En la franja más profunda del mar Tirreno habita el pez hielo, la oscuridad allí es más densa que en un agujero negro y aunque el pez hielo es transparente no tiene conciencia de serlo. El pez hielo no tiene pensamientos ni deseos, no conoce a ningún otro pez de su especie, no quiere ir a otra parte porque no sabe que existe esa posibilidad. Se desplaza, devora trozos de cristal y se complace en su absoluto. Es el pez que soñó Corolla y quizá Deleuze antes de saltar. No confronta, no es un rival, no es la publicidad de un perfume. Es el archienemigo de cualquier referente, el héroe de un mundo sin bordes. Y como sucede siempre, un día cualquiera, a ese paraíso del silencio llega un cadáver. No, aún no es un cadáver, es un papiliochromis. No viene del océano sino de una pecera, era la mascota de alguien, lo dieron por muerto, lo tiraron al retrete, bajaron la palanca y recorrió mil kilómetros por un tubo hasta el hogar del pez hielo. Esa es la densa oscuridad que lo rodea, la mierda de todos los culos que habitan en Ciudad Inmóvil. En su agonía, el papiliochromis le habla al pez hielo de luminosos atardeceres frente al mar, de ciudades, luces multicolores, alimento concentrado, documentales de Jacques Cousteau y todo aquello que veía en el televisor de su dueña. Una vez que lo ha contaminado de inquietud, expira, y como es apenas obvio el pez hielo empieza a soñar con la luz.
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De niño capturaba salamanquejas, las metía en un frasco, las alimentaba con insectos y al cabo de dos o tres días las liberaba. A algunas les ponía nombres y recuerdo en particular a Marlene. Medía catorce centímetros y tenía una mancha negra en la cabeza, no quiso comer ni estuvo un segundo tranquila dentro del frasco y esto me hizo odiarla. Como castigo le corté la cola (no lo había hecho con ninguna de mis anteriores huéspedes) que estuvo saltando en el vacío más de quince minutos y cuando se quedó quieta la metí en el frasco con Marlene. El castigo la enfureció e intentó morderme, perdí el control y con la punta de un lápiz le atravesé la cabeza y seguí agujereándola hasta que no salió una gota más de su sucia sangre. Estaba furioso y hubiera querido hacerle más daño y luego la rabia se fue diluyendo y empezó un dolor. No, al inicio no era un dolor, era una sensación de fastidio enquistada en mitad del pecho que si respiraba profundo se parecía a un dolor. No conocía esa sensación y pensé que pasaría como sucede con el hipo y no pasó, permaneció allí y todavía cuando respiro profundo puedo sentirla. El cadáver de la salamanqueja se fue resecando en el frasco y los insectos que debían ser su alimento terminaron devorándola. Una noche, siendo ya adolescente, le escribí un poema. Había escuchado a un cantante heroinómano decir en una entrevista que los poemas podían curar los sortilegios del mal y le creí (después ese cantante terminó suicidándose y supuse que los poemas fallaron). Ese poema y otros que escribí en el mismo período terminé destruyéndolos a causa de la depresión, lo que recuerdo es que hablaba de lo mal que una criatura grande y fuerte puede llegar a sentirse cuando lastima a una pequeña y frágil y de cómo el golpe regresa a quien lo asesta. Dañar es un oficio/ un destino cifrado/ una orden milenaria de dioses sin corazón… No puedo recordarlo con exactitud, sé que imaginé a mi padre como un ogro con mis ojos y a madre como una salamanqueja de rostro alargado. La noche que lo escribí había ingerido varias dosis seguidas del tranquilizante que me había recetado Jacobi y tuvieron que llevarme de emergencia al hospital, incluso llegaron a pensar que era un intento de suicidio. Habría sido cómico terminar como aquel cantante. Dañar te excita, te lleva alto, te aguza los sentidos/ y luego te regresa más atrás del punto de partida/ Hice daño a Marlene y ella me partió el alma en dos/ Era un niño inocente/ un dulce criminal/ me libré de la silla eléctrica/ de la vida aún no. O algo así, un mal poema, pretencioso como todos los poemas. El poema falló, quizá porque cuando se escribe un poema se pretende decir algo más importante que la razón de escribirlo. No se puede escribir con humildad ni dañar a alguien y salir bien librado. Enterré los restos de Marlene en el fondo del patio junto al lápiz, ahora el lápiz tiene un efecto simbólico, en aquel momento pensaba sólo en no dejar evidencias del crimen.
* Fragmentos de la nueva novela de Efraim Medina Reyes (Cartagena, 1967), cedidos por su autor a Dominical.
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