jueves, 15 de octubre de 2015

Todo escritor termina pareciéndose físicamente a su obra

¿Usted cómo escribe?


15-10-2015 |


En la lista de las Preguntas Que Más Se Le Hacen A Los Escritores De Todo El Mundo, la de “¿Usted cómo escribe?” ocupa un puesto importante, probablemente en el top five.


Por Luciano Lamberti.




Heminway escribia de pie

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En una entrevista a propósito de su flamante libro de cuentos, Acá había un río, publicado por Nudista, el santafesino Francisco Bitar declara que las condiciones materiales de su escritura lo llevaron a adoptar la forma fragmentaria, instantánea y súbita de sus cuentos. Los escribió durante las siestas, con su hija en brazos, “mientras con una mano le hacía upa, con la otra le pegaba al teclado”. Me gustó esa respuesta, me sentí identificado con ella en mi condición de escritor–sin–tiempo–para–escribir, me pareció que Bitar transformaba sus limitaciones en virtudes y disfruté mucho leyendo el libro, que no se detiene en descripciones y parece regarlarnos el argumento de los cuentos a los que nos tiene acostumbrados: personajes que buscan su destino y se chocan contra las paredes que ellos mismos se ocuparon de levantar, ladrillo por ladrillo.
En la lista de las Preguntas Que Más Se Le Hacen A Los Escritores De Todo El Mundo, la de “¿Usted cómo escribe?” ocupa un puesto importante, probablemente en el top five. Es una pregunta general, tan vieja como la escritura misma que incluye datos tan disímiles como: el horario, la existencia o no de un escritorio de roble antiguo, el instrumento material con el que se graban las letras en la pantalla o en la hoja A4 o en los renglones parejos de un cuaderno o moleskine, el color de la bata que el escritor utiliza para redactar sus novelas, la marca de los cigarros que fuma, el bigote que atusa pensativamente entre dos párrafos, el gato que se sienta sobre las hojas calientes recién impresas, el paisaje que puede verse desde la ventana, el sótano al que se desciende por una larga escalera (y en cuya entrada alguien deja, puntualmente, el almuerzo y la cena, en una bandeja cerrada, y se retira luego sin hacer ruido).
La última imagen no es casual: le pertenece a Kafka, un escritor que vive en la paradoja, como dice Piglia, de ser el mejor del siglo XX y a la vez de no poder escribir. Es el sueño de cualquiera que se dedique a estos menesteres inmorales: el de la soledad perfecta. Nadie más preocupado que él por las condiciones materiales de la escritura. Hay un cuento suyo perfecto y breve que describe la situación de estar en un cuarto sentado frente al escritorio sin poder concentrarse en escribir, oyendo los pequeños ruidos que se suceden acá y allá y que tienden todos a quebrar esa evasión del mundo necesario para conectarse con la escritura de ficción: puertas que se abren y cierran, el sonido del timbre, gritos, hasta los canarios que se ponen a cantar ahí cerca son capaces de sacarlo de su estado antigravitatorio (es obvio que K. levitaba unos centímetros mientras escribía). Incluso hay anotaciones en su diario acerca de los suaves dolores dulces provocados por la noche en la que escribió, de un solo tirón, La Condena. El sol entró por la ventana, la criada llegó a la casa y comenzó a limpiar; en la calle la gente se dirigía al trabajo como en un día común y corriente, y Kafka, satisfecho de haber alcanzado al fin el estado de gracia que solo se consigue escribiendo sin interrupciones hasta el final, se va a dormir con (podemos verla) una plácida sonrisa en el rostro.
Según lo consigna la reciente biografía de Salerno, Salinger escribía durante largas jornadas vestido con un mono azul de trabajo y encerrado en un bunker. Virginia Wolf lo hacía acostada, y creo que Proust también (y por motivos diferentes). De Hemingway sabemos que escribía de pie, como si el hecho de estar sentado no fuera concebible para alguien tan aventurero. De Faulkner, que escribió El ruido y la furia en cuarenta (siempre febriles) noches en el fondo de la mina donde trabajaba, apoyado en la parte trasera de una carretilla. El nunca Nobel Aira escribe, según lo repite en las entrevistas, una paginita por día, sin esperanza y sin desesperación.
Hay también ejemplos para los quejosos de siempre, que dicen “no tengo tiempo” como eufemismo a “no tengo ganas” o “no me pica lo suficiente”: Stephen King escribió Carrie en el trailer en el que vivía con su mujer y sus dos primeros hijos, la máquina de escribir apoyada encima de las piernas y olor a cigarrillo y caca de bebé en todo el lugar. Balzac lo hacía de noche; muchos consideran la mañana como el momento más productivo. Como Angélica Gorodisher (oíd, quejicas) a la que escuché en una conferencia en Rosario decir que se levantaba dos horas antes que sus hijos y su marido para poder encontrar el momento perfecto.
Saer escribía a mano, muy lentamente. Los críticos genéticos de su obra, que analizan la materialidad de sus borradores, dicen que hay pocas enmiendas o tachaduras en sus manuscritos. Como si sus novelas, que en gran medida alcanzan lo que se conoce como perfección humana (por lo menos hastaGlosa) salieran ya elaboradas y completas de ese cerebro de almacenero santafesino. En uno de sus ensayos justifica la escritura manuscrita en términos casi marxistas: habla de la posición de su cuerpo al escribir, formando una cúpula alrededor del cuaderno, de la energía que fluye en ese arco voltaico, de la presión de la birome (Bic, negra, trazo grueso) en el papel. Recupera la idea china del ideograma como algo que combina dibujo, palabra y gesto.
Como hay una crítica genética debería haber una crítica de las condiciones materiales totales de la escritura, de cómo influyen en la forma de las obras, de cómo terminan siendo parte del cuerpo mismo del escritor (así como todo escritor termina pareciéndose físicamente a su obra). Sería la oportunidad para todos aquellos estudiantes de posgrado que quieran analizar algo real por una vez en sus vidas.



tomado del blog de Eterna Cadencia

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