miércoles, 30 de enero de 2013

100

Mi salud mental y mi alegría emocional se miden por cantidad de entradas en mis blogs. Se ve que enero 2013 estuve al 100 %

martes, 29 de enero de 2013

La invención de la cultura heterosexual


Perfil.com domingo
27/1/2013


Historia hetero
Enciclopedia de un tema tabú

Con La invención de la cultura heterosexual resurge el debate en torno a una problemática normativa, “normal” o mayoritaria. Por qué la reflexión sobre estudios de género y la identidad gay y lesbiana implicó que no se analizara la no naturaleza de la heterosexualidad. Una obra polémica y reveladora.

Por Luis Diego Fernández



Resistencias. Tres instituciones frenaron la cultura heterosexual: la moral caballeresca, la clerical y la médica (imagen: Pigmalión, de Paul Delvaux, 1933).

Louis-Georges Tin (Isla de Martinica, 1974) es profesor en la Escuela Normal Superior de París. Especialista en historia de la sexualidad, su obra no sólo se ha remitido a los trabajos de investigación académica sino a la defensa activa de los derechos humanos, la lucha contra la homofobia, transfobia y el racismo. La reciente edición de su ensayo La invención de la cultura heterosexual (Cuenco de Plata) es un hecho significativo.

¿Cuáles son las razones de la importancia de tal evento? Quizá son polivalentes, pero todas las tentativas son arriesgadas y abren puertas inéditas en este sentido.

La pregunta insólita que inaugura este texto se podría formular de esta manera: ¿cuándo comenzó la cultura heterosexual? Quizá la mera formulación de tal interrogante resulta extraño así como lógica su ausencia de referencias: ¿por qué pensar algo normativo, “normal” o mayoritario como problema? Lo que señala Tin es que debemos pensar la heterosexualidad como anomalía y, sobre todo, porque se la sometió y convirtió en una mera sumisión a la norma, cuando no siempre lo fue. Aunque resulte extraño, pocas cosas dañaron más a los heterosexuales que la heteronorma, vale decir, el imperativo heterosexista y la pareja hombre–mujer como figura estructurante del pacto social. En este sentido, lo que el autor realiza es una magnífica arqueología, en clave foucaultiana, de la cultura heterosexual, que deja en evidencia que al referirnos a “cultura” no estamos hablando estrictamente de “sexualidad” sino de artificio y la construcción de la identidad heterosexual.

Hay algo interesante que señala Tin: el haber reflexionado en las últimas décadas de modo tan sistemático sobre los estudios de género y la identidad gay y lesbiana implicó que su pensamiento (y de muchos otros) se corriera hacia la cuestión heterosexual, a la no naturaleza de la heterosexualidad. De modo que pensar el género, también, implicó, lógicamente, una reflexión inédita sobre la cultura heterosexual.

Hay una palabra clave en el texto: “homosocialidad”. Lo que Tin llama de esta forma hace referencia al vínculo entre hombres que imperó durante más de dieciséis siglos en Occidente (desde Grecia y Roma) y se mantuvo con vigor hasta el siglo XI en la Europa medieval. El gesto definitorio del pasaje de la homosocialidad (que no implicaba una connivencia carnal ni actos sexuales en todos los casos) hacia una cultura heterosexual, con la mujer incorporada a escena, tuvo grandes resistencias en la historia, que el autor desgrana con detalle. En este sentido, así como tenemos prácticas alimenticias (que se disparan del hambre) también asistimos a una cultura gastronómica (que culturiza y estetiza esa función fisiológica); en el plano de la heterosexualidad nos encontramos en la misma cuestión: una práctica heterosexual (un “instinto” de vincularnos sexualmente con el sexo opuesto) y una cultura heterosexual (no presente en todas las culturas y todas las épocas). Sobre este último punto, que hoy nos resulta “normal” y “naturalizado”, es que Tin opera su desmontaje.

Existen tres grandes resistencias a la imposición de la cultura heterosexual, y donde la homosocialidad marcó sus territorios: la resistencia caballeresca (la moral del héroe), aquí se critica lo “hétero”, es decir, la incorporación de la mujer; la resistencia clerical (la moral católica), aquí se critica lo “sexual” y se busca divinizar a la mujer; y, por último, la resistencia médica, aquí se critica el “amor” y se busca curar la enfermedad amorosa y enmarcar al heterosexual en el marco conyugal desapasionado.

Tin plantea la cultura heterosexual como un “dispositivo sociosexual” que comienza a gestarse en el siglo XII a través de la aparición del llamado “amor cortés”. En la ética del amor cortés y la trova provenzal aparece la adulación y adoración a la mujer por parte del caballero, a modo de conquista. Aquí se pueden ver los primeros síntomas de ese pasaje de la antigua cultura homosocial a la nueva cultura heterosexual, pero a la que se comienza a asistir, no sin fuertes oposiciones. El amor viril de caballeros y la exaltación de la virtus y valores masculinos (fortaleza física, coraje, valentía) se mantienen en el marco de la proeza, del mismo modo que la “heterosexualidad” sólo era reducida a un lugar accesorio y a su necesidad reproductiva de mantenimiento de la especie (como lo era en Grecia). La trova provenzal del amor cortés lo que hace es instalar una relación asimétrica entre hombre–mujer, donde la adulación en verdad oculta códigos, intereses y la evidencia de una regulación (castas, nobleza), donde el status celebrado de la mujer, no hace sino reafirmar el poder sobre ellas y la autoridad del hombre soberano al servicio del poder. De este modo, el amor cortés (heterosexual) y el amor de caballeros (homosocial) son funcionales en su desplazamiento de la mujer. Una obra como Tristán e Isolda ejemplifica a la perfección esta lógica nueva, y el surgimiento de la pareja hombre y mujer. Del mismo modo, los poetas petrarquistas (hasta el siglo XVI) colocan al amor como un tema central en su canto, algo nuevo hasta ese momento. Autores como Pierre Corneille y Jean Racine ya celebran el amor cortés de un modo notorio, algo que se extenderá en el teatro y luego en todos los medios de comunicación masivos y las producciones cinematográficas de Hollywood durante el siglo XX.

Sin embargo, la imposición de la cultura heterosexual, también tuvo una fuerte resistencia clerical. En el siglo XIII es la Iglesia la que ve en el auge del amor cortés una cuestión preocupante que produce malestar en los clérigos. La mujer misma es vista por la Iglesia como “problema” y su rechazo reposa en el desprecio a la sexualidad. La Iglesia veía como amenaza que la ética cortés impusiera el amor hacia la mujer como algo superior al amor a Dios (espiritual). La misma poesía cortés es colocada en la lista negra y estigmatizada como diabólica. Sin embargo, la autoridad eclesiástica comienza a ceder lentamentamente en el marco de la relación hombre –mujer, aceptando este vínculo estrictamente en el marco conyugal. El casamiento se convierte en sacramento en el IV Concilio de Letrán (1215). A partir de allí, la alabanza a la mujer se acepta siempre que se divinice. La poesía mariana, precisamente, expresa esa sublimación del amor a la virgen. Paralelamente, pensadores católicos capitales como San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino, emprenden críticas durísimas hacia la sodomía. En sólo un siglo se pasa de la relativa indiferencia hacia el acto sodomita a la condena en la hoguera de aquellos practicantes. Lo mismo se hace patente con el desprecio al vínculo entre mujeres al que se califica como “bestialismo”.

El triunfo de la “cultura heterosexual” se consolida hacia el siglo XVII, donde el culto al amor cortés se torna norma. A pesar de ello, es otra resistencia, en este caso médica, la que plantea su objeción. Desde Ovidio, que planteaba que el amor era una enfermedad o manía (remedia amoris) hasta el Renacimiento, se mantiene la idea del amor como patología. En los siglos XVI y XVII se puede encontrar obras tales como El antídoto del amor de Jean Aubery o De la enfermedad del amor o la melancolía erótica de Jacques Ferrand. En estos textos se compara al amor con el alcoholismo (ambos implican la sumisión o claudicación del espíritu). La enfermedad del amor depositará su dolor en un órgano que da cuenta del síntoma: el hígado. El amor duele en el hígado, señalan. Y es una enfermedad más proclive en jóvenes, mujeres, sanguíneos y biliosos (melancólicos), así como en temporadas cálidas (primavera o verano). Asimismo, los habitantes de tierras nórdicas son menos expuestos al riesgo del innamoramiento que los latinos. Efectivamente, el amor es una enfermedad del calor, como la fiebre uterina (histeria femenina).

La locura del amor también será pensada en el siglo XX por la psiquiatría y el psicoanálisis. En De la erotomanía (1902), es A.E Portemer quién plantea que el culto a la mujer (amor) es una enfermedad, que el arte ayudó a propagar, de allí que muchos artistas sean erotómanos, grafómanos y onanistas. En este marco es que aparece la palabra “heterosexualidad”, en 1893, por parte de Charles Hughes, para describir la “pasión mórbida por el sexo opuesto”. Por su parte, Sigmund Freud en Tres ensayos sobre la teoría sexual (1905) así como en Neurosis, psicosis y perversión (1922), ya plantea su tesis de la bisexualidad de origen, vale decir, el niño es un perverso polimorfo (bisexual), y por lo tanto, la heterosexualidad y la homosexualidad serán producto de efectos de la crianza, culturización, ambiente, vínculos filiales, etc.

¿La heterosexualidad como patología? Así lo fue a fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Hétero y homo eran atracciones enfermizas por el sexo opuesto o el mismo sexo, y “normal” eran las prácticas autónomas, donde no se hacía de la sexualidad una exaltación sino una reducción al mero casamiento y engendramiento de hijos. El amor, en este sentido, fue el opio de las mujeres (aceptar la sumisión voluntaria). En este punto, las ideas de Tin complementan la filosofía que Michel Foucault planteó en la Historia de la sexualidad (1976-1984): la medicina crea dos figuras a partir de fines del siglo XIX: el homosexual y el heterosexual. Lo curioso es que el imperativo de las prácticas homosociales del pasado (caballeros, clérigos) advertían que el contacto de los hombres con las mujeres los volverían afeminados o libertinos, y éstas serían las características de un heterosexual. Sí, un heterosexual sería afeminado y libertino, y efectivamente, esa figura mantuvo en diferentes registros los atributos marcados (desde el dandi al playboy, desde el putañero al polígamo). Paradójicamente, luego esos signos se atribuyeron peyorativamente al homosexual (femenino y promiscuo) para estigmatizarlo e injuriarlo.

Louis-Georges Tin realiza una tarea inédita y destacable: desmontar la naturaleza heterosexual y mostrarnos las costuras de fábrica. Algo que vimos también en la mutilación, ocultación y deformación de textos literarios como los Sonetos de William Shakespeare o Las flores del mal de Charles Baudelaire (también titulado Las lesbianas). El aporte de los estudios del feminismo y los queer studies a partir de la década del ochenta en los Estados Unidos ponen el foco en el concepto de “heteronorma”, y aquí lo más interesante del aporte Tin: la heteronorma no sólo fue opresora para los homosexuales, sino también para los heterosexuales. La heteronorma presiona y oprime con más dureza a los heterosexuales solteros, sin pareja, los divorciados, viudos o quienes eligieron voluntariamente la soledad. Será la propia norma heterosexual (construida) la que discrimine a los heterosexuales. La hipótesis de Tin reside en que el fin de la heteronorma implicará la posibilidad de pensar otra forma de heterosexualidad. De este modo, pensar la homosexualidad implica también pensar la posibilidad de una heterosexualidad antinormalizada, donde se busque al sexo opuesto por el mero placer de hacerlo (tomando de inspiración incluso prácticas de la cultura homosexual).

La heterosexualidad, de esta forma, es un tema huérfano, señala Louis-Georges Tin. El proyecto que el autor comenzó en este libro promete una continuidad que dará forma con dos tomos más. De esta manera, podemos ver la tarea de Tin como una Historia de la heterosexualidad así como fue la de Michel Foucault (también en tres tomos) una Historia de la sexualidad. En momentos donde la homosocialidad ha quedado reducida a ciertos ambientes donde se excluye a la mujer, pero donde se agravia hipócritamente a la homosexualidad (los deportes, por ejemplo), la pregunta que deberíamos formularnos es: ¿por qué hablamos tan poco de heterosexualidad? La respuesta reside en pensar la posibilidad de una cultura heterosexual ni normal ni normada, sino que sólo se rija por la simple atracción sexual hacia personas del sexo opuesto.



Shakespeare y Baudelaire, dos casos

En 1998 Louis-Georges Tin redactó un manual de literatura para un editor reconocido. En este manual, el autor recordó que el título alternativo de Las flores del mal de Charles Baudelaire fue Las lesbianas, e incluso algunos poemas sáficos fueron condenados en 1857. No es un caso aislado: la pasión por “heterosexualizar” escritores y escritos fue una actitud habitual y un procedimiento no insular. Prácticas de ocultación, mutilación, falsificación e interpretación forzada de textos son evidentes en casos testigo como los Sonetos de William Shakespeare. Publicados en 1609, los 126 primeros poemas amorosos de la obra están dirigidos a un joven, mientras que los 24 siguientes están dedicados a una misteriosa Dark Lady. En 1640, John Benson hace circular una edición en la que transformaba los he y los his por she y her. Este travestismo escriturario, da cuenta de un autor (un individuo llamado William Shakespeare) posiblemente bisexual, y que resultaba inadmisible para aquellos tiempos.

Idealizaciones que se hicieron hace un tiempo




Pistolas de rayos, aventuras en el espacio, máquinas imposibles, robots con personalidad, tecnología mágica,..

¿Os habéis preguntado alguna vez qué habría pasado si los sueños futurísticos de nuestro bisabuelos y tatarabuelos se hubieran cumplido?



Esta es una de las preguntas que se hacen los Retrofuturismos. Movimientos que se maravillan por las idealizaciones que hace tiempo se hicieron sobre su futuro. Movimientos con una fuerte carga visual que conducen al espectador a futuros que nunca fueron y, en casos como el Steampunk o el Dieselpunk, animan a que seamos nosotros quienes reconstruyamos estos futuros brillantes.. Retrofuturos que nos ilusionan, que nos provocan nostalgia, que nos inspiran, que nos motivan a hacer posibles cosas que no creíamos que éramos capaces de hacerlas, y que, incluso, responden a un mundo donde a veces, quizá, parece que la tecnología nos domina, en vez de dominarla nosotros.



Vemos representados los retrofuturismos en el comic, el cine, el diseño, la moda, la música,... ¡Los retrofuturismos forman parte de nuestra cultura pop-ular!



A través de múltiples actividades, como un punto de encuentro y venta de todo tipo de creadores retrofuturistas, mesas redondas, talleres, exhibiciones, juegos, proyecciones audiovisuales y artes escénicas, ¡os invitamos a disfrutar la experiencia retrofuturista del año!






Tomado de http://www.semanaretrofuturista.tk/

lunes, 28 de enero de 2013

Un monstruo que es al arte lo que al fanático la fe


El monstruo Nothomb
Por Juan Manuel Candal

Publicado el 16 agosto, 2012 por Juan Manuel Candal

Si bien hay algo de verdad en que Amélie Nothomb ha logrado transformarse en una figura estelar que trasciende su obra literaria en tanto fotos o retratos suyos aparecen en casi todas las tapas de sus libros, también puede pensarse que la autora (nacida en Japón, pero belga por ascendencia familiar y francesa por elección personal) ha logrado generar un corpus literario que va más allá del mero intento de construir relatos.

Una forma de vida, Amélie Nothomb
Anagrama, 2012, 152 págs.



«El monstruo Nothomb»

Algunas cuestiones relativas a Amélie Nothomb: escribe cerca de cuatro novelas por año, pero sólo publica una; debido a este procedimiento, acumula más de setenta manuscritos inéditos en su casa (el día en que la autora deje este mundo, de no haberlos quemado antes, los editores tendrán como nunca un botín que saquear y exprimir). En Francia, suele publicar en septiembre. Sus seguidores esperan la fecha casi como un ritual. Sus detractores la acusan de ser una máquina comercial impulsada por la industria y la publicidad: una estrella del campo literario.

Si bien hay algo de verdad en que Amélie Nothomb ha logrado transformarse en una figura estelar que trasciende su obra literaria desde el momento en que fotos o retratos suyos aparecen en casi todas las tapas de sus libros —además de muchas veces ser la protagonista o un personaje ficticio dentro del mismo—, también puede pensarse que la autora (nacida en Japón, pero belga por ascendencia familiar y francesa por elección personal) ha logrado generar un corpus literario que va más allá del mero intento de construir relatos. Todas sus novelas, dispares en sus resultados, parecen alimentarse las unas de las otras, como si estuvieran destinadas a ser partes de un obras completas futuro en el que cada libro no sea más que un breve capítulo más de lo que, en definitiva, será un monstruo literario espejo de la autora —del mismo modo en que la obra pictórica de Frida Kahlo supone un mapa íntimo de la artista plástica—.

«Detrás de toda obra se esconde una pretensión enorme, la de exponer tu visión del mundo. Si semejante arrogancia no se compensa con la angustia de la duda, el resultado en un monstruo que es al arte lo que el fanático a la fe.» dice Amélie Nothomb en Una forma de vida (pp. 74). Un soldado norteamericano le escribe desde Irak. La ha elegido, porque, según entiende Melvin Mapple, ella es la única persona que podrá entenderlo. Pero más tarde le aclara que, más allá de haber leído las traducciones de varios de sus libros, lo que le ha llevado a escribirle es que ha leído en la prensa que ella siempre contesta las cartas de sus corresponsales, y que si él puede contarle su historia a la escritora, entonces también existirá por fuera de su realidad, será parte de la imaginación de otra persona.

Así comienza Una forma de vida. Como suele suceder con las novelas de la autora de Estupor y temblores, la prosa va directo al punto. Sus ejes son la acción y la digresión. Nothomb no desperdicia ni una sola frase describiendo algo que no necesite ser descrito. Por eso también sus mejores títulos —Viaje de invierno, Ordeno y mando, Diario de golondrina, entre otros— tanto como los menos logrados —Diccionario de nombres propios, Antichrista, Ácido sulfúrico— se leen con una agilidad pasmosa. Y sin embargo, no es la prosa del bestseller de consumo rápido, sino más bien un estilo rabioso, sin contemplaciones respecto a lo que la autora considera irrelevante. La fuerza de su prosa implica al lector de manera hipnótica, y desde ese momento, casi todo juicio crítico queda suspendido. Por eso los críticos o la aman o la odian.

En Una forma de vida, el intercambio epistolar entre Melvin y Nothomb ocupa casi la novela entera (si bien tiene un final totalmente delirante que hará las delicias de sus seguidores). El soldado norteamericano tiene una historia que contar: ingresó al ejército porque vivía en las calle, pasando hambre y apenas sobreviviendo al frío. Le habían asegurado comida y un techo en la milicia norteamericana y desde entonces recuperó su peso normal. Pero al poco tiempo comenzó la invasión a Irak (la autora no se priva de hacer algunos comentarios mordaces aquí que incluyen a Bush, Obama y hasta a Sarkozy) y Melvin partió hacia el frente, donde se cometieron todo tipo de aberraciones que tampoco son narradas más que elípticamente. Más interesante resulta saber que el soldado ha ido aumentando de peso a tal punto que calcula que pronto rozará los 200 kilos. Cuenta que en la época de Vietnam tenían el opio. Pero estamos en el siglo XXI y del país con más tendencia a la obesidad en el mundo, lo que tienen para consumir de modo adictivo es la comida. Engordan como modo de pagar sus culpas, como consuelo ante la desolación, como manera de asimilar el horror. Melvin llega incluso a contar que dado que ya tiene el peso de una persona extra en su cuerpo, por las noches a veces abraza su propia carne, su propia grasa, y finge que es una mujer iraquí que duerme junto a él. Una mujer que vale por todas las mujeres que han muerto de forma espantosa durante la estadía de las fuerzas norteamericanas en suelo ajeno.

Nothomb, la narradora que se escribe con el soldado, se conmueve ante este relato y empieza a entrar en la espiral descendente de esta psiquis dañada y dolida. Su fina ironía no deja de comparar el mal americano de la obesidad con el hambre que sufrió ella incluso en su juventud, las construcciones culturales («Podría parecer que en los USA la mentira sea el mal por excelencia, si puedo expresarlo así. Sin duda soy muy europea: la mentira sólo me ofusca si perjudica a alguien»), los modos de construir la repulsión a uno mismo e incluso el modo de invadir la vida de otro, porque más allá de la fascinación que el intercambio le supone, la escritora comprende que Melvin está invadiendo su vida desde la primera carta, y que como muchos otros, espera de ella una cantidad de cosas, entre otras, existir para ella, lo cual supone también transformarla en un satélite de la historia del obeso soldado.

Cuando creemos que la historia está más o menos planteada, la cuestión toma algunos giros inesperados y la novela empieza a mostrar sus cartas. Para alegría de todos, lo primero que muestra es una suerte de carta de intención: Nothomb no va a entrar en el terreno fácil de transformar la historia de Melvin en la novela que estamos leyendo. Hay otros ángulos retorcidos que revelar y en ellos anidará la segunda mitad de la historia.

Para seguidores y detractores, este es otro libro de la autora en su mejor forma. Cuesta decir si supera al anterior, Viaje de invierno, pero de cualquier manera es una lectura inteligente de una prosa destacable con un estilo contundente que no es para todos los gustos. Desborda inteligencia y precisión, y también ese narcisismo tan propio de la materia prima desde la cual escribe Amélie Nothomb. De semejante caldo siguen produciéndose libros que auguran una cercanía cada vez más palpable a lo que, en algún momento, será su obra maestra definitiva.


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sábado, 26 de enero de 2013

No eres un semental. No eres un ladrón de corazones

LEONARD COHEN.- CÓMO DECIR POESÍA

Por ejemplo la palabra mariposa. Para usar esta palabra no hace falta aligerar la voz, ni dotarla de pequeñas alas empolvadas, ni inventar un día soleado o un campo de narcisos, ni estar enamorado, ni estar enamorado de las mariposas. La palabra mariposa no es una mariposa de verdad. Está la palabra y está la mariposa. La gente tendrá todo el derecho a reírse de ti si confundes estos dos conceptos. No le des tanta importancia a la palabra. ¿Qué quieres transmitir, que amas a las mariposas con más perfección que nadie o que entiendes realmente su naturaleza? La palabra mariposa no es más que un dato. No te da pie a revolotear, elevarte, proteger las flores, simbolizar la belleza y la fragilidad o interpretar de alguna forma a una mariposa. No representes las palabras. No representes nunca las palabras. No intentes nunca despegar del suelo cuando hables de volar, ni gires la cabeza y cierres los ojos cuando hables de la muerte. No me mires con ojos ardientes cuando hables del amor. Si quieres impresionarme al hablar del amor, métete la mano en el bolsillo o debajo del vestido y acaríciate. Si tu ambición y tu hambre de aplausos te ha llevado a hablar del amor, debes aprender a hacerlo sin desacreditarte a ti mismo ni lo que dices. ¿Que expresión podría definir nuestra época? Nuestra época no tolera expresión alguna. Todos hemos visto fotografías de madres asiáticas desoladas, así que no nos interesa la agonía de tus órganos achacosos. Nada de lo que puedas expresar con tu cara tiene parangón con el horror de nuestro tiempo. No lo intentes siquiera. Sólo merecerías el desprecio de los que han sido tocados en lo más hondo. Todos hemos visto telediarios con seres humanos embargados por el dolor y la desazón. Todos sabemos que comes como Dios manda y que hasta te pagan para que te subas a un escenario. Estas tocando para gente que ha vivido catástrofes, así que tranquilízate. Di las palabras, transmite los datos y hazte a un lado. Todos sabemos que sufres. No puedes contarle al público todo lo que sabes del amor en cada verso de amor que digas. Hazte a un lado: la gente sabrá lo que tú sabes porque ya lo sabía. No tienes nada que enseñarles. No eres más hermoso que ellos. Ni más sabio. No les grites. No fuerces una entrada en seco. Eso es sexo mal practicado. Si muestras el contorno de tus genitales, entrega lo que prometes. Y recuerda que, en el fondo, la gente no quiere acróbatas en la cama. ¿Que necesitamos? Estar cerca del hombre natural, estar cerca de la mujer natural. No quieras ser un cantante venerado por un público numeroso y leal que desde siempre ha seguido los altibajos de tu carrera. Las bombas, lanzallamas y demás mierdas han destruido algo más que árboles y poblados. También han destruido los escenarios.
¿Acaso creías que tu profesión iba a escapar de la destrucción general? Ya no hay escenarios. Ya no hay candilejas. Estás entre la gente, por tanto sé modesto. Di las palabras, transmite los datos y hazte a un lado. Quédate sólo. Quédate en tu habitación. No montes un número. Se trata de un paisaje interior. Está dentro y es privado. Respeta la intimidad de tus textos pues fueron escritos en silencio. La valentía de la interpretación es decirlos. La disciplina de la interpretación es no violarlos. Deja que el público sienta tu amor por la intimidad aunque ésta no exista. Sé una buena puta. El poema no es un eslogan. No puede promocionarte. No puede fomentar tu reputación de sensible. No eres un semental. No eres un ladrón de corazones. Tanto gángster del amor y tanta tontería. Eres un estudiante de disciplina. No representes las palabras. Las palabras mueren cuando las representas, se marchitan, y no nos queda más que tu ambición. Di las palabras con la precisión exacta con que comprobarías la ropa de tu colada. No te conmuevas con una blusa de encaje. Unas braguitas no tienen por qué ponértela dura. No tiembles al ver una toalla. Las sábanas no han de dibujar una expresión de ensueño alrededor de tus ojos. No hace falta que llores en el pañuelo. Los calcetines no están ahí para evocarte extraños y lejanos viajes. No es más que tu colada. No es más que tu ropa. No seas un mirón escudriñando a través de ella. Limítate a llevarla puesta. El poema es mera información. Es la Constitución de la patria interna. Si lo declamas y lo hinchas con nobles intenciones, no eres mejor que esos políticos que tanto desprecias. No haces más que agitar una bandera y llamar patéticamente a la patriotería emocional. Piensa en las palabras como ciencia, no como arte. Son un informe. Es como si dieras una conferencia en la Federación de Montañismo. Las personas que te escuchan conocen todos los riesgos de la escalada, y te honran dando por sentado que lo sabes. Si se los pasas por la cara, estás insultando la hospitalidad que te ofrecen. Infórmales de la altitud de la montaña, describe el equipo que utilizaste, especifica el tipo de superficie y fija el tiempo que duró la escalada. No busques dejar al público boquiabierto. Si el público se queda boquiabierto, no será debido a tu apreciación de los hechos, sino a la suya. Tu mérito estará en la estadística y no en las inflexiones de tu voz ni en los ademanes enérgicos de tus manos. Estará en los datos y en la tranquila organización de tu presencia. Evita las florituras. No temas ser débil. No te avergüences de estar cansado. Tienes buen aspecto cuando estás cansado. Parece como si pudieras seguir y seguir sin parar. Y ahora ven a mis brazos. Eres la imagen de mi belleza.

viernes, 25 de enero de 2013

La novela que ha escrita esta niñata


“Setenta acrílico treinta lana”, de Viola di Grado
Por José Luis Amores | Críticas | 29.10.11

Setenta acrílico treinta lana. Viola di Grado
Traducción de Albert Fuentes
Alpha Decay (Barcelona, 2011)


Me acerco a esta novela el fin de semana sin ningún prejuicio. Hay múltiples y ruidosas voces que, por un lado, alaban a la autora pero dicen poco de su trabajo y, por otro, la denigran en base a su temprana edad (23 años) y a declaraciones descontextualizadas sin tampoco añadir nada sobre su novela. Demasiadas voces, pues la edición española (ella es italiana pero reside en el Reino Unido) acaba de salir de imprenta aunque, hay que decirlo, viene precedida de todas esas referencias que a cualquiera que no tenga una idea preconcebida de cómo debe ser y parecer —y aparecer— el arte le impulsarían a leerla.

La novela escrita por Viola di Grado está ambientada en Leeds. Hacia allí y desde mi ciudad parten a diario vuelos baratos directos, lo que alguna vez me dio la vaga idea de acercarme para comprobar cómo era aquello que alguien pensó que podría llamar la atención de la gente de aquí (aunque es al revés: son los de allí quienes bajan hasta aquí para saber de qué color es la luz, hacer fotos de la catedral, comer bocatas del Pans & Company y comprar cartones de tabaco que luego revenderán en su, por así decirlo, ciudad (y para con el beneficio costearse los 10 o 12 euros del billete)). En Setenta acrílico treinta lana la ciudad no sólo es decorado y trasfondo sino también causa añadida y metáfora social. Esto podría parecer un tópico o una frase de relleno pero no lo es. En una novela sobre la incomunicación el entorno inmediato puede ejercer/dar la esperanza de efectos paliativos y aun beneficiosos. Posibilidades más allá de la puerta de tu casa. Sólo tienes que salir y recibir el sol en la cara. Aunque no conozcas a nadie ahí fuera, lo cierto es que habrá algo. En Leeds, sin embargo, el cielo es “un enfermo terminal”, para sus gentes “un cartel que representa el verano es como un anuncio de La Guerra de las Galaxias” y “es imposible volver a casa de día, da igual la hora que sea” porque “en Leeds, el día no es más que un punto de vista”. Y respecto de sus habitantes no cabe esperar mejores noticias: están “sedientos de shopping” institucional como en cualquier urbe occidental(izada), su sonrisa se ha profesionalizado, hay niños que aprenden a decir bitch antes que mom, y sólo en los inmigrantes no del todo asimilados podrían encontrarse atisbos comunicativos auténticos aunque reticentes (“Tiene razón Aristóteles, el hombre es un animal social. De hecho, Jimmy, cuando no socializaba, era un animal y punto”).

Camelia, la protagonista, tiene veinte años, es hija única, su madre es músico y los domingos toca en la radio; su padre ejerce el periodismo pero se prepara moleskinamente para saltar a la novela. Hay discusiones porque la belleza de la madre es excesiva (“El cielo no es más que un remake de saldo de sus ojos. El sol es un remake de saldo de sus cabellos. Yo soy un remake de saldo de sus genes”) y el padre un celoso patológico que se deja la vida en un accidente absurdo tras consumar una de aquellas infidelidades que intuía cáustica y erróneamente en su pareja. La muerte del padre aborta la inmediata salida de Camelia del cascarón y sume a la madre en un estado de mudez, víctima del doble shock referido que para Camelia es triple o cuádruple y desencadena la historia contada. Sin embargo las raíces argumentales se van ofreciendo sin esta precipitación porque lo que en realidad importa en la novela es la forma como Viola cuenta lo que Camelia siente, hace y, sí, sufre. Una forma, de más está decirlo, poética.

¿Poética? ¡Poética! Pero ¿por qué precisamente poética? Pregunta oportuna puesto que lectores vagos y apóstatas literarios, pero sobre todo malos poetas, confunden poesía con cursilería. Causas: miles de fabricantes de símiles y cientos de verdugos idiomáticos que han infestado la poesía con maridajes imposibles y desprovisto al lenguaje de su fundamental aspecto comunicativo. Lo que ha provocado que gentes de buena voluntad huyan despavoridas ante la mera amenaza de… poesía. Hoy es tarea titánica encontrar una alegoría auténtica —que supere el peldaño del significado obvio y/o ingenioso que el “poeta” ha logrado extraer tras sólo él sabrá cuántos avances y retrocesos y Supr y Del— por encima del trazado cuasi caótico de sinestesias, enálages, hipálages y sentimientos regurgitados hasta causar la náusea refleja del lector. Un overbooking infrapoético que ha colocado a quienes se valen de los recursos líricos para narrar una historia al mismo nivel —a ojos del lector escarmentado— que las factorías de juegos florales antaño reducidas a círculos de pirados y hoy expuestas sin pudor junto a reediciones de la obra de Sylvia Plath. El resultado es que huimos de la poesía. La ignoramos. E incluso hay quienes se carcajean de ella y escupen sus trozos como el niño al que, a sabiendas de que no le gusta, se le da a probar algo engañado.

Viola di Grado (foto: Alpha Decay)

Aun así, a veces es procedente trocar explicitud por simbolismo, sobre todo si también estamos hasta las narices del abuso de una elipsis que nada cuenta porque un genio con barba dejó escrito que su objetivo fuera precisamente ese: dejar fuera lo que a lo mejor podría interesar y convertir el texto en un acertijo ultrapop. Aquello es lo que hace Viola a través de Camelia, no por capricho sino porque Camelia está literalmente incomunicada. En una ciudad sin luz, muerto el padre y muda la madre (de quien debe interpretar el significado de sus miradas), establece una relación difícil con el dependiente veinteañero de una tienda de ropa asiática. Él la iniciará en las complicaciones del idioma chino, en el que las palabras (ideogramas) se forman por acumulación de trazos sobre una serie de claves fundamentales. Con todo, la incomunicación de Camelia es total. Sólo la puesta de manifiesto de su historia —ese pensar constante hiperrealista cargado de referencias literarias no explícitas (no meras perífrasis) y sumido en un devenir cuya inmaterialidad aumenta por momentos— por Viola di Grado otorga voz al personaje, que se dirige a un hipotético lector con quien, en ocasiones, ironiza: “Lo sé, os doy pena, pero ¿de qué me sirve a mí? Por mí, como si os hacéis un copia y pega de la vuestra y la metéis en vuestras historias” […] “No, en mi historia personal no estoy loca. En la de mi madre …, la verdad es que mi madre no puede formar parte de ninguna historia porque no habla y hoy día ¿qué es una historia sin diálogos?”. Es la lectura alerta quien la rescata del aislamiento en que una clásica relación de dependencia (cuando no está en casa se pregunta, respecto de la madre, ¿habrá comido, estará dormida, le habrá pasado algo?) y en una sociedad cerrada sobre sí misma la ha sumido.

La novela no está exenta de elementos de suspense que, aparte de por los motivos literarios expuestos, incitan a avanzar rápidamente en la lectura. Quiero decir: la novela que ha escrito la niñata esta engancha, joder. A mí me ha enganchado. Igual tengo un problema y me estoy amariconando. O me encuentro inconscientemente en una extraña fase de regresión a mi juventud y debería correr a cambiar las camisas de Emidio Tucci que no tengo por trapos robados de la tienda de AllSaints en Portobello Road. O quizá lo que suceda es que en realidad sí tenga prejuicios y preferiría que una novela así la hubiera escrito Ian McEwan o Cormac McCarthy. Pero no, la autora es mujer y joven y precisamente por eso historia, forma y lenguaje funcionan y convencen (no sólo a mí sino a gente mucho más abierta y capacitada, como por ejemplo el jurado del Strega, premio de la que quedó finalista). La sola idea de un escritor viejuno esforzándose en poner voz al fracaso comunicativo social y familiar de una chica de veinte años ya debería dar una imagen precisa de lo que digo. Aunque también hay otra razón que suscita tal interés, aparte de la artística.

Hace poco defendía la idea de una adquisición cultural desprejuiciada con el objetivo de tomar el pulso al tiempo y a las situaciones y no quedar encallados en un presente individual —único en el sentido de que es propio y no compartido— que sólo rindiese introspección melancólica, autodepreciación y sus efectos secundarios: ceguera, esclerosis intelectual, intransigencia y absolutismo infundado. Lo dije en un contexto económico, arrollados como estamos por un sistema socio-financiero decadente que se desliza en el interior de un bucle devenido espiral desastrosa.

Quería convencer de la invalidez de remedios estrictamente basados en premisas no culturales (inculturales) para detener ese viaje hacia una nada terrible. Instar a que se retomara la vieja práctica de introducir estímulos pintorescos en una imaginación artrítica y moribunda. En realidad era un truco manido más que una estrategia. Algo que te saca de apuros en conversaciones de negocios cuando hablar de fútbol es improcedente por extemporáneo o por repugnancia, o cuando tu cerebro no es capaz de ofrecer soluciones porque no está lo suficientemente abonado. Entonces llega el raro cada vez más raro y en vías de extinción y dice “Yo leí en un libro que”. Y en este caso ese algo riega tu cerebro y en cierta forma funciona como profiláctico de una peligrosa incomunicación vertical hacia quienes son más jóvenes que tú. Y/o como un camino abierto en ambas direcciones. Mantener la mente en una perpetua jornada de puertas abiertas sin apriorismos caprichosos es más sano de lo que creemos. Lo contrario crea aislamiento autoinducido.

Si esto no se entiende, no me extraña que tantas otras cosas tampoco.

José Luis Amores
http://bolmangani.blogspot.com

jueves, 24 de enero de 2013

Profundidad

Dice Joyce: La única pregunta que importa acerca de un libro es a qué profundidad en el alma de quien lo escribe se ha originado.

La poesía es una experiencia táctil


Caminos de Eduardo Mitre

Un recuerdo a la obra del poeta "que está hecha de los rigores y las amplitudes de la soledad y a la vez del gozo de los encuentro"

Antonio Muñoz Molina 24 NOV 2012 - 00:33 CET5


Leer poesía es una experiencia táctil; también acústica, y plástica, no sólo visual. Por eso en ella importa tanto lo que ahora tanto se descuida: la tipografía, la tinta, la disposición de cada palabra y cada verso en el blanco de la página. La poesía se toca y entra por los ojos. Aunque casi siempre la lea uno en silencio, incluso cuando no está medida ni rimada, uno escucha la poesía. Uno la escucha, calladamente en la página, dicha por una voz que no se sabe si es la del poeta o la de uno mismo. Uno lee en voz alta el poema o se lo dice de memoria y esa voz no es del todo la suya, como no es y no es del pianista la música que no existiría si él no la tocara. Quizás uno toca el poema al leerlo, incluso cuando lo hace en silencio, en el sentido en que el intérprete toca la partitura. Y ahora que lo pienso, qué raro que en español se diga tocar un instrumento. Como si bastara el hecho simple del tacto para que se revele la música: tocar el piano; ese momento en que el músico posa las manos sobre el teclado, antes de que empiece el sonido.

En todo aficionado a los libros hay un lector de Braille que empieza a adentrarse en el texto por las yemas de los dedos. Me sucedió hace poco al abrir el paquete en el que venía el volumen de la Obra poética de Eduardo Mitre. La portada austera, de cartulina ligeramente granulada, el papel recio y a la vez dócil de las páginas, la tinta en parte desleída de la viñeta de José Saborit, simple como un caligrama japonés logrado con un solo gesto.

La calidad sensorial del libro ya es una anticipación de los poemas que contiene, el aldabonazo único de alerta de una campana zen

La calidad sensorial del libro ya es una anticipación de los poemas que contiene, el aldabonazo único de alerta de una campana zen, con su resonancia que dura y se va extinguiendo poco a poco en el silencio posterior. La límpida sencillez del diseño y de la tipografía se corresponde con la música quieta y vertida hacia dentro de una poesía que es a la vez meditativa y celebratoria, que está hecha de los rigores y las amplitudes de la soledad y a la vez del gozo de los encuentros, que examina como al microscopio lo pasajero y lo frágil y lo desvanecido y al mismo tiempo se regocija en la materialidad táctil y nutritiva de las cosas, el festín diario del que está hecho lo mejor de la vida. Eduardo Mitre es capaz de escribir tan persuasivamente sobre lo que ya no existe o lo que se escapa de las manos o es del todo inaccesible como sobre el deseo cumplido, sobre las epifanías en prosa de los alimentos, del vino, de la nieve que empieza a caer en silencio tras el cristal de una ventana, en una habitación invernal en la que se cobijan dos amantes felices.

En el recuerdo se superponen conversaciones y lecturas, cartas de la época del correo postal, con matasellos de países diversos y sobres estriados de correo aéreo, paseos lentos por ciudades, barras de bar en mediodías españoles, con el fervor mezclado de los poemas y de los placeres en prosa de las cervezas y las tapas. Conocí a Eduardo Mitre en Granada, hacia finales de los ochenta. Él había ido a la ciudad en un programa de intercambio con estudiantes de Dartmouth, la universidad de Nueva Inglaterra en la que trabajaba entonces. Granada fue para él una etapa decisiva en su complicada biografía de emigraciones personales y heredadas. De su descubrimiento de la ciudad queda el testimonio de uno de sus poemas mayores, El peregrino y la ausencia, que es la continuación y la resonancia de otro escrito años antes, Yaba Alberto, una sobria elegía a la muerte de su padre.

Nacido y crecido en la atmósfera peculiar de los casi recién llegados a un país

Si, como dice Joyce, la única pregunta que importa acerca de un libro es a qué profundidad en el alma de quien lo escribe se ha originado, esos dos poemas brotan de lo que probablemente es la raíz misma de la identidad de Eduardo Mitre. Su familia emigró de Palestina nada menos que al Altiplano de Bolivia en los años treinta del siglo pasado. Nacido y crecido en la atmósfera peculiar de los casi recién llegados a un país completamente extraño, Eduardo se hizo también viajero muy pronto. El hijo de una familia palestina emigrada a Bolivia fue desde la primera juventud un emigrado latinoamericano en Europa y en los Estados Unidos. Por eso, en su poesía, a la experiencia personal del desplazamiento se le filtra la memoria entre imaginaria y oral del gran viaje inverso de sus mayores.

Su yaba, su padre, le prometía cuando era niño que alguna vez viajarían juntos a la ciudad simbólica de otros orígenes mucho más antiguos, la Granada del esplendor árabe. El destino, escribe Mitre, ata y desata / partidas y llegadas / adioses y recuerdos. Y un día, no por empeño propio, sino por la casualidad de un intercambio universitario, el hijo de aquel hombre que en el Altiplano de Bolivia alimentaba y consolaba sus añoranzas imaginando que veía la Alhambra, y que ya está muerto, se encuentra subiendo por las cuestas del Albaicín, paladeando los nombres árabes en las esquinas de las calles, asomándose por fin a una pequeña plaza desde la cual se ve el castillo de muros rojizos, siempre más prodigioso que en la imaginación o que en las fotografías, el castillo rojo sobre la colina, sobre las barrancas umbrías del Darro, delante del gran telón levantado de la Sierra, con su bruma violeta y sus cimas coronadas de nieve.

Ha ido construyendo una voz poética que no se parece a la de nadie

El crescendo del poema impresiona más porque la palabra que uno está esperando, el nombre no se dice. En el espacio en blanco donde habría estado la palabra Alhambra lo que estalla es una exclamación, cuando el hijo casi sacude al padre fantasma para intentar que vea lo que él está viendo: ¡Alah Ajbar! Y a continuación un verso tomado del romance antiguo, en el que de nuevo están presentes las torres, el deslumbramiento heredado de otra mirada de cinco siglos atrás: ¡Altas son y relucían!

De ciudad en ciudad, de un país a otro, Eduardo Mitre ha ido construyendo, sin aspavientos ni desánimos, con una persistencia más bien solitaria que es más admirable cuando uno la ha observado a lo largo de muchos años, una voz poética que no se parece a la de nadie. Es una voz tan audible en los versos como cuando habla, con un deje boliviano lento y limpio, y acarrea ecos de otras voces fundamentales de la poesía, muy antiguas y de ahora mismo, en el noble español de Jorge Manrique, Fray Luis, Antonio Machado, Octavio Paz, y en las otras lenguas en las que a Eduardo le ha permitido sumergirse su vocación de lector y su vida errante. Algunos de los grandes poetas americanos que conozco los descubrí gracias a él. Por Nueva York y por Madrid hemos caminado tan embebidos en una conversación sobre poesía como por aquella Granada que a los dos ya se nos queda tan lejos.

Obra poética (1965-1998). Eduardo Mitre. Pre-Textos. Valencia, 2012. 456 páginas. 30 euros.

www.antoniomuñozmolina.es

Deberes


miércoles, 23 de enero de 2013

Vieja

Llueve con sol y yo sin vestido blanco che.


Como su olor o sus huellas digitales

"Tal vez sientes miedo, igual que yo, miedo de entregarte, de romper con todo y fracasar, de repetir inevitablemente conmigo errores de los que abjuraste cuando aún no me conocías, la clase de errores que uno lleva en sí mismo como su olor o sus huellas digitales aunque procure atribuirlos a la mala suerte o las deslealtades de otros."


Antonio Muñoz Molina. El jinete polaco
(Acabo de terminar la novela adentro de la pelopincho y dos segundos antes de que se largara a llover. Me hizo llorar, igual que Beatus Ille)

Cara de que sí y ojos de no negarlo

"...con quien habras estado hablando, me dice luego mi madre, que se te ha puesto cara de que si y ojos de no negarlo: tambien esa expresion pertenecia a mi abuela Leonor, y mi madre al repetirla lo sabe, es como si su presencia y su influjo nos hubieran quedado sobre todo en las palabras que los dos aprendimos de ella y la conmemoran sin nombrarla."


Antonio Muñoz Molina. El jinete polaco

martes, 22 de enero de 2013

¿No cree usted que solos en la sierra algo se nos iba a ocurrir?


Manifiesto (Hablo por mi diferencia)


Pedro Lemebel.



No soy Pasolini pidiendo explicaciones
No soy Ginsberg expulsado de Cuba
No soy un marica disfrazado de poeta
No necesito disfraz
Aquí está mi cara
Hablo por mi diferencia
Defiendo lo que soy
Y no soy tan raro
Me apesta la justicia
Y sospecho de esta cueca democrática
Pero no me hable del proletariado
Porque ser pobre y maricón es peor
Hay que ser ácido para soportarlo
Es darle un rodeo a los machitos de la esquina
Es un padre que te odia
Porque al hijo se le dobla la patita
Es tener una madre de manos tajeadas por el cloro
Envejecidas de limpieza
Acunándote de enfermo
Por malas costumbres
Por mala suerte
Como la dictadura
Peor que la dictadura
Porque la dictadura pasa
Y viene la democracia
Y detrasito el socialismo
¿Y entonces?
¿Qué harán con nosotros compañero?
¿Nos amarrarán de las trenzas en fardos
con destino a un sidario cubano?
Nos meterán en algún tren de ninguna parte
Como en el barco del general Ibáñez
Donde aprendimos a nadar
Pero ninguno llegó a la costa
Por eso Valparíso apagó sus luces rojas
Por eso las casas de caramba
Le brindaron una lágrima negra
A los colizas comidos por las jaibas
Ese año que la Comisión de Derechos Humanos
no recuerda
Por eso compañero le pregunto
¿Existe aún el tren siberiano
de la propaganda reaccionaria?
Ese tren que pasa por sus pupilas
Cuando mi voz se pone demasiado dulce
¿Y usted?
¿Qué hará con ese recuerdo de niños
Pajeándonos y otras cosas
En las vacaciones de Cartagena?
¿El futuro será en blanco y negro?
¿El tiempo en noche y día laboral
sin ambigüedades?
¿No habrá un maricón en alguna esquina
desequilibrando el futuro de su hombre nuevo?
¿Van a dejarnos bordar de pájaros
las banderas de la patria libre?
El fusil se lo dejo a usted
Que tiene la sangre fría
Y no es miedo
El miedo se me fue pasando
De atajar cuchillos
En los sótanos sexuales donde anduve
Y no se sienta agredido
Si le hablo de estas cosas
Y le miro el bulto
No soy hipócrita
¿Acaso las tetas de una mujer
no lo hacen bajar la vista?
¿No cree usted
que solos en la sierra
algo se nos iba a ocurrir?
Aunque después me odio
Por corromper su moral revolucionaria
¿Tiene miedo que se homosexualice la vida?
Y no hablo de meterlo y sacarlo
Y sacarlo y meterlo solamente
Hablo de ternura compañero
Usted no sabe
Cómo cuesta encontrar el amor
En esas condiciones
Usted no sabe
Qué es cargar con esta lepra
La gente guarda las distancias
La gente comprende y dice:
Es marica pero escribe bien
Es marica pero es un buen amigo
Súper-buena-onda
Yo no soy buena onda
Yo acepto al mundo
Sin pedirle esa buena onda
Pero igual se ríen
Tengo cicatrices de risas en la espalda
Usted cree que pienso en el poto
Y que al primer parrillazo de la CNI
Lo iba a soltar todo
No sabe que la hombría
Nunca la aprendí en los cuarteles
Mi hombría me la enseñó la noche
Detrás de un poste
Esa hombría de la que usted se jacta
Se la metieron en el regimiento
Un milico asesino
De esos que aún están en el poder
Mi hombría no la recibí del partido
Porque me rechazaron con risitas
Muchas veces
Mi hombría la aprendí participando
En la dura de esos años
Y se rieron de mi voz amariconada
Gritando: Y ya va a caer, y ya va a caer
Y aunque usted grita como hombre
No ha conseguido que se vaya
Mi hombría fue la mordaza
No fue ir al estadio
Y agarrarme a combos por el Colo Colo
El fútbol es otra homosexualidad tapada
Como el box, la política y el vino
Mi hombría fue morderme las burlas
Comer rabia para no matar a todo el mundo
Mi hombría es aceptarme diferente
Ser cobarde es mucho más duro
Yo no pongo la otra mejilla
Pongo el culo compañero
Y ésa es mi venganza
Mi hombría espera paciente
Que los machos se hagan viejos
Porque a esta altura del partido
La izquierda tranza su culo lacio
En el parlamento
Mi hombría fue difícil
Por eso a este tren no me subo
Sin saber dónde va
Yo no voy a cambiar por el marxismo
Que me rechazó tantas veces
No necesito cambiar
Soy más subversivo que usted
No voy a cambiar solamente
Porque los pobres y los ricos
A otro perro con ese huevo
Tampoco porque el capitalismo es injusto
En Nueva York los maricas se besan en la calle
Pero esa parte se la dejo a usted
Que tanto le interesa
Que la revolución no se pudra del todo
A usted le doy este mensaje
Y no es por mí
Yo estoy viejo
Y su utopía es para las generaciones futuras
Hay tantos niños que van a nacer
Con una alita rota
Y yo quiero que vuelen compañero
Que su revolución
Les dé un pedazo de cielo rojo
Para que puedan volar.

Contra la tentación de hacer oficio de dolor

:: Poesía ::
VIII poema de amor
22-01-2013 | Adrienne Rich

Paula Jiménez España selecciona los poemas de enero. En esta oportunidad elige el Poema VIII de los Veintiún poemas de amor, de Adrienne Rich.


Seleccionado por Paula Jiménez España:

Leí los Veintiún poemas de amor de Rich por primera vez en 1996, después volví a ellos en incontables ocasiones durante todos estos años. Cuando me regalaron ese libro publicado por Visor sentí que había encontrado al fin la poesía que necesitaba leer: una que me representaba. Eran versos escritos de una mujer a otra en los que subyacía un pensamiento político, una linea de lucha que apuntaba al fin del sufrimiento, a la propuesta de una vida plena, libre, íntegra para las lesbianas y no versos meramente amorosos o eróticos. Fue para mí todo un descubrimiento, y empezó con ellos el alivio: yo también tenía la posibilidad de apropiarme, como Rich, del lenguaje y experimentar su verdadero poder: hacer existir a través de la palabra, porque lo que se nombra existe. Por estos motivos quiero incluir el poema número 8 de la serie, en esta selección. Su lectura en aquel momento me salvó de la soledad, me orientó e hizo fluir hacia lugares más definidos los caminos de mi propia escritura. Yo también quería escribir para transformar y transformarme. Lo supe hace dieciséis años. Lo sigo sabiendo.

Poema VIII
de Adrienne Rich

Me puedo recordar en Sunion hace años,
dolorida, con un pie infactado, Filóctetes
con forma de mujer, cojeando por el largo sendero,
recostada sobre un promontorio junto al oscuro mar,
la extendida mirada sobre las rojas rocas donde un mudo
espiral blanco me reveló el estallar de una ola,
imaginando la fuerza del agua desde esa altura,
consciente que mi oficio no era el suicidio,
pero en todo momento amamantando, sintiendo esa herida.
Ya pasó. La mujer que alimentaba
su dolor ha muerto. Yo soy de su linaje.
Amo la piel cicatrizada que heredé,
pero quiero caminar contigo ahora,
luchando contra la tentación de hacer oficio del dolor.


Tomado de Eterna Cadencia blog.

Orgasmos, qué palabra, deberían prohibirla

"Pero me dan miedo esas palabras, nunca y ahora, a los amantes les gusta mucho repetirlas, seguro que tú y yo se las hemos dicho a otros, nunca he querido a nadie como a ti, ahora soy más feliz que nunca, nunca he gozado tanto, yo las odiaba cuando me encontré contigo, había decidido curarme del amor, más o menos como el que se quita del tabaco, me sublevaba su prestigio, su vacuidad, su omnipresencia, todas las canciones y todos los libros y todas las películas mareando el amor, en todos los idiomas, todos los amantes jurándose nunca y nunca más y sólo ahora y para siempre, todo el mundo esperando el amor, o fingiéndolo, o haciéndolo, o echándolo de menos, o sufriendo rabiosamente por él, por nada, por haber leído libros o escuchado canciones donde la gente se enamora, muriéndose por lograrlo cuando no lo tienen, pagando y mintiendo y humillándose para conseguirlo, asfixiándose de tedio, de desengaño o de simples ganas de huir o de quedarse solos en la cama cuando lo alcanzaban, falsificando caricias y orgasmos, qué palabra, deberían prohibirla, aunque hay un bolero que se llama crudamente así, gimiendo como perros, disimulando la indiferencia o el asco en la oscuridad, fumando luego en la cama mientras guardan silencio porque no saben qué decirse o porque si abren la boca no podrán contener el bostezo, o peor aún, comentando juiciosamente las miserables peripecias para ennoblecerlas con la vaselina de la sinceridad, repitiendo posturas o palabras que han aprendido en un vídeo pornográfico, perversiones modestas, acuñando groseros diminutivos que los harían enrojecer de vergüenza ajena si se los oyeran a otros, imaginando con los ojos cerrados que abrazan otro cuerpo y dicen otro nombre."


Antonio Muñoz Molina. El jinete polaco

Reliquia de los tiempos en los que las parejas se acostaban a oscuras



CINE Y LITERATURA | Un estereotipo en decadencia


La muerte de la 'femme fatale'
Ava Gardner y Marlene Dietrich, ejemplos de mujeres temidas y deseadas.


Escritores, cineastas teóricos y mitómanos las evocan

Luis Alemany | Madrid
Actualizado lunes 07/03/2011 02:14 horas


"Yo es que no me explico que Scarlett Johansson, que está bien y tal, se haya convertido en la gran mujer de nuestro tiempo y que, en cambio, Linda Fiorentino haya pasado casi desapercibida durante los últimos 20 años, cuando es una mujer infinitamente más interesante y con más matices".

El quejío del escritor David Torres viene al hilo de un ensayo de Kevin Nance llamado 'Cherchez la femme fatale', sobre la decadencia del estereotipo de la mujeres fatales... Artículo que, casualmente, ha coincidido con la muerte, ay, de Jane Russell. Y el caso es que el olvido de Fiorentino refuerza la tesis de Kevin Nance. ¿De verdad que preferimos a la mona y un poco sosa Scarlett antes que a la turbadora y durísima Fiorentino? "Scarlett, comparada con Fiorentino, es una ovejita", contesta el columnista de EL MUNDO Santiago González. Y perdonen ustedes si los chicos suenan (sonamos) un poco sexistas cuando hablan de la chicas que les gustan.

Volvamos al artículo de Kevin Nance. Su tesis es sencilla: el personaje de la 'femme fatale' se nos ha quedado un poco retrógrado porque relaciona la maldad con la mujer. Y lo que es peor, con la mujer liberada sexualmente. Pero se podrían añadir algunas ideas más: "A mí me parece que esto tiene que ver con la banalización de todo que traído la televisión. Esas diosas del cine, cuando aparecen en una tele, parece que son menos diosas, ¿no? Y lo mismo ha ocurrido con el propio sexo", continúa González.

"Es que con la tele, el sexo se ha banalizaedo. Recuerdo el día que vi 'Hablemos de sexo con mi padre. ¡Fue terrible!", dice Santiago González

El periodista, llegados a este punto, divaga un poco, pero lo hace muy bien. "Me acuerdo de una noche, cuando tenía treinta y tantos, que fui a cenar con mis padres. Al terminar, mi madre se fue a dormir y mi padre encendió la tele. Puso aquel programa, 'Hablemos de sexo', que presentaba aquella mujer con cara de monja seglar..." ¿Elena Ochoa? "Sí, ésa, la que se casó con Foster. Es que si ese programa lo hubiera presentado una Jane Russell hubiese sido insoportable. Bueno, pues una mujer del público preguntó si era peligroso tragar el semen de su compañero. Y Elena Ochoa empezó a contar que el semen era en un 90% agua, en un 10 % nosequé... Y justo entonces, mi padre, sentado al lado de su hijo adulto, no pudo soportarlo más y dijo: '¿Qué guarrada es ésta?'. Fue muy duro para él. Y para mí".

Fin de la divagación. Resumen: nos hemos liberado sexualmente, nos hemos deshecho de muchos tabús y ha estado bien que fuera así; pero, por el camino, se ha perdido una parte del misterio.

"La mujer fatal es una reliquia de los tiempos en los que las parejas se acostaban a oscuras. Ahora, las veladuras se han caído todas. Y también es una reliquia del cine negro, que es un género en desuso", concluye González.

Le toma el relevo Guillermo Solana, conservador jefe del Museo Thyssen Bornemisza de Madrid y comisario de las exposiciones 'Eros' y 'Heroínas' (inauguración, el martes que viene) que, de alguna manera, tienen algo que ver con la idea de 'femme fatale'. "La decadencia del personaje puede tener que ver con la asunción de algunas tesis feministas y con la higienización del sexo. Ahora, el sexo es más una serie de destrezas gimnásticas. Antes, era algo más complejo. Igual que es muy complejo el personaje de la mujer fatal, que es pasiva y agresiva, que es desafiante, que hace sufrir y sufre...".
Citas a Cátulo

"¡A mí me acaba de salir la primera 'femme fatale' de mi obra!", recuerda David Torres, en referencia a la Julia de su reciente 'Punto de fisión'. "Y me salió bien... Es una mujer moderna, con versos tatuados en los brazos. Tiene en un brazo escrita la frase de Cátulo: 'Odi et amo'. Asalta sexualmente a su jefe y aprovecha la ocasión para deshacerse de él. Es una manipuladora, que creo que es el rasgo esencial de las mujeres fatales".

Al escritor y cineasta Álvaro del Amo, en cambio, no se le ocurre, ninguna mala hembra que haya salido de su pluma. Sin embargo, su faceta de crítico de ópera de EL MUNDO le permite recordar que "mujeres fatales como Manon y Salomé aparecen cada año en nuevos montajes y así, se actualizan".
El problema es vuestro

Nos falta que hable una chica, ¿verdad?. Llucia Ramis, autora de 'Egosurfing' (Premio Josep Pla en 2010) contesta en un par de correos desde un aeropuerto: "Diría que los hombres se han vuelto muy comodones y no quieren líos. O a lo mejor es que tienen un problema de autoestima y creen que no podrán superar el reto...".

Y continúa: "Me gustan las mujeres fatales desde un punto de vista ideal o narrativo, pero no real. No me gustaría que me considerasen una mantis religiosa, por ejemplo. He 'parido' alguna mujer fatal, pero lo es por desidia y aburrimiento. Como no logra admirar a su novio, lo desprecia y corta con él de la forma más cruel. En realidad se refugia en el odio que siente por el otro para no tener que admitir el propio asco por sí misma. Está voluntariamente incapacitada para sentir, y carece de empatía".

¿Alguna mujer fatal literaria? Ramis contesta con una pregunta: "¿Considera fatales a Jean Rhys, Janet Malcolm, Sylvia Plath, Ann Sexton y Colette? No me lo había planteado hasta ahora. Supongo que George Sand entra en la lista. Pero, en realidad, más que mujeres fatales, son mujeres con carisma. La verdad es que aún no sé muy bien qué es una 'femme fatale'".

En cambio, los muchachos consultados lo tienen mucho más claro. "Ava Gardner y Charlotte Rampling son mis favoritas", explica David Torres. "A mí me gusta Kim Novak, que tiene un punto más cotidiano, más próximo, no sé si me explico...". ¿Como si fuera la amiga de tu hermana mayor, por ejemplo? "Justo". ¿Y eso es mejor? "Claro".

Por supuesto, Santiago González es el que tiene el mayor álbum de 'vírgenes negras'. "Jane Russell tuvo su momento, pero luego hizo 'Los caballeros las prefieren rubias' y se quedó en 'la amiga alta y un poco gansa de Marilyn'. Eso sí, hay una foto por ahí, que la tía sale recostada y te mira y uno se echa a temblar. Luego, Ava Gardner es la número uno indiscutible, claro; pero también me acuerdo de Gloria Graham, de Dorothy Malone, y ya en los 80, de Jessica Lange y Kathleen Turner... Pero ésas fueron más flor de un día. Lange hizo después 'King Kong' y así no hay manera".

¿Y nadie va a nombrar a Marlene Dietrich? "A mí me gusta Marlene Dietrich", responde Llucia Ramis. Muchas gracias.


Tomado de http://www.elmundo.es/elmundo/2011/03/04/cultura/1299250572.html

Mujeres empoderadas o bobas a las que se les vende todo


Música 'indie'
Machismo gafapasta


Se cuestiona con frecuencia y motivos evidentes el machismo en géneros musicales como el blues, el hip hop y el reguetón. Pero en la escena ‘indie’ también abunda un sexismo que rara vez se visibiliza.
Autoría colectiva*
08/01/13 · 18:24

"Es un hecho histórico que los grandes de la música popular fueron descubiertos por el público femenino"

Canciones con mujeres empoderadas

Un videoclip por el que desfilan tetas (Bom­bay, de El Guin­cho), un festival que regala entradas a quien se imagine cubriendo de “leche” a alguien (Monkey Week), músicas que se hacen las fotos de promoción en paños menores (Anni B. Sweet), una lista de lo mejor del año en el blog musical más leído que mezcla comentarios sobre canciones y estilismo (“Hot hot hot chicas 2012”, en Jene­saispop)... parece que elecciones estéticas que en la mayoría de los ámbitos culturales serían descartadas por sexistas tienen cabida en la escena musical independiente.

Cuando hablamos de ‘indie’ nos referimos a la música que suele aparecer en la revista Rock­delux o en Radio3, la que se caricaturiza como ‘gafapasta’ o hipster y que se ha configurado como la norma hegemónica del buen gusto, frente a la música comercial o mainstream. La periodista Patricia Godes comenta que “el machismo en la música es general, debe ser lo único que refleja la realidad social dentro del mundo de fantasía y mentiras que es la música popular”. Y el indie no escapa de esta tendencia.

Puntos de vista masculinos

Sancho Ruiz Somalo.Al género indie se le suelen atribuir valores tradicionalmente asociados con lo femenino (dulzura, sensibilidad, debilidad) y refleja una masculinidad en apariencia distinta a la que retratan el hip hop, el rock, el reguetón y otros géneros recurrentemente tachados de machistas. Los músicos indies pueden mostrarse inseguros y tiernos. De hecho, las críticas más zafias a este género se ceban con la languidez. Pero esta tolerancia a los sentimientos masculinos no tiene por qué traducirse en relaciones más igualitarias entre hombres y mujeres.

Por ejemplo, la mayoría de las letras de Los Planetas, grupo emblema del indie estatal desde los ‘90, están dedicadas al despecho amoroso y en ellas cabe todo tipo de revanchismo hacia mujeres crueles que producen dolor y merecen recibirlo. En los últimos años, el letrista más celebrado es Francisco Nixon, que abunda en canciones de amor a chicas guapas –no se les suele conocer ninguna otra cualidad– a las que admira de manera aparentemente ingenua. Y, más allá de las sutilezas, tenemos a Antonna (el proyecto en solitario de un miembro de Los Punsetes), incapaz de acatar el rechazo dignamente: “Era una gilipollas y además bastante fea, aun así le pedí el teléfono, para que veas (...); la tía puta ni siquiera quiso”. Como resume la periodista Elena Cabrera, “el indie es un imaginario masculino donde los hombres cantan sobre qué es ser un hombre joven en los ‘90 y los conflictos propios de hacerse mayor en el siglo XXI”.

Los músicos indies pueden mostrarse tiernos, pero eso no se traduce en relaciones más igualitariasEn general, las letras, como en toda música popular, se centran en reproducir los estereotipos del amor romántico: monógamo, posesivo, incondicional y doloroso. A esto no escapan las mujeres letristas, como es el caso de La Bien Querida y su abundancia en amores tormentosos, celos y crisis que se resuelven con una boda. De hecho, la contrapartida a los “chicos sensibles” son feminidades misteriosas y melancólicas. Escuchando indie es complicado encontrar a alguna mujer que haga algo que no sea recibir sentimientos afectivos y que tenga voz propia. En palabras de Elena Cabrera, “las mujeres somos amantes, espectadoras, madres, juezas, antagonistas, compañeras, cómplices, musas, ángeles, amigas, pero no solemos ser narradoras”.

Aun así, quedarse sólo en las letras es terreno peligroso, hay que conocer más sobre la forma y el resto de la obra del artista para poder decir con seguridad si se pretende transmitir una visión del mundo sexista. Un ejemplo: la canción Mi Marilyn particular, de Nacho Vegas, que relata una violación, aparece en una guía de prevención de la violencia de género del Instituto Canario de la Mujer porque potencia “sumisión, miedo y desprotección de las mujeres”. Preguntado por esta interpretación, el músico dice sentirse avergonzado: “Tuve un dilema al escribirla, pero creí que quedaba claro que la primera persona es la de un personaje que sería el villano”. Vegas aclara que “en ningún caso pretendía que causara empatía, sino repulsión”.

Detalles no tan sutiles

Elena Cabrera tiene muy claro que la escena indie no se libra de los estereotipos de género: “Los viejos patrones del rock and roll no nos quedan tan lejos, con esa asignación de roles donde encima del escenario tenemos a chicos guapos, satánicas majestades o niños buenos con flequillo y, abajo, cientos de consumidoras que chillan acariciando el sueño de liarse con una estrella”. Lucía Flores, otra periodista musical, cree que el machismo va a menos desde los ‘90, pero se ha sentido tratada “con condescendencia” en muchas ocasiones en la escena de Barcelona. Carla García, de la madrileña Sala Nasti, no duda de que es un mundo “muy salvaje y rancio, como de Feria de Abril”. Pone como ejemplo su experiencia al frente de la sala: “Con los artistas y promotores de fuera de España, bien. Los de aquí prefieren hablar con el dueño, el encargado o incluso con uno de los porteros de la sala”, aunque es ella la responsable de programación.

Encima del escenario las cosas tampoco son sencillas. Miriam García, del grupo Aias, apunta que “la mayoría de comentarios negativos que se hacían sobre nosotras tenían que ver con nuestra apariencia física o nuestra supuesta incapacidad de tocar correctamente los instrumentos. Cuando eres una chica notas esas actitudes desde el principio. Insinuaciones del tipo ‘con quién estará liada’ o ‘se les permite todo porque son chicas’ están a la orden del día. Creo que existe cierta condescendencia y sobreprotección con las mujeres que forman parte de esa escena, pero es un arma de doble filo”. Cova de Silva, de Nosoträsh, añade: “Sobre el escenario alguien se pone a explicarte cómo afinar o cómo usar un pedal, sin que se lo hayas pedido. El paternalismo es una forma de machismo muy sutil y elegante que aparece en cuanto te das la vuelta”.

No es intención de este reportaje hacer números, pero cualquier muestra aleatoria (el cartel de un festival, una reunión de sellos independientes, etc.) dará un porcentaje de hombres mucho mayor. Silvia Grumaches, del sello de música electrónica spa.RK, es reticente a hablar de machismo, pero admite: “Es un mundo muy de tíos y parece que las pocas chicas que hay son pura excepción: hay pocas chicas que hagan música, pocas DJ, periodistas, promotoras”.

Los valores de la industria

La prensa musical parece un terreno abonado con micromachismos, tanto en los contenidos de los medios como en su composición interna. Lucía Flores apunta que “en un medio de comunicación, las chicas raramente acceden a puestos de responsabilidad real y siempre tienen un jefe hombre por encima”. Montse Virgili, periodista musical, recuerda: “Durante un año, compartí la locución del programa con un periodista (hombre). Los colegas de profesión siempre pensaban que era él quien tomaba las decisiones, que él tenía más conocimientos musicales que yo o que sus opiniones eran más valiosas que las mías”.

Hacer crítica musical implica cualidades que no se suelen potenciar en la educación tradicional de las mujeres, como la asertividad y cierta vehemencia. “El lenguaje de la difusión musical es el de la autoafirmación, acumulación de datos acríticos, proteccionismo paternalista y dictatorial (esto debes oír porque te lo digo yo)...”, señala Godes. “La música considerada buena es la que cuesta digerir y también descubrir, la exclusiva, que sirve para demostrar al oyente su fortaleza y aguante y otorga poder como jefe de la manada. Sólo el hombre de mediana edad tiene acceso a la autoridad”.

Especialmente cutre ha sido el papel de los medios culturales más especializados, donde el intento de crítica feminista es ignorado o tachado de desfasado y falto de sentido del humor. Se usan categorías esencialistas como “el factor femenino” y hasta se habla de “gayer” como adjetivo válido para describir música remilgada (ejemplos sacados de Rockdelux y de GoMag, la otra revista de referencia). Para Patricia Godes está claro: “Si las mujeres que escribimos de música hablásemos de los físicos de los artistas, presumiésemos de la excitación o conquistas sexuales, o simplemente nos centrásemos en los artistas con sex appeal (como hacen algunas de las firmas masculinas más respetadas), nos tacharían de frívolas y seríamos el hazmerreír”.

Quizás la clave está en que, como dice Elena Cabrera, “los valores que transmite el pop independiente son bastante conservadores”. La ausencia de reflexión sobre el sexismo va de la mano de un despiste general sobre cualquier cosa que huela a conciencia política o a cuestionamiento de la industria cultural en un entorno que en los últimos años se ha llenado de logos de marcas de cerveza. Hasta que el “clima 15M” comenzó a problematizar el conflicto, era muy raro hablar de política en un género que asimiló los sonidos del indie anglosajón pero no su carga ideológica (en los ‘80, muchos grupos se alineaban claramente en contra de Thatcher).

¿Cómo abordar este machismo cultural? Señalarlo es un primer paso. Otro, como propone Cova de Nosoträsh, es visibilizar las aportaciones de las mujeres, pues “sigue habiendo un gran desconocimiento de su presencia en la música”. “Cuando el número de músicos y críticos mujeres aumente puede que las cosas cambien bastante”, añade Montse Virgili, y Elena Cabrera advierte: “Las mujeres dentro o son asimiladas o tienen la fuerza de subvertir eso y crean movimientos que son como virus, como las riot grrrls”, que llevan ya 20 años combatiendo el patriarcado en el underground.

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* Este reportaje es el resultado de un extenso diálogo entre María Bilbao, Nando Cruz, Lidia Damunt, Andrea Díaz, Roberto Herreros, Marta G. Franco, Irene G. Rubio, Víctor Lenore, Leire López y Laura Sales.


Tomado de http://www.diagonalperiodico.net/culturas/machismo-gafasta.html

Mi útero feliz y su fábrica de gloria y vanidad



ENSAYO | 'Las buenas chicas no leen novelas.'
Que se muera Bovary

¿Es la literatura machista? La italiana Francesca Serra responde

Luis Alemany | Madrid
Actualizado martes 22/01/2013 12:40 horas


Muchos lectores se habrán encontrado estos días con el inevitable artículo sobre el "machismo gafapasta" publicado por el periódico 'Diagonal'. Su tesis, en resumen, es sencilla: la música popular, también la sofisticada, la menos vulgar, es sexista en su manera de trabajar y en los mensajes que emite. Tras su lectura, los chicos ponemos cara de "no me consta" y las chicas se pelean entre ellas en las redes sociales: ¿Aspavientos? ¿Denuncia necesaria? ¿Feminismo repipi? ¿Un tabú roto para bien? ¿Manipulacion? ¿Resultará que ahora soy yo la machista?...

Más leña: la editorial Península publica ahora 'Las buenas chicas no leen novelas' de la italiana Francesca Serra, que llega presentado como "un ensayo que entra, con un cuchillo entre los dientes, en el debate sobre la relación de las mujeres con la lectura".

¿Debate? Sí, por ejemplo, en torno la imagen eterna de la chica guapa y soñadora que lee novelas para evadirse de su vida un poco frustrante. Un 'caramelo' para la mayoría de los muchachos. "Los estereotipos son, en general, poco agradables. Y no suelen desaparecer en el vacío", explica Serra a ELMUNDO.es en un correo electrónico. "Éste, en concreto, encarnado por la protagonista de la célebre novela de Flaubert, Madame Bovary, trae un lado tan oscuro que incluso hoy en día, después de un siglo y medio, no ha dejado de perturbarnos. Pero la huida de las mujeres de la escuálida realidad a la triste ficción no es sólo un estereotipo. Se trataba de un claro reflejo de la opresiva sociedad victoriana. Hoy en día, tal vez, [sea] un reflejo de nuestra sociedad brutalmente líquida".

Otro ejemplo: cuando se charla con profesionales de la literatura, también con mujeres, sobre la ñoñería de la oferta editorial, a menudo aparece la frase de siempre, dicha medio en broma medio en serio... "Es que ya sólo leen novelas las mujeres". ¿Cómo suena eso? "Suena como si trataran de endosarme, por enésima vez, el vestido rosa del chivo expiatorio. Justificar la mediocridad de la oferta con la demanda es una estratagema comercial de bajo nivel, que evidentemente siempre funciona. Si funciona para la comida basura, la telebasura y el arte basura, ¿por qué no debería funcionar con la literatura? Al final resultará que toda la basura cultural, política y social de nuestro tiempo, acumulada por los ejecutivos varones que se han mantenido firmemente en el poder en todo el mundo, se atribuirá al mal gusto de las chicas".

¿Y cuando se dice, tercer ejemplo recurrente, que Vargas Llosa es un escritor para chicos y García Márquez, un escritor para chicas? "No me parece que sea una manera de hablar bien de García Márquez, ¿o me equivoco? Esta sentencia muestra cómo la figura eterna de la lectora que devora libros para su entretenimiento puro, alejada de cualquier reflexión, sirve todavía para distinguir el bien del mal, lo bajo y espúreo de lo alto, lo sublime; los productos comerciales de los intelectuales, la basura sentimental de las obras de arte. En tanto alegoría del consumo moderno de libros, a la lectora, parece ser, nunca le ha hecho falta un cerebro complejo. Le basta con un poco de dinero en el bolso y un útero siempre alegre".

Tuvo que aparecer la palabra 'útero', y además alegre. Serra habla en su ensayo de las "pornolectoras" para ilustrar esa imagen de la chica letraherida, apetecible y, en el fondo, un poco boba, hecha para la contemplación de los chicos. Y los hombres, instintivamente, pensamos qué hemos hecho esta vez. "La lectora ha sido, desde el siglo XVIII, sometida a un papel recurrente y unidimensional: la consumidora voraz de literatura de bajo nivel. Hoy en día, cuando las estadísticas nos hablan de la victoria cuantitativa de las mujeres lectoras sobre los hombres, debemos entender que esto no es una buena noticia. Es únicamente la conclusión de una larga historia de prejuicio: la idea de la mujer como ser sugestionable e impresionable que hace de ella, hoy, la reina de nuestro tiempo de la mercantilización extrema del mundo editorial".

En ese sentido: ¿por qué, si hay más lectoras que lectores, hay más escritores que escritoras? "Por la misma razón por la que, en el mundo, hay más mujeres electoras que [mujeres] electas. La lectura es una actividad más pasiva respecto a la acción, en cierto sentido heroica, de la escritura. Más pasiva y sin autoría: el que lee es una persona X, sin nombre, a diferencia del autor que firma su libro. Y las mujeres han estado educadas, durante siglos, para mantener una relación especial con el anonimato".

Y la última: alguna vez apareció publicada una entrevista de Martiin Amis que decía algo así como que en la historia de la literatura, había mujeres novelistas importantes pero casi no podía nombrar a mujeres poetas. ¿Otro cafre? "Creo que, en realidad, lo que dice Amis no es cierto. Podría ofrecer muchos ejemplos contrarios (de Emily Dickinson a Sylvia Plath). Pero esta manera de refutar los prejuicios masculinos, magnificando la obra de la mujer intelectual, me cansa hace tiempo. Prefiero apuntar más alto, cuestionando el funcionamiento global de la máquina sexista literaria, hecha por hombres y para hombres, necesitada siempre de una gran cantidad de espectadoras-lectoras, que trabajen a tiempo completo en su fábrica de gloria y vanidad".

Tomado de http://www.elmundo.es/elmundo/2013/01/22/cultura/1358854798.html

Son la primera fila de la gran batalla


Geriátrico


Rubén Reches


Y la muerte hará ¡gulp!

La vida te da una de sus últimas patadas y… ¡ya estás en el geriátrico! -------------------------------------------------------------------------------------

Antes a vos la muerte no te iba a llevar así nomás.
En cada etapa de tu existencia planeaste enfrentarla según un autor diferente: Primero, imbuido de Sartre, proyectabas recibirla amenazándola con el puño en alto; Después, ibas a tener preparado, para espetárselo, un verso de Mallarmé;
Y hasta poco antes de llegar aquí, todavía andabas buscando una frase imilar a la célebre “¡Veo luz negra!”
Para murmurarla hasta que asomara… ¡el otro cabo de la piola!

¡No no! ¡Antes a vos la muerte no te iba a llevar así nomás!

Y siempre que la nombrabas, te indignaba que los otros humanos se cruzaran los dedos o pidieran cambiar de tema.
¡Le volvían la cara, siendo que ella era el harapo universal!

En tus soliloquios los llamabas “autómatas”.

¡Ah! Si alguno de ellos te hubiera pedido un consejo, ¡con qué gusto le hubieras dicho: “Cada mortal debe morir de su propia muerte¡”;
Y en las tertulias acechabas las pausas en que, para recordarles su condición de humo,
pudieras exclamar: “¡Humo, polvo, sombra, nada!”. Hacerlo era indispensable.
-------------------------------------------------------------------------------------

Pero la vida te dio una de sus últimas patadas y…. ¡ya estás en el geriátrico!

¡Ahora te las ves vos con la lisa sustancia!
Ahora te arrastrás por salas donde yacen viejos despatarrados
y en ellas no hay día que no se te pierda algún remedio
ni que algún enfermero no te rete a los gritos hasta hacerte temblar.

El mismo impulso que antes te investía atalaya de la muerte
ahora se endereza a que consigas que te cambien más veces de pañal,
a que seas más diestro que nadie en esconder comida bajo la sábana,
a que te apropies antes que los otros viejos de las revistas del corazón,
a que roces durante más segundos las piernas de la médica,
¡y a que siempre se vea el canal que elegís vos!

(Un monje microscópico
que se extravió en tu sangre
Y que hace sus asanas
En un glóbulo rojo
te pide que prediques:
“Ahora y aquí no se recomienda
estar en el aquí y el ahora”).

Los lentos pensionistas
quieren saber por qué ya no clamás que los humanos son fantasmas,
ni los comparás ya con rosas, -¡antes lo hacías aunque se tratara sólo de varones!-, ni les sugerís ya epitafios,
ni susurrás más al oído del agonizante: “¡Es sólo una zambullida!”.

Se amontonan a tu alrededor y enderezan las orejas como perros.

¡Decíles algo! Pensá que estos viejos son la primera fila de la gran batalla.
Son, de todas las ristras de humanos que se formaron y deshicieron durante tu vida, aquella a la que le tocará atisbar el color desconocido de tu muerte.
¡Son los que apagarán la televisión! ¡Los que soltarán las revistas!

-------------------------------------------------------------------------------------

¡Despertá…! Si no a vos la muerte te va a llevar así nomás…



Rubén Reches (Buenos Aires, 1949), inédito



Tomado de http://campodemaniobras.blogspot.com.ar/2012/06/ruben-reches-geriatrico.html

lunes, 21 de enero de 2013

Para secarse de siglos de errar sumergido


martes, 8 de enero de 2013
El teléfono de la casa paterna


RUBEN RECHES


A LOS VIEJOS

a Lydia Szichman


A los viejos les gusta más que a nadie
caminar bajo el sol en el invierno,
tomar a largos sorbos té caliente
y, cuando hay viento afuera, estar adentro.
Si es que se cuece algo en la cocina,
no se quieren mover de ahí los viejos.
Poco antes de que el frío los encierre,
aun sin saber porqué buscan el fuego.
Y por eso a sus días los ocupan
en tal parte calentadores, termos,
carbón, estufas, edredones, gorros,
mañanitas, bufandas y chalecos.




EL TELEFONO DE LA CASA PATERNA


a la memoria de mis padres Jane Szichman y Samuel Moisés Reches


Acabo de cambiar el aparato telefónico.

En la casa de mi infancia,
adonde he vuelto a vivir con mujer e hijos.

Desconectado, entre tornillos y pedazos de cable,
el aparato viejo parece esperar en la mesa del comedor
a que se proceda con él a un baño ritual.

Y ahí se está, como resto de un antiguo naufragio
que ha vuelto a tierra firme y se ha puesto a secar:
pierde su envoltura de cosa de humano
en el breve rato que necesita cualquier objeto depositado por
el mar
para secarse de siglos de errar sumergido.

Muy pronto me parece que podría vacilar en decir para qué
sirve,
qué fue, si es algo que ya estaba en la casa o si lo acaban
de traer,
cuando durante cuarenta años por él llegaban y salían las
voces
que tejieron la historia de un continente perdido en el que
yo fui hijo,
y mis propios dedos pequeños giraban su disco para llamar
a amigos de pantalón corto.
Muchas de las escenas centrales de la historia de mi primera
familia
se constituyeron a su alrededor y al cabo de un rato se
disgregaron,
¡en este caleidoscopio donde cada pedacito de papel es un ser
humano!

Por él se anunciaron nacimientos de seres que muy pronto iban
a decidir exponer sus pechos a las balas de la tierra.
Por él un día mi madre oyó después de cincuenta años
la voz de su hermano soviético que acababa de llegar a Israel
mientras en otra pieza esperaban su turno de hablar tías y tíos.
Al volver a la pieza cada uno debía transmitir con la mayor
fidelidad
las pocas palabras dichas por el hermano mayor que se había
quedado en Moscú porque ya era un hombre y
optaba por guerrear
mientras el padre rabino y la madre cuyo vientre había dado
diez veces a luz
decidían emigrar con todos los hijos que pudieran.
Por él nos felicitaban por casamientos,
-por el de mi hermano primero, por el mío después-.
En los días que precedieron al de mi hermano,
recuerdo las llamadas a la modista, a la confitería, a todo
lo que se alquilaba.
Por él dije mis primeras palabras de amor.
El ocultó el temblor, el enrojecimiento, el rostro demudado
y sólo dejó pasar las palabras casi puras.
Por él mi padre anunció la muerte de mi hermano
después de arrancar su tubo de las manos de mi madre
para abreviar un llamado que los sollozos de mamá rota para
siempre
podían prolongar hasta la exasperación.
Por él llamé y me llamaron amigos para decirnos, sin disculpas
ni preámbulos,
poemas recién terminados o un verso que acabábamos de modificar
en algo,
en días en que no dudábamos, -¡y con cuánta razón entonces!-
de la incondicional disponibilidad del otro,
de que al otro ese poema anunciado o ese verso imperfecto
lo habían mantenido en vilo con tanta intensidad como a uno
mismo.
Por él circularon conversaciones clandestinas
con sus circunlocuciones y sus claves.
Las de mi hermano comunista primero, y luego, muchos años más
más tarde, las de yo mismo comunista.

Finalmente, de los cuatro, fui yo quien lo desconectó.

Aunque el balance final de sus días entre nosotros no fue bueno,
lo guardo con respeto junto a las herramientas en la oscuridad
de un placard.
Al depositarlo, roza levemente un obstáculo y vuelve a sonar
su campanilla.
No descubro razones para que yo quiera sacarlo alguna vez de
donde está,
pero me digo que las manos que un día lo hagan
no tendrán motivo para actuar con extrema delicadeza
y la campanilla sonará de nuevo.

Porque él reserva gotas de sonido para cuando yo mismo ya no
esté.



(De: Poesía reunida,
Ruinas circulares, 2012)


Rubén Reches



Rubén Reches (Argentina, Buenos Aires, 1949). Poeta, autor-compositor-intérprete de canciones, profesor de francés. Fue miembro del taller literario Mario Jorge de Lellis. Vivió en Francia desde 1976 hasta 1980. Poesía: Arrabal de esferas (1984), Ed. "La Lámpara Errante". Tradujo diversas obras de narrativa (Victor Hugo, Flaubert), las poesías completas de Frangois Villon, poemas de Victor Hugo y de poetas del siglo XVII francés y letras de Georges Brassens. Grabó el disco "Canciones artesanales" para el sello Mandioca y un C.D. con sus traducciones de Brassens.


Tomado de http://ustedleepoesia2.blogspot.com.ar/2013/01/el-telefono-de-la-casa-paterna.html

Éramos tan jóvenes...

Hace 23 años, embarazada de mi primer hijo, yo estuve enamorada de mi profesor de francés. No me importa ahora que él lo sepa, que lea esto y diga Mirá vos, Paulita, siempre tan calladita. Yo tenía en aquel entonces 20 años y él... no sé, me entero ahora, 20 más y en la clase de L Alliance movía las manos de u modo indescriptible y hacía bromas tan tiernas que era imposible no amarlo. Me acuerdo que cuando yo dije, en mi francés titubeante, que era soltera e iba a tener sola a mi hijo y alguna compañera me miró de soslayo, él dijo que yo era muy valiente y que seguro no lo decía de entrada (sería la 2da o 3era clase) "pour ne pas epater les gens".
También me acuerdo de que nos preguntó cuántos libros en francés habíamos leído. Y todos nombraban tres, cuatro, hacían listas y yo no me acordaba cuántos había leído y él me dijo que eso era lo mejor porque se notaba que eran "incontables" por lo natural que sería para mí leer en esa lengua (!!!!!!).
Al año siguiente, con tres chicas más, empezamos a tomar clases en su casa. Era una maravilla tenerlo para nosotras solas: No me acuerdo exactamente cuándo me dio su libro de poemas pero acá lo tengo y sé que para su cumple me tocó a mí elegir el regalo grupal: Poemas completos de Marechal y 62 modelo para armar (que nunca supe si era una obviedad para él como regalo o realmente elegí bien).
Cuando dejé de verlo estaba escribiendo una novela para la cual me pidió mis manuales de la Nitach, mi máquina de tejer. Ahora que me manda un mail justo cuando ando cantando una de las canciones de Brassens que él me enseñó (ver más abajo: La mauvaise reputation) y me dice que ha publicado otro libro y que quizás nos veamos, por ahí me animo a preguntarle qué fue de esa historia de una mujer que tejía como yo.

No había ni una sola palabra que no hubiera sido repetida y gastada muchas veces

"Saber de antemano lo que estaba a punto de escuchar no lo hizo menos doloroso para ella, pero sí más humillante, porque asistía a una representación mediocre, en la que no había ni una sola palabra que no hubiera sido repetida y gastada muchas veces, por ese mismo hombre y por otros, en cualquier idioma y en cualquier lugar, palabras de cobardía masculina, de sinceridad embustera y tortuosa, de compasión indeseada, de arrepentimiento y consuelo y futura lealtad a pesar de todo. Eso era lo que distinguía ella al escucharlo, no frases que se enlazaban entre sí sino palabras aisladas y viles, dañinas como agujas, suaves, venenosas, comunes, y tras ellas un desasimiento de la realidad y un dolor tan pesado como un bloque de plomo, que volvía casi trivial el motivo que lo provocaba y también al hombre ahora educado y extraño que movía las manos ante ella o hendía nerviosamente con la uña del dedo índice la superficie áspera de la mesa, hablándole con una entonación condolida y un poco paternal mientras al otro lado de la cortina se oían voces lentas de borrachos y coplas flamencas y en el exterior, a unos pasos de ella, duraba un anochecer estático de principios de verano y en el aire tibio y tenuemente azul, sobre los muros con escudos y la cúpula de bronce del Salvador, se cruzaban en vuelos fulminantes los vencejos. No quería seguir viendo aquella cara de justificación y penitencia, de mentira y de culpa, no quería oír las palabras que él seguía diciéndole, con la cabeza baja y la mirada huidiza, como si confesara, nunca más, recuerdo imborrable, deber, arrebato, sinceridad, coherencia, compañera, en tanto en cuanto, vida por delante. Descubría que ni la lucidez ni el desprecio mitigaban el dolor y que seguía siendo intolerable aunque lo ocultara el instinto de la dignidad. Salieron de la taberna y se negó a que él la llevara a su casa en el coche. Parados el uno frente al otro, como aquel día de diciembre en que ella aceptó guardarle la caja de cartón, él le acarició la cara con una especie de temerosa vehemencia en los dedos y le repitió el estribillo de una canción que habían escuchado juntos muchas veces: «On n'oublie rien de rien, on n'oublie rien du tout. » «Vete a la mierda», dijo Nadia, apartándose con un gesto ofendido y huraño que le devolvió por un instante el orgullo, y cuando lo miró otra vez vio una expresión de estupor o de lástima hacia sí mismo en sus ojos y en su boca, como si le suplicara, como si fuera él quien había sido abandonado, quien no podía soportar el dolor."


Antonio Muñoz Molina. El jinete polaco

Ningún discurso homogéneo causa inquietud

sobre la agitacion del discurso

Tres ideas de lo inquietante

¿Cómo podría ser una novela inquietante?, se pregunta el autor de esta nota. Tal vez bastante parecida a “Auschwitz”, de Gustavo Nielsen, arriesga. Y profundiza: “Cuando una novela busca sobresaltarme, el pragmático que llevo en el bolsillo pregunta: ¿qué tal maneja el lenguaje de la razón, el lenguaje de quienes tienen alguna posibilidad real de tomar el poder?”.

Por Gonzalo Garcés

20/10/12 - 10:19


Una vez Erica Jong dijo algo interesante: si mi novela hubiera sido pura pornografía, afirmó, a nadie habría sobresaltado. Pero que la narradora pudiera desesperarse por una pija y en el siguiente párrafo disertar con autoridad sobre el estilo de Joyce, eso era inaceptable. Corolario: ningún discurso homogéneo causa inquietud, incluso y especialmente la homogeneidad de lo obsceno, lo violento, lo punk. La frase de Jong ayuda a entender, por ejemplo, por qué El fiord nunca fue ni podría ser un texto inquietante: el torrente de sangre y mierda de Lamborghini, por invariable, resulta tan artificial como la novela rosa, la comedia romántica o la novela de detectives. Y las marcas de género, se sabe, tranquilizan: aquí hay un escenario, dicen, allí hay un telón, estos aullidos y estas flagelaciones no son sino una de las coqueterías del arte, no se deben tomar en serio. Por contra, si un discurso es una estructura abierta, que puede cambiar de registro, incorporar tonos inesperados, dejar a veces de cantar y ponerse a hablar, entonces no parece ficción. Y entonces lo que se dice tiene un peso diferente.

Pienso a veces cómo podría ser una novela inquietante. En una versión, la novela se parece bastante a Auschwitz, de Gustavo Nielsen. El protagonista de ese libro, Berto, es nazi. Detesta por igual a los judíos, las mujeres, los discapacitados, los gays. La novela de Nielsen es muy buena y está llena de momentos potentes. Pero en la versión que imagino, la estúpida maldad de Berto se corre, a veces, hacia otros tonos. En la novela original, el episodio central muestra a Berto torturando a una especie de chico alienígena. Ahora imagino este addendum: en la escena siguiente, Berto, sentado en el colectivo, ve subir a una anciana y se hace el distraído; por el resto del día, siente un remordimiento moderado. “Qué me costaba levantarme, pobre vieja, con las piernas doloridas y yo haciendo como que leo el diario”, etc. Cada uno puede encontrar palabras mejores que éstas; se trata de establecer una línea de transmisión entre mi sensibilidad “normal” y el sadismo delirante de la escena de tortura. Esa es una variante posible; en otra, después de la tortura al niño extraterrestre, el narrador adopta de golpe el tono de la objetividad enciclopédica: observa que la palabra tortura deriva del verbo latino torquere (retorcer, curvar) y que los primeros casos registrados de tortura se remontan a la antigua Caldea. “Prefiero padecer a mis miembros retorcidos antes que verme así deshonrado” (Cantar de Gilgamesh). Etcétera. No se me escapa que esta segunda estrategia fue usada por Kurt Vonnegut; la primera, por Shakespeare.

Los dos casos buscan un efecto de seriedad: el tono de quien no se propone sólo chocar sino persuadir, llegar a convertirse en discurso dominante. Cuando le recomendaron a Stalin congraciarse con la iglesia católica, preguntó: “¿El papa cuántas divisiones tiene?”. Cuando una novela busca sobresaltarme, el pragmático que llevo en el bolsillo pregunta: ¿qué tal maneja el lenguaje de la razón, el lenguaje de quienes tienen alguna posibilidad real de tomar el poder? Porque sólo ese lenguaje puede socavar mis certezas. Tal vez trata de esto: hacer que lo delirante o lo odioso llegue hasta el borde mismo de lo razonable, porque entonces la literatura puede revelar los eslabones débiles de mi concepción del mundo. Escribir, por ejemplo:

“Se ha dicho que hacer literatura con la dictadura es imposible, porque el mal inequívoco sólo permite la denuncia inequívoca, no los matices que la ficción necesita. La pregunta es: ¿puede ese mal, en rigor, calificarse de inequívoco? Como señala Giorgio Agamben, la clase media juzga de acuerdo con la moral particular y actúa de acuerdo con la Razón de Estado. En nombre de ésta última apoyó a la dictadura. Y no se equivocó, ya que sus metas se alcanzaron con creces, aunque haya tenido motivos para pretender lo contrario. En el relato convencional, el golpe militar instaló a una dictadura inepta y feroz. La verdad (como suele pasar) es al revés. La verdad es que el gobierno militar fue eficaz y (en términos históricos) relativamente incruento. Su meta era poner al día una estructura socioeconómica atrasada en sesenta años. Ese tipo de reacomodamiento, históricamente, cuesta el sacrificio de cerca del diez por ciento de la población. Que en la Argentina sólo se hayan perdido entre cuatro y cinco mil vidas constituye, dicho sea sin ironía alguna, un logro fulgurante. La entente de empresarios, banqueros y sindicalistas que, hacia 1980, pactó el regreso a la democracia, estimó que, tras la liquidación del vasto sector industrial atrasado, el período de retracción duraría veinte años antes de retomar el crecimiento; en realidad, el país necesitó mucho menos. Fue asimismo una política sostenida por los empresarios cercanos instalar el relato de la dictadura como un sangriento fracaso, para mejor ocultar sus logros, y así preservarlos. Objetivamente, el período de 1976 a 1983 constituye uno de los éxitos más brillantes que registre la historia del país.”


Tomado de Cultura. Diario Perfil.

Lunes por la madrugada...

Yo cierro los ojos y veo tu cara
que sonríe cómplice de amor...