domingo, 22 de febrero de 2009

"La tinta como el elixir de la vida eterna"

"Barrie se pregunta cuál es la velocidad de un libro: ¿la velocidad que desarrolló el autor al escribirlo o la velocidad que alcanzan los lectores al leerlo? Es más: ¿se detiene un libro cuando se lo deja de lado o son los libros máquinas de movimiento perpetuo que funcionan sin necesidad de los lectores? Los libros como motores mágicos que no dejan de impulsar a sus héroes y villanos hacia nuevas orillas y palacios y es por eso que no conviene interrumpir su lectura, piensa Barrie: uno se pierde tantas cosas cuando cierra un libro. Hay noches en que Barrie juraría que oye a los libros conversar entre ellos, mezclarse, contarse sus vidas y sus obras, recordar sus tramas, sus mejores momentos. Barrie piensa que leer es hacer memoria y que escribir, tambièn, es hacer memoria. Los recuerdos del que escribe -los escritores no hacen otra cosa que recordaralgo que se les ocurrió o que les ocurrió o que no les ocurrirá nunca, pero que ahora ocurre mientras escriben- se incorporan a los recuerdos del que lee hasta ya no saber dónde empiezan unos y dónde terminan los otros. El escritor como intermediario, como espiritista espiritual, como iluminador de la manera en que los libros son los fantasmas de los escritores vivos y los escritores muertos son los fantasmas de los libros. Y tal vez eso sea la inmortalidad, el no envejecer nunca, se dice Barrie. La tinta como el elixitr de la vida eterna que se bebe a través de los ojos, y Barrie piensa que si hay algo mejor que ser escritor, ese algo es ser personaje."


Rodrigo Fresán. Jardines de Kesington. NOvela alrededor de la vida de James Barrie, autor de Peter Pan.

sábado, 21 de febrero de 2009

Hijito fotogénico

Como la tierra al agua

"Quereme como la tierra quiere al agua
quereme como en el mar esa mañana.
Quereme que las disculpas se han perdido
como perdida estoy sin vos y tengo frío."

Edgar Bayley: "Hay un sol para los que han peleado"

Un Sol

No ya una naranja prefectamente redonda
No hay un día perfecto
Hay un sol para los que han peleado
contra las sombras
sin rendirse jamás
de noche
de día
a orillas del lago
bajo el sicomoro y el sauce
entre las rocas y las anémonas
Para ellos hay -habrá- un sol
porque han peleado contra las sombras
contra su propia oscuridad
su turbia lámpara
su ignorante desgano
Para ellos

habrá un sol
pero no hay
no habrá nunca un día perfecto
una naranja perfectamente redonda.

Edgar Bayley: "He querido tener claridad para vivir"

La claridad

Me ha tentado siempre la claridad
Y la claridad se me ha negado a veces
Como un pájaro que vuela en sueños
Y cae y sigue cayendo
Sin volar
Como peso muerto

Me ha tentado siempre la claridad
Especialmente la claridad de las hojas de saúco
También la claridad del guijarro
Y de las ramas de abeto
Y la rápida y voraz claridad de una salamandra

He querido tener claridad para mirar
Los terrones del campo recién removido
Y para mirar también el mismo arado
Y el agua que se desliza límpida por la acequia

Claridad he querido para recorrer tantos sueños
Y glorias y poderes y dispersas situaciones y gentes
Y para estar en el aire sin ausentarme del fuego

Me ha tentado siempre la claridad
De estar totalmente en cada flor
En cada herida o condena o semilla
He querido tener claridad para vivir

Y cuando al fin pude definir la claridad que yo buscaba
Advertí cuánto sueño y plumón y roja tierra
Y confusión y olvido hacen falta para comprender claramente
Y estar aquí con total lucidez sentado a la vera del camino
Avivando el fuego bajo el cielo y el polvo de las horas

Y como me ha tentado siempre la claridad
Aquella vez cuando bajo un abierto y extendido sol
Comenzaron a encresparse las aguas de la bahía
Hasta adquirir un tinte violáceo
Y un gran pájaro blanco surgió de repente de entre las nubes
Batiendo sus alas y revoloteando suavemente a mi alrededor
Decidí que era el momento de arrojar estas palabras al mar
Porque la claridad que tanto he buscado
Sólo está en algunos silencios
En algunos espacios en blanco
Antes y después de unas pocas y triviales palabras

jueves, 19 de febrero de 2009

En cámara lenta

"Despacito, suavemente, ámame en cámara lenta."

Suavemente

"Quiero que me trates suavemente."

Wall-E

Me gustaron muchas cosas y no me gustaron unas cuantas más. El resultado final es muy positivo pero...
Me gustó la idea de los robots tratando de limpiar la Tierra, tratando de encontrar vida vegetal, la idea de los humanos achanchados en sus sillas, dependientes totales de los robots luego de 700 años de vivir sin mover un músculo.
Lo del amor entre robots es tierno y tiene escenas originales, pero... està como muy visto, como muy obvio, ¿no?
Me gustò todo lo que Wall-E con servaba como objetos valiosos y me desepcionó que el final feliz fuera con el retorno pero sin avanzar sobre cómo se lograría. O sea que demasiado feliz, demasiado sencillo, pum, todo arreglado. Claro que es una peli de Disney pero podrían haberse aprovechado mejor muchas más cosas.

domingo, 15 de febrero de 2009

Vimos. Don Juan de acá

Fuimos con mi amiga Norma, mi hijo rafael, mi hija Magdalena y su amiga Lucìa. Nos encantò a todos.
Yo hace rato querìa ver algo en el Cervantes que he ido de visita guiada pero nunca había visto una obra. Y Rafa y Magda querìan ver teatro pero "no de bebés", asì que Los macocos fueron buena elecciòn.
Hubo que explicarles què era la jabonerìa de Vieytes y por què la revolución estaba "verde" en mayo y ppodrìa andar mejor en septiembre o en "octubre rojo".
Yo me reìa como una yegua.
Excelentes las actrices y las voces y los mùsicos en escena.

Los macocos y Don Juan en el Cervantes

Viernes, 5 de Septiembre de 2008

TEATRO › LOS MACOCOS Y DON JUAN DE ACA (EL PRIMER VIVO), DIRIGIDA POR JULIAN HOWARD

“Don Juan la va de vivo, pero en realidad es un salamín”
Daniel Casablanca, Martín Salazar y Gabriel Wolf analizan la nueva etapa del grupo, que en esta puesta trabaja con tres actrices y músicos en escena, e imagina a Don Juan en una Buenos Aires que está a punto de cambiar para siempre.









Por Vanina Redondi

Desde hace 23 años, Los Macocos vienen vistiendo y desvistiendo a personajes tan célebres, extraños o cotidianos como una abuela dispuesta a todo por defender su televisión por cable, un señor Perrupato que mira sin ver, una princesa oriental que vive un enredo de amor y aventuras o una familia de teatristas que arrastra su fracaso a lo largo de las décadas y los estilos. Para narrar sus historias aprovecharon cuanto género teatral les ofrecía la tradición local o extranjera: clown, farsa, absurdo, comedia del arte, teatro dentro del teatro, circo y unos cuantos más. La clave detrás de todos estos estilos fueron, desde el principio, el humor y la comedia. Este año encuentra a Daniel Casablanca, Martín Salazar y Gabriel Wolf en un momento muy especial. Su compañero Marcelo Xicarts decidió abandonar al grupo hace un tiempo, y su director desde 1990 Javier Rama falleció a fines de 2007 por un cáncer de páncreas. En su nueva obra, que se estrena hoy en el Teatro Nacional Cervantes, se reencontraron con Julian Howard, profesor y amigo que tomó la batuta para dar forma al antiguo mito del eterno seductor. Don Juan de acá (El primer vivo), escrita por Los Macocos y Eduardo Fabregat –periodista de Página/12–, retoma a este personaje de la literatura, el teatro y la ópera, pero lo ubica en el Río de la Plata de 1810. Este español llega en las vísperas de la Revolución de Mayo y se encuentra con un grupo de idealistas que tenían muchos fines nobles, pero muy poca de la mentada viveza criolla: el recién llegado hará su aporte para dejar su marca indeleble en el ser nacional.

–¿Por qué decidieron trabajar con el mito de Don Juan?

D. C.: –(Piensa y se ríe.) ¿Por qué Don Juaaaaaan?

G. W.: –En realidad es un proyecto de Tincho (Martín Salazar). La idea le estuvo dando vueltas en la cabeza por un buen rato, así que ya la tenía bastante mangiada cuando la presentó al grupo. A no-sotros también nos cerró el planteo de encarar a un clásico en esta nueva etapa. Además, hubo un interés recíproco con la gente del Teatro Cervantes. Después de presentar allí el año pasado La fabulosa historia de los inolvidables Marrapodi, nos propusieron armar otra obra y optamos por ésta.

–¿Desde el principio pensaron que su Don Juan iba a ser “El primer vivo” del Río de la Plata?

D. C.: –No, todo eso es posterior. Cuando Martín trajo la idea nos pusimos a trabajar.

G. W.: –En general, es un método de Macocos –y de muchos otros grupos–- que uno de los integrantes exponga su tema y después el resto de los actores lo siga elaborando.

D. C.: –Ese puntapié inicial nos tiene que empezar a sonar. Al principio un clásico es muy ajeno, pero nos vamos adueñando de a poco. Creo que el objetivo es macoquizar la obra, para que repercuta en todos nosotros cuando estamos actuando. En Don Juan de acá, cuando empezamos a pensar vimos que estaba bueno ubicarlo en el Río de la Plata, en los momentos previos a la Revolución de Mayo. El aspecto que nos resultó más interesante, y el que más nos resonaba, rondaba la cuestión de que él era un vivo.

G. W.: –Un burlador.

D. C.: –Nos pareció que ese Don Juan que huía y caía acá era un poco el ingrediente que le faltaba al ser nacional. Jugamos con eso porque nos pareció divertido.

–A diferencia de otras puestas, en esta obra tienen varios artistas invitados.

D. C.: –Creo que la elección de trabajar con un clásico y de invitar a otros actores tiene que ver con todo lo que nos pasó el año pasado, que fue durísimo. Juntarnos con artistas amigos, así que contamos con personas conocidas en todo el equipo, desde el staff técnico hasta los que nos acompañan en escena. El director, Julian Howard, es maestro nuestro, trabajar con él fue genial. Todo se dio muy fluidamente. Estamos contentos con el proceso creativo, que fue muy tranquilo y placentero, y me parece que el resultado tuvo que ver con eso. Nos divertimos mucho, incluso en las primeras funciones. La obra se estrenó en gira por el interior, y para nosotros eso está bueno porque nos permite calentar el espectáculo. En la comedia siempre conviene hacerlo. Además, los shows de Los Macocos son siempre de largo aliento.

–Sus presentaciones suelen cambiar con el tiempo. ¿Eso se debe a la respuesta del público o a nuevas creaciones suyas?

G. W.: –Las dos cosas influyen.

D. C.: –Claro, así es la comedia. Los chistes van mutando. Por ejemplo, si en un momento dado se agregan muchas bromas pero queremos que el espectáculo dure lo mismo, entonces hay que sacar las partes viejas que no están funcionando y agregar las nuevas en su lugar. Además, hay que hacer la experiencia acá en Buenos Aires.

G. W.: –Con el público macocal.

D. C.: –La idiosincrasia del sentido del humor es diferente en Jujuy, Formosa, Rosario o Capital. Por otro lado, también tiene mucho que ver con el horario, porque no es lo mismo la gente que se acerca a la trasnoche y la que viene a las 9. El público de un sábado, por ejemplo, es el teatrero, pero el del domingo es familiar y el del jueves suele incluir a los chicos jóvenes con poca plata. Es decir, la audiencia cambia mucho y nos damos cuenta en seguida porque su respuesta a nuestro trabajo es directa e instantánea.

–Al tener mucha experiencia como actores, ¿pueden modificar su trabajo durante el show, en respuesta a las características del público?

D. C.: –Cuando uno conoce muy bien el espectáculo ya puede empezar a tener esa muñeca. Al tercer chiste quizá nos damos cuenta de que hay que empezar a hacerlos de otra manera. Si hay bebés, por ejemplo, los chistes groseros salen.

G. W.: –Bueno, más o menos. Igual los bebés no entienden.

D. C.: –Es verdad. Podemos decir culo que no pasa nada... pero mejor si lo cambiamos por culito. No es lo mismo un espectáculo que estrenamos que otro como La fabulosa historia de los inolvidables Marrapodi, que ya tiene diez años, muchas temporadas y varias giras. Igualmente, yo creo que con el tiempo los espectáculos no se pinchan, sino que engordan o se enriquecen.

–¿Qué respuesta encontró este Don Juan en el interior?

D. C.: –Hasta ahora tuvimos una respuesta bárbara. Quizá tenga que ver con algo que hicimos sin querer, que fue ubicarlo en un lugar muy representativo para cualquiera. En algún momento de la infancia nos vestimos con ropa de la época o vimos a alguien actuando de pregonero.

G. W.: –La obra empieza con los tres macocos representando a pregoneros de la colonia.

D. C.: –Claro. La voz de sala, esa que siempre se escucha al principio de los espectáculos, viene en realidad de los pregoneros. Decimos, por ejemplo, “Apaaaaaaaguen los celulaaaaaares”. Además, la obra termina con una milonga que incluye los acordes del himno. Creo que esos detalles remiten a la infancia de los argentinos. Nos emocionan a nosotros mismos mientras lo actuamos.


Don Juan macoquizado

El mito de Don Juan viene de siglos atrás. Su historia fue tomada por muchos artistas, que lo representaron como un pecador irredento, un aristócrata egoísta, un personaje con una salud mental lamentable, un revolucionario rebelde, un representante de Satanás, un narcisista o un hombre con una sexualidad un tanto equívoca. Incluso Mozart dedicó su ópera Don Giovanni a este mito tan misteriosamente popular. Uno de los primeros dramaturgos que plasmó esta leyenda en el papel fue Tirso de Molina, en El burlador de Sevilla y convidado de piedra. Los Macocos tomaron este texto como punto de partida, pero también aprovecharon las obras de Molière, Vacarezza y José Zorrilla, entre muchos otros, para crear su propia versión del famoso seductor. El resultado fue un Don Juan muy particular, que crearon entre todos pero cayó en manos de Martín Salazar.

–¿Qué características tiene este Don Juan?

M. S.: –Es un vivo bárbaro, nuestro primer vivo, por eso lo de Don Juan de acá. No es un tipo de plata, pero como está en América puede decir lo que quiere y se hace pasar por millonario. Me parece que al sacarle la pátina de tipo rico le encontramos un aspecto más simpático. La idea es que este hombre que se la da de gran vivo es en realidad un salamín, porque termina muriéndose solo y sin encontrar el amor. Nunca halló a nadie con quien pasarla bien más de una vez, salvo una mujer que en realidad le significa una especie de tortura.

D. C.: –Nosotros achicamos un poco la historia para que el enredo o la comedia fueran más fuertes y exagerados, un poco más clownescos.

M. S.: –Tomamos principalmente el Don Juan de Tirso de Molina porque la leyenda estaba dando vueltas desde hacía tiempo, pero él fue el primero que escribió sobre el personaje.

D. C.: –También nos basamos bastante en Molière, que lo representa en forma de comedia.

M. S.: –Y en la ópera Don Giovanni.

–En el espectáculo se toca música de esta obra de Mozart. Los instrumentos son guitarra, bandoneón y... ¿bombo de cancha?

M. S.: –(Risas.) Sí, pero además hay un teclado. El resultado final de mezclar el teclado, la guitarra, el bandoneón y el bombo de cancha es bastante interesante. Charlando con los músicos, comentábamos que uno de los tantos anacronismos de la obra es que en ciertos momentos los instrumentos generan como unas campanas al estilo Stanley Kubrick, algo que no tiene nada que ver con lo que se está viendo.

D. C.: –Aparecen los setenta en 1810, pero es parte del juego. Llevamos a la Revolución de Mayo cuestiones actuales que no existían en el siglo XIX, y traemos a colación aspectos que siguen siendo iguales desde entonces.

–¿Usan el español antiguo de Tirso de Molina a modo de comedia?

M. S.: –Sí, de hecho recitamos textos de Tirso, adaptados. Otra cosa a tener en cuenta es que la obra transcurre 200 años antes del día de hoy y Tirso la escribió dos siglos antes de la Revolución de Mayo. No queríamos que esta historia transcurriera hoy en día porque se pondría un poco moral, y nos arriesgábamos a que hubiera quilombo.

D. C.: –Como para sacarse el problema de encima.

M. S.: –Si todo pasó hace mucho tiempo el espectáculo se vuelve más liviano. Esta obra, nuestra versión, es muy simple y clara. Pasa lo que pasa y no hay muchas vueltas.

–Sin embargo, en muchas de sus obras pasadas mostraron reflejos de la realidad argentina. ¿Ese aspecto no está incluido en Don Juan de acá?

D. C.: –Yo creo que siempre está presente pero no de manera intencional. Es nuestro lenguaje y por eso se ven referencias o guiños para que el espectador diga: “Así somos”.

–¿Qué géneros teatrales aprovecharon en esta obra?

M. S.: –El género macocal en su estado más puro.

D. C.: –Idioteatro. Mucho juego de clown, stand up, Los Tres Chiflados...

M. S.: –Agarramos clásicos como Don Juan o Mozart. Y Los Tres Chiflados son, para nosotros, un clásico del humor que nos acompaña desde que nacimos.

D. C.: –Hay una rutina concreta en homenaje a ellos.

M. S.: –¿Homenaje o robo? Bueno, es una rutina muy treschifladezca que repetimos varias veces, donde tres hombres se encuentran con tres chicas que son tan tontas como ellos. En obras anteriores trabajamos con actores que no fueran Macocos, pero este espectáculo tiene la particularidad de que las tres actrices hacen humor a la par nuestra.

D. C.: –En algunos momentos... ¡mejor que nosotros!

Fuimos al Cervantes II

Fuimos al Cervantes

La mujer de mis pesadillas

Buena comedia. Graciosa. Tambièn hay buen chico que encuentra buena chica y todo termina bien. Bueno... casi bien, con altibajos, eso es lo mejor.
El señor de Una noche en el museo y de La familia de mi novia y de Duplex es un señor gracioso, uno de los preferidos de Rafael. Claro que dice mi hijo que el final lo arruina todo porque a èl le gustan los finales felices puros, puramente felices sin... bueno, ese detallito del final.
Lindos paisajes y gentes de Mèxico para ir de luna de miel.

Como si fuera cierto

Comedia entretenida y punto. De las de buen chico encuentra buena chica y tienen algùn problema (muerte de ella por ejemplo), pero todo termina bien.
Bien.

sábado, 14 de febrero de 2009

Futurama. El golpe de Bender

Pobre Rafa que me la hizo mirar todo entusiasmado: me aburrì, no entendì ni la mitad y cuando él me explicaba hasta tuvo que decirme por què él había creído que me gustaría: dice que él lloró en la parte "de amor" que se complica con viajes en el tiempo y que no les puedo explicar porque les arruino la sorpresa (que yo no pude ver, pero igual).

Descubriendo nunca jamás

Me encantò. Para llorar mal pero excelente. Sumado a que sigo leyendo Jardines de Kesington esta peli sobre la vida, tambièn, de James Barrie, con Jonnhy Deep como protagonista, me mató.
La niñez dolorosa, la muerte del padre, la enfermedad de la madre, ese amigo adulto pero niño, ese amor inclasificable para la sociedad donde se desarrolla y todo con el telòn de la creación literaria y, màs aùn, del teatro.
Pàrrafo aparte a la idea de Barrie de dejar 25 asientos libres en la sala para que sean ocupados por huèrfanos el dìa del estreno de su Peter Pan: sòlo los niños y niñas pudieron mostrarle a todos los adultos acartonados dònde habìa que reirse.

Sin goleta

"El hombre sin la mujer es marino sin goleta."

lunes, 9 de febrero de 2009

El diario de Brigitte Jones I y II

¿Ven? Èstas dos son el mismo tipo de pelis que la anterior pero son originales: no estàn juntando ingredientes conocidos y tiràndolos en el mismo orden de siempre. Êstas son graciosas: la prota raya lo ridìculo; los galanes son dos y, dentro de los clichès, son creìbles y ambos queribles; las situaciones son inesperadas y bien resueltas , y està el plus de ella escribiendo su diario, que siempre suma.

Mujeres

Sì, tìpica de mujeres de màs de 30 en New York: amigas, zapatos, partos, infidelidades, coraje femenino y final feliz.
Està buena, pero muy repetitiva ya. Claro que hay que ser Meg Rayan para reconquistar al marido si la otra es Eva Mendez... Claro que me gustò mucho la escena de ellas dos en el vestidor de ropa interior...

viernes, 6 de febrero de 2009

Appleseed I

Me encantó. Menos romance que en la II pero más presentación del universo. Me encantó la heroína y el conflicto entre humanos y bioriods."Apple-seed" es elnombre que la cientìfica que ha trabajado toda su vida en esta tecnologìa le pone al secreto sobre còmo hacer que los bioriods tengan vida reproductiva. Por supuesto que a los humanos no les conviene tanta "competencia" y de allì el conflicto. Tòpico de los humanos "Con sentimientos" y los no humanos,sin.
Buena resoluciòn.
Qué nadie diga por ahí que no me gusta el animé: los escenarios son excelentes y las escenas de acción espectaculares (aunque me enbole que todo reviente durante tantos minutos).

martes, 3 de febrero de 2009

Cuatro minutos

Torturante. Hermosa. Dolorosa. Emocionante. Mucho.
Los dos papeles de las dos protagonistas son espectaculares: la vieja pianista y su vieja historia de amor con una mujer asesinada por los nazis y la nueva pianista, el joven talento encerrado en la cárcel por culpa de un mal novio y del hijo de puta del padre.
"Sólo amo la música", dice la vieja. Y una no le cree: la música es la metonimia de todo lo que ella ama, metonimia de la vida misma en toda su dureza y su esplendor.
Los cuatro minutos finales son la apoteosis...

lunes, 2 de febrero de 2009

La imaginación

"La imaginación lo es todo. Es la vista previa de lo que la vida va a traer."



- Albert Einstein.

Feminismo inconsciente

"Ser escritora es optar por un feminismo inconsciente. Y ser mujer en América Latina es difícil si vas al enfrentamiento. Ahí, una mujer lo es en tanto está al lado de un hombre y tiene encima su mirada. Y eso explica la falta de erotismo: la mujer, si espera, es objeto de deseo".


Cristina Peri Rossi

domingo, 1 de febrero de 2009

2004. Jardines de Kesington entró a mi vida como deseo

Domingo, 4 de Abril de 2004

Página 12. Suplemento Libros





No crecerás

Por Juan Villoro



Tal como los conocemos, los niños se inventaron en el siglo XVIII. Antes eran
aprendices de adultos, hooligans para domesticar. Jean-Jacques Rousseau, profeta
de la bondad innata del cachorro humano, propuso proteger al niño de las
perniciosas influencias de la sociedad. Por una insólita ocasión, Voltaire
estuvo de acuerdo con él: “El hombre no ha nacido malo; se vuelve malo de la
misma manera en que se enferma”. La cruzada de Rousseau es la cruzada en favor
de una inocencia anterior a la cultura. A los doce años, el hombre “ha alcanzado
la madurez de la infancia, ha vivido la vida de un niño, no ha comprado su
perfección a costa de su felicidad”. Después, todo será declive y lluvia y
pérdida. El “hombre natural” se transformará en atribulado ciudadano.
¿Cómo recuperar la virtuosa isla perdida? Los animales, indiferentes al devenir,
brindaron los modelos de Mowgli y Tarzán para saltar por las ramas de un tiempo
suspendido; Alicia se intoxicó para aumentar o disminuir de estatura; Pinocho
asumió la eternidad pueril de la madera encantada. Pero fue J. M. Barrie quien
extremó al máximo las creencias de Rousseau. Convencido de que la vida real
sucede antes de los doce años, escribió la primera frase de Peter Pan: “Todos
los niños, menos uno, crecen”. Jardines de Kensington, de Rodrigo Fresán,
explora el mundo de Barrie en la Inglaterra victoriana y lo contrasta con el de
su imaginario discípulo, Peter Hook, autor inglés de cuentos para niños, hijo de
un aristocrático rocker del Swinging London. Desmesurado, kitsch, fascinante,
Barrie vive en estado de permanente inmadurez; aprende a mover las orejas para
cautivar a los niños en los parques y se sirve de los siete turnos del correo
londinense para cartearse sin freno ni recato con sus padres. Enamorado del amor
que se profesan Arthur y Sylvia Llewelyn Davies, sobrelleva un gris matrimonio
sin hijos (y acaso sin sexo) a cambio de transfigurarse en “el tío Barrie” que
protege y manipula a los cinco niños Llewelyn Davies. Después de la muerte de
los padres, y gracias a la falsificación de un testamento, el dramaturgo adopta
a los huérfanos, que a esas alturas ya son sus personajes y se encaminan a
trágicos destinos. Según su propia metáfora, Barrie frotó a los niños contra su
imaginación para que surgiera la chispa de Peter Pan, que los eclipsaría a todos
ellos.
Jardines de Kensington compara los empeños de Barrie con la Era de Acuario, la
época en que la juventud pasó de categoría biológica a categoría histórica y
ensayó la versión psicodélica del “no crecerás”. El caudal de asociaciones va de
Dickens al Show de Porky, pasando por la biografía de The Kinks. El “ahora me
ves, ahora no me ves” con el que Joseph Heller se refiere a los pilotos en
peligro de extinción le sirve al siempre intertextual Fresán para describir un
trepidante ciclo de deterioro y evolución: el niño será adulto, cadáver y
fantasma, es decir, otra vez niño. La vida se acaba, pero regresa en los
pantanos del sueño y la profunda superficie del texto.
Jardines de Kensington transcurre durante una noche en que el escritor Peter
Hook narra su última, oscura fábula, ante un niño secuestrado. Su protagonista,
depositario de una dualidad de magia y pesadilla, se llama Jim Yang. Si Barrie
paladea el imposible sabor de la eternidad en sus juegos infantiles, Hook busca
la apropiación criminal de la infancia y accede a una variante clínica de
Neverland, el estado de coma.
Lúdica, excesiva, ruidosa, Jardines de Kensington es el territorio donde un
aforismo persigue a un epigrama que persigue a una greguería, el cuarto donde un
niño muestra todas sus estampas y todos sus juguetes, sin importar que algunos
estén rotos (son esos los que tienen mejores historias). El lector infantil
suele ser indiferente a la noción de autoría; lee la aventura como si se
generara a sí misma ante sus ojos. Jardines de Kensington es la zona de
excepción (la madura infancia) donde la fantasía de Barrie es tan significativa
como la vida que la originó. Con pulso hipnótico y creativa lealtad, Fresán
persigue a su fantasma.
Sin el menor victimismo, Fresán ha escrito de su niñez argentina, cuando fue
secuestrado por la Triple A. Sus captores trataron de congraciarse con él
hablando de fútbol. Resultado: en su documentado Londres de los años sesenta no
existe la final de Wembley y la infancia es para él un espacio al que se vuelve
por méritos literarios. Noticia de un secuestro –Peter Hook tensa la cuerda del
niño que lo escucha–, Jardines de Kensington se lee como un acto liberador. Un
pasaje poderoso de un libro poderoso: “Barrie se pregunta cuál es la velocidad
de un libro: ¿la velocidad que desarrolló el autor al escribirlo o la velocidad
que alcanzan los lectores al leerlo? Es más: ¿se detiene un libro cuando lo deja
a un lado o son los libros máquinas de movimiento perpetuo que funcionan sin
necesidad de los lectores? Los libros como motores mágicos que no dejan de
impulsar a sus héroes y villanos hacia nuevas orillas y palacios y es por eso
que no conviene interrumpir su lectura, piensa Barrie: uno se pierde tantas
cosas cuando cierra un libro”. Jardines de Kensington es un motor a tope, al
borde del estallido, que revela, sí, la inaudita velocidad de las cosas.



Children’s corner


por Alan Pauls



Como todo libro de escritor-coleccionista, Jardines de Kensington es la
historia de muchas vidas, pero sobre todo de dos: la vida del polígrafo
victoriano James Matthew Barrie, enano célibe, idólatra de niños y
legendario inventor del ícono infantil Peter Pan; la vida de Peter Hook,
hijo desquiciado del swinging London, discípulo lisérgico de Barrie,
inventor de Jim Yang –un Peter Pan post Einstein que viaja por el tiempo
montado en su cronocicleta– y, en sus ratos de ocio, exitoso asesino en
serie de párvulos.
¿Vidas de santos? No precisamente. ¿Vidas paralelas? Ojalá. Sería el caso
si Jardines de Kensington se limitara a contrastar o empardar dos épocas,
la era victoriana y los años ‘60 –probablemente los dos bloques de
espacio-tiempo más culturalmente saturados de la anglofilia moderna–, y si
Barrie y Peter Hook fueran meras almas siamesas separadas por 50
inoportunos años de historia. Pero en el libro es Hook –consumando el
prodigio fáustico que hostiga a toda la novela: “hacer que toda la
Historia quepa en un día”– el que cuenta la vida de Barrie –aunque no en
un día sino en una sola noche–, pequeño detalle que abre entre él y Barrie
un abanico jugoso y plural de posibilidades. Hook no es sólo el biógrafo
de Barrie; es también su víctima, su rémora, su sucesor, su rival, su
encarnación mejorada y hasta su maestro: alguien capaz de reescribir el
prodigioso legado de imaginación que recibió en una elegante secuencia de
actos siniestros. Es el gran talento alquímico del freak, que no aparece
por primera vez en la obra de Fresán y seguramente tampoco por última:
malinterpretar la ficción –o interpretarla quizá demasiado a la letra– y
confundirla con el manual de instrucciones de una serie de conductas
ligeramente heterodoxas. En este caso, dado el placer por derramar sangre
precoz que cultiva Hook: convertir el capital estético de Barrie en una
estética de la pena capital.
Pero la vida de Barrie (que es la vida de una época, de una literatura, de
una ciudad) sirve además para algo muy específico: es la música narrativa
con la que Hook –cuyos talentos deben tanto a Sherezade como a Hannibal
Lecter– se las ingenia para mantener en vela a Keiko Kei, la última
víctima de su frondoso prontuario criminal: el niño estrella que un gran
estudio de Hollywood acaba de contratar para hacer el papel de Jim Yang en
la primera versión cinematográfica de sus aventuras. Del relato, pues,
como una de las Bellas Artes fúnebres: en boca de Hook, que es el narrador
de Jardines de Kensington, la biografía de Barrie termina transformándose
en otro cuento infantil, el último, el que aleja y a la vez entrega a su
pequeño destinatario a la muerte, el que lo mantiene con vida –mientras
haya relato habrá esperanza– y el que lo maquilla, al mismo tiempo, para
que muera como debe morir: bello.
Fresán, que no suele hacer oídos sordos a las tentaciones, no ha evitado
pocas en Jardines de Kensington. Eludió, por lo pronto, desplegar las
múltiples posibilidades “perversas” que acechaban en los materiales de su
novela: el abanico de entrelíneas fáciles y babosas –abuso, corrupción de
menores, paidofilia, seducción polimorfa, etc.– que parecían reclamarle
esas relaciones peligrosas animadas por escritores adultos que se niegan a
crecer y por niños de bucles encantadores que los fascinan, los hechizan,
los inspiran. La devoción ciega que el contrahecho de J. M. Barrie
-casado, sin hijos y sin la menor aspiración a tenerlos, al menos por las
vías reproductivas aconsejadas por la ortodoxia– profesa por los
dulcísimos hermanitos Llewellyn Davies podría por sí sola haber
justificado páginas y páginas de suspicacia depravada, la misma, para no
ir muy lejos, que mereció a menudo la compulsión fotográfica de Lewis
Caroll por Alice Lidell (dos contemporáneos ilustres de Barrie), o una
elegía lúbrica afín a la que Dolores Haze y Humbert Humbert le arrancan a
Nabokov a fines de los años ‘50. Impasible, Fresán ignora uno por uno
todos esos pies que le tienden las hermenéuticas sexuales y se protege de
Freud usando a modo de paraguas las dos épocas que se propone extenuar en
este libro enciclopédico y vertiginoso: la Reina Victoria le sirve para no
poder prever a Freud; el pop de los sixties ingleses, para no recordarlo.
De Freud, en todo caso, sólo podría interesarle una faceta: la del
exaltador desenfrenado (y asexual) de la infancia. Sólo que el His majesty
the baby con que el cocainómano vienés solía graficar la soberana voluntad
de poder del niño, aquí, en la novela de Fresán, también describe, y de
manera igualmente ejemplar, la omnipotencia de la única subjetividad que
Jardines de Kensington (y buena parte de la obra de Fresán) parece tener
entre ojos: la subjetividad del escritor. His majesty the writer.
No es difícil ver qué hermana, en el mundo Fresán, al freak, al escritor y
al niño, o –en otras palabras– en qué sentido se puede decir que todo
escritor fresaniano es siempre un freak y un niño. Es gente básicamente
absorta, monotemática, proclive a cierta impunidad, signada por toda clase
de taras, que sin embargo, movida por una especie de obstinación
inagotable, nunca deja de perseverar en su ser. El escritor, como el niño
y el freak, nunca cambian. De ahí el papel privilegiado, casi
paradigmático, que Jardines de Kensington asigna a los cuentos infantiles
y a sus héroes, responsables de llevar ese principio de inmutabilidad
hasta las últimas consecuencias. Si la literatura infantil es aquí menos
un accidente temático que un modelo, la maqueta que permite pensar el
todo, es porque ninguna otra parece encarnar mejor, más didácticamente,
una idea –un valor– en los que la literatura de Fresán insiste últimamente
cada vez más: la idea de lo clásico. “Hay quienes afirman -dice Barrie–
que somos personas diferentes según los varios períodos de nuestras
existencia; que vamos cambiando no por esfuerzo de nuestra voluntad, lo
que sería una empresa de valientes, sino, una vez cada diez años o algo
así, debido al simple transcurrir de la naturaleza. Supongo que esta
teoría bien puede explicar mis problemas de estos días, pero no me
convence; yo creo que uno siempre es la misma inalterada persona desde el
principio al fin, alguien que se pasea por estos lapsos temporales,
entrando y saliendo de ellos, como si fueran diferentes recintos de una
misma casa. De este modo, si volvemos a airear las habitaciones del
pasado, podremos encontrar allí a aquel que fuimos tan ocupado en la tarea
de comenzar a ser los que acabamos siendo ustedes o yo.” Las dos vidas que
protagonizan Jardines de Kensington –la de Barrie, la de Peter Hook–
corroboran escrupulosamente ese ideal de inalterabilidad –el mismo, por
otra parte, que satisfacen (o postulan) Peter Pan, Pinocho o, por
definición, cualquier personaje “inmortal” de la literatura infantil–.
Porque no cambian, Barrie y Hook sobreviven, lo que no es poca cosa en una
novela como Jardines de Kensington, tan plagada de naufragios, cadáveres y
fantasmas. El clásico según-Fresán-según-Barrie es saludable, sí, pero un
poco monstruoso, porque es ese “espíritu joven” que “continúa siendo joven
dentro de su cuerpo que envejece”; es esa literatura –Proust, nada menos-
que Hook imaginó barriendo intactas las pantallas biodegradables de la
televisión (“Un canal de televisión que desprecia la idea de la
televisión. No Television. Sintonizar NTV con el control remoto, bailando
el vals del zapping, equivalía a encontrarse con una pantalla en blanco
por la que desfilaban –letra a letra, palabra a palabra, oración a
oración, de principio a fin– los cuentos y novelas más queridos de la
historia de la literatura”); y es “A Day in a Life”, la canción de los
Beatles que Fresán relee en clave Goethe (“¡Tiempo, detente!”) y que usa
aquí, allí y en todas partes como arma y antídoto contra ese mundo que lo
engendró, que conoce mejor que nadie y que libro a libro, como Barrie y
Hook con sus propios muertos, no puede parar de vampirizar: la pesadilla
del pop y su invención “terrible: la muerte precoz de lo original,
lavelocidad de la moda, la concepción efímera de las tendencias, la
cultura del relámpago”.



JARDINES DE KENSINGTON (Un fragmento de la novela)

POR RODRIGO FRESAN



¿Qué es lo que se ve en un telón? ¿El polvo de todas las obras que allí se
representaron? ¿El eco de monólogos de los actores y de las toses de los
espectadores? ¿El crujido de la madera noble bajo las botas? ¿El telón
como la membrana permeable que nos advierte que las cosas de ese lado no
son iguales a las de éste por más que se parezcan tanto?
Mi sueño imposible y mi deseo irrealizable siempre ha sido una vida
transcurriendo en el punto exacto –esa línea ondulada por los pliegues del
terciopelo– que separa a lo que se recita de lo que se dice, a lo que se
vive de lo que se actúa.
Tal vez por eso, Keiko Kai, en esta última noche y en este último acto,
reclamó para mí la oportunidad única de ser el telón entre la vida de mis
padres y la historia de Barrie. O entre la vida de Barrie y la historia de
mis padres, es lo mismo. Espero ser un buen telón. Un telón que, cuando
todos han dejado el teatro, permanece apenas iluminado por esa venerable y
poética tradición de la ghost-lamp: esa lámpara que un operario enciende
al final de cada función y deja encendida toda la noche en el centro mismo
del escenario para así espantar a los fantasmas de actores muertos y de
personajes vivos. Y, quién sabe, tal vez salte una chispa sobre mí –los
teatros son sitios tan inflamables y se queman tan rápido– y me haga arder
y, conmigo, arda todo mi mundo hasta quedar nada más que las cenizas de
todo aquello que alguna vez fui y que ya nunca volveré a ser.
Fui a ver por primera vez Peter Pan una fría Navidad de 1966. Nieve y
sonido de cascabeles. Nos lleva Marcus Merlin. A mí y a Baco. Mi padre se
niega a venir.
“Demasiado psicodélica para mi gusto. No entiendo a esos niños. Viviendo
sus infancias en el momento más feliz del Imperio y de esta ciudad
prefieren irse a otra parte, a una isla con... indios”, dice mi padre.
Lo que Marcus Merlin nos lleva a ver es un revival del film de dibujos
animados de Walt Disney. El Peter Pan de Disney comete el más mortal de
los pecados, la blasfemia más imperdonable: al final se nos revela que
todo lo sucedido –Peter Pan incluido– no ha sido más que un sueño de
Wendy. Y están esas horribles canciones y la irritante voz de Peter Pan
cortesía de Bobby Driscoll –child-star de los Disney Studios–, quien
terminaría, como tantos otros niños más o menos prodigiosos, adicto a las
drogas y muerto por una sobredosis. No temas, Keiko Kai: tu final será muy
distinto y más glorioso y más rápido.
La película de Disney no tiene, claro, la magia del teatro; pero aun así
soy contaminado por la historia, por el mito. Ya lo estaba: ya había leído
el libro. Pero la película fortalece al virus y lo vuelve más incurable
todavía.
En cualquier caso, colores brillantes y una buena historia y –tengo que
admitirlo– la Tinker Bell más sexy que jamás haya existido y probablemente
jamás exista: para los dibujantes de los Disney Studios, Tinker Bell es
casi una corista de Las Vegas o una camarera del Playboy Club.
Salgo de allí y vuelvo a leer el libro que encontré aquella mañana en los
jardines de Neverland. Y empiezo a averiguar todo lo que puedo sobre
Barrie y Peter Pan.
A Baco la película le divierte, pero no le apasiona como a mí. Es muy
pequeño. Todavía está en esa edad en que nada está a la altura ni puede
competir con la potencia recién estrenada de su imaginación: la lógica de
un niño puede estar demasiado cerca de la fantasía, pero sus sueños son,
siempre, perturbadoramente reales.
A mí, en cambio, me gusta soñar que yo soy uno de los privilegiados que
asisten al estreno de Peter Pan en el Duke of York’s Theatre. Una obra de
teatro soñada por el más adulto de los niños. Sí: algo
perturbadoramentereal. Lo mejor de ambos mundos: la imaginación de una
criatura y los recursos de una persona mayor. Me gusta imaginarme allí y
no es casual que en ninguna de sus aventuras haya llevado a Jim Yang a ese
momento dorado. ¿Por qué él y no yo? No me parece justo que mis fantasías
más deseadas -y, por lo tanto, más verdaderas– le sean concedidas,
finalmente, a mi personaje. Y que sea él y no yo quien disfrute de esa
posibilidad de estar en todas partes y a cualquier hora.
Jim Yang no va.
Voy yo.
Yo voy y yo soy un óvulo recién fecundado en el útero de Sylvia Llewelyn
Davies. Soy la fisión secreta del amor. Soy la reacción anatómica y la
radiación física de algo que hasta ayer era apenas un espermatozoide –un
espermatozoide impar y zurdo– de Arthur Llewelyn Davies. Soy un hijo –o,
como tanto le gustaría a Arthur, una hija– que vivirá adentro de Sylvia
apenas lo suficiente como para asistir a la noche del estreno y después
desaparecerá sin que nadie, ni siquiera Sylvia, se haya percatado de su
presencia. Desapareceré con la siguiente menstruación –la flor roja de una
sola noche, el más perdido de los lost boys–, nadando por las
alcantarillas de Londres que desembocan en el río, y de allí al mar y
después al océano.
La versión de Peter Pan en tres actos que sube a escena el 27 de diciembre
de 1904 a las ocho y media de la noche es más corta de lo que se supone
debe ser. Faltan dos o tres escenas que deberían estar y faltan algunas
otras que no hubo tiempo de escribir o que a Barrie se le siguen
ocurriendo y anota en servilletas, en los márgenes de libros, en la pared
empapelada de algún baño en la casa de algún amigo. Pero el público –que
no deja de lanzar ¡oh! y ¡ah! desde que se abre el telón– no lo nota, no
lo sabe. Son adultos súbitamente regresados a las profundidades de su
infancia. Son felices.
Cosas fuera de lo común suceden desde el comienzo: una pequeña doncella
sale a escena para darle indicaciones a la orquesta, niños que entran y
salen volando por la ventana de una casa en Londres para llegar a una casa
en un árbol de un lugar extraño llamado Neverland donde los actores bailan
con indios, combaten con piratas, descienden a las profundidades de la
tierra...
Pero, por encima de todas las maravillas, lo más trascendente tiene lugar
en la tercera escena del Segundo Acto. Allí, Tinker Bell bebe el veneno
destinado a Peter Pan para salvarlo y agoniza. Entonces Peter Pan avanza
hacia los bordes del escenario y se dirige al público con la misma
intensidad de un héroe de drama isabelino:
¡Su luz se va apagando, y si desaparece del todo eso significará que ella
ha muerto! Su voz es tan débil que apenas puedo comprender lo que me
dice... Ella dice... ¡Ella me dice que piensa que podrá curarse si los
niños creyeran en las hadas! ¿Creen ustedes en las hadas? Digan rápido que
sí, que creen en ellas. Si ustedes creen en las hadas, ¡aplaudan! No
permitan que Tink muera.
El teatro está en el más perfecto de los silencios. Barrie se había puesto
de acuerdo con los músicos en que, en caso de que el público no
reaccionara, serían ellos quienes deberían aplaudir para salvar la
situación. No hace falta: un estruendo de manos se eleva desde las plateas
y bajó desde los palcos. ¿Ha inventado Barrie el concepto teatral de la
audience participation? ¿Aquello que a partir de entonces marcará a toda
obra infantil cuando –para terror de padres y niños– los actores
transgredirán los límites naturales del escenario para atormentar a los
que están sentados y, de golpe, sienten la irrefrenable necesidad de
ponerse de pie y salir corriendo?
Nada de eso ocurre aquella noche en el Duke of York’s Theatre. La actriz
Nina Boucicault no puede evitar las lágrimas. Todos creen en las hadas
yella también, porque, ¿hay alguien tan idiota como para no creer en las
hadas? Algunos hombres se abrazan, algunas mujeres lloran, algunos
críticos de teatro agitan sus programas y sus notas como si se tratara de
festejar una gran victoria en el campo de la más feliz de las batallas. Me
gusta pensar que entonces alguien se desmaya, que alguien recupera la
razón, que alguien encanece por completo en cuestión de segundos, que
alguien se convierte a una religión extraña y que alguien –al final del
próximo funeral de su familia, luego del riguroso minuto de silencio– se
inspira al recordar este momento y estrena esa costumbre de aplaudir al
ataúd que se aleja: aplaudir por las dudas, aplaudir porque tal vez de la
fricción de las manos salte la chispa que provoque el incendio del milagro
y la resurrección de los muertos.
Todo el teatro está de pie, los aplausos se prolongan por varios minutos,
Barrie sonríe –Barrie sigue sonriendo– y, en el escenario, Peter Pan
exclama:
¡Oh, gracias, gracias, gracias!

Estoy leyendo Jardines de Kesington de Rodrigo Fresán

Había leído críticas cuando salió el libro y mellamó mucho la atención. Logré comprarlo recién en noviembre de 2007 y empezarlo a leer la semana pasada. No sé cómo pude desperdiciar tanto tiempo.
Es incréible, deslumbrante. Lo más insostenible es que haya estado en mi biblioteca durante un año sin saltarme al cuello para que le preste atención.
Ya les iré contando.

La ciudad de Ember

Buena de aventuras en el futuro, con chicos y chicas aventureros, con malo adulto, con viejos y viejas con onda, con mundo subterráneo que hay que salvar y caja con misterio del pasado que hay que develar.
Rafael dice que es la mejor peli que vio hasta ahora, mejor de Viaje al centro de la Tierra y que Bedtime Stories que le habían gustado tanto.

Adiós, mi querido

Enero. Chau, mi mes preferido. Nos vemos en once que no son como vos pero, me disculparás, trataré de disfrutar con igual intensidad.

Lunes por la madrugada...

Yo cierro los ojos y veo tu cara
que sonríe cómplice de amor...