendía el nombre Shanghai para el grupo de estos nuevos escritores, en nombre de la corrupción y del alegre brillo cosmopolita del puerto exótico: "Shanghai (...) es un puerto, una frontera. Shanghai, niña mía, es la avanzada de la corrupción y el desmadre (...). Shanghai es un exotismo en el tiempo, una vía libre hacia el anacronismo".

(8) Pienso en los precursores relatos de Rapado, de Martín Rejtman (Bs. As., Planeta, 1992), el impecable Examen de residencia, de Eduardo Muslip (Bs. As., Simourg, 2000), en excelentes cuentos de Patricia Suárez en Rata paseandera (Rosario, Bajo la Luna Nueva, 1998) o Esta no es mi noche (Bs. As., Alfagara, 2005), en el joven Federico Falco y sus Veintidós patritos (Córdoba, La Creciente, 2004), 00 (Córdoba, Alción, 2004), o en "Signo de los tiempos" y "Aquella solitaria vaca cubana", de Romina Doval (Signo de los tiempos, Bs. As., Colihue, 2004). Pienso también en el jocoso trabajo con la inmovilidad de la historia que se puede leer en los relatos absurdos y siniestros de Samanta Schweblin (El núcleo del disturbio, op. cit.), o con el pasado que inmoviliza el presente en los cuentos terroríficos de Gustavo Nielsen (Playa quemada, Bs. As., Alfaguara, 1994) o Marvin (Bs. As., Alfaguara, 2003), en relatos de la antología de escritores menores de 35 años como "El hipnotizador personal", del mismo Mairal, o "Las cosas, los años", de Pablo Toledo (Maximiliano Tomas -selección y prólogo-, La joven guardia. Nueva narrativa argentina, Bs. As., Norma, 2005) . Sobre este ideologema de la inmovilidad y el vacío, ver Drucaroff, Elsa, "Fantasmas en carne viva. Narrativa argentina joven", Boletín de Reseñas Bibliográficas, 9/10 (Número aniversario dedicado a la narrativa latinoamericana actual), Buenos Aires, Instituto de Literatura Hispanoamericana, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 2004 (en prensa); también mis artículos "Fantástico desencantado. Los nietos de Julio Cortázar", en Abbate, Florencia (editora) Homenaje a Julio Cortázar (1914-1984), Bs. As., Eudeba, 2005, y "Sobre Eduardo Muslip", introducción al "Dossier Eduardo Muslip" en Mil Mamuts, N°2, Bs. As., juno 2005.

(9) Florencia Abbate, El grito, Bs. As., Emecé, 2004; Ignacio Apolo, Implosión, estrenada en el Tristan Bates de Londres en abril de 2005, junto con otras 7 obras de distintos países, bajo el título general de Broken Voices. Claudia Piñeiro, Las viudas de los jueves, Bs. As., Alfaguara, 2005; Vivana Lysyj, Peircing, Bs. As., Alfaguara, 2006; Alejandro Parisi, "Un lugar más alejado", en Maximiliano Tomas (selección y prólogo), La joven guardia. Nueva narrativa argentina, op. cit.

(10) Lukacs, Georg, La teoría de la novela, México, Grijalbo, 1977.

(11) Gamerro, Carlos, Las islas, Bs. As., Simourg, 1998. Gamerro, Carlos, El secreto y las voces, Bs. As., Norma, 2004.

(12) Falco, Federico, "00", en su: 00, op. Cit

(13) "En declaraciones de 1970, Rodolfo Walsh lamentaba que el periodismo de acción y la política no le permitieran el repliegue y la tranquilidad necesarias para hacer ficción, y afirmaba: "pareciera que el mayor desafío que se le presenta hoy por hoy a un escritor de ficción es la novela". (...) En aquel 'hoy por hoy' se aludía a un presente en el que explícitamente y sin saber mucho por qué, se vislumbraba que la narración había ganado la partida, que se había impuesto como estructura literaria, que la tendencia predominante era jerarquizar en primer lugar el género novela y privilegiar el gesto narrativo." Drucaroff, Elsa, "La narración gana la partida. Introducción", en Drucaroff, E. (dirección), La narración gana la partida. Volumen 11 de la Historia Crítica de la Literatura Argentina, Bs. As., Emecé, 2000. Dirección integral de Noé Jitrik.

(14) Gandolfo, Elvio, "El manuscrito de Juan Abal", en revista El Péndulo, Bs. As., N°6, segunda época, enero 1982; cuento publicado también en Sánchez, Jorge A. [selección y notas], Los universos vislumbrados, Buenos Aires, Andrómeda, 1996. Gandolfo, Elvio, "La mosca loca", en Capanna, Pablo, Ciencia ficción argentina. Antología de cuentos, Bs. As., Aude, 1990.

(15) Elvio Gandolfo, "La ciencia-ficción argentina", prólogo en Sánchez, Jorge A. (selección y notas), Los universos vislumbrados. Antología de Ciencia Ficción en Argentina, op. cit.

(16) Eso afirma Pablo Capanna en su ensayo El mundo de la ciencia ficción. Sentido e historia, Bs. As., Letra Buena, 1992.

(17) Pinedo, Rafael, Plop, Bs. As., Interzona, 2004.

(18) Martínez Estrada, Ezequiel, Radiografía de la pampa, Bs. As., Losada, 1983; Martínez Estrada, Ezequiel, Muerte y transfiguración de Martín Fierro, Rosario, Beatriz Viterbo, 2005.

(19) Finisterre, de María Rosa Lojo (Bs. As., Sudamericana, 2005), es una novela muy diferente, ambientada en el siglo XIX pero escrita y publicada al mismo tiempo que El año del desierto. Se cruza de un modo curioso con la obra de Mairal: elige una narradora mujer, pelirroja, de sangre celta (irlandesa y gallega, cruce éste -Irlanda y España- que se repite en María). Aunque la mujer de Finisterre no es de nacionalidad argentina, connota fuertemente argentinidad, tanto por su cruce de sangres como por su experiencia vital, cuyo relato constituye gran parte de la novela. Es fundamental en la trama de Finisterre por qué y para qué escribe esta mujer su historia, que envía en cartas regulares a una niña encerrada en un respetable hogar de Gran Bretaña. La niña ignora que su origen está signado por la sangre, el desierto, el choque cultural y la barbarie. La "trenza" que transmite y enseña en sus cartas la mujer pelirroja (refugiada, como María, muy lejos del desierto austral) cuenta cómo se perdió en la pampa, cómo vivió cautiva de los indios, cómo el desierto penetró en ella, la construyó y le enseñó quién era. Es interesante esta confluencia entre las dos novelas: ambas apelan al imaginario de fuerza política e integridad de la cultura celta, al desierto y a la mujer como narradora, custodia de la memoria, transmisora, develadora de identidades y de orígenes.

(20) Bermani, Ariel,"Cuentos, autores, genealogías (apuntes sobre la cuentística argentina actual)". En Mil Mamuts. Revista trimestral de cuento latinoamericano, Bs. As., N°4, dic., 2005.

Lunes por la madrugada...

Yo cierro los ojos y veo tu cara
que sonríe cómplice de amor...