“Voy a contar lo que hice una vez con mi cuerpo: En Leysin, en 1945, para hacerme un pneumotórax extrapleural, me quitaron un pedazo de costilla, que luego me devolvieron solemnemente envuelto en un pedazo de gasa medicinal (los médicos, suizos, es verdad, proclamaban así que mi cuerpo me pertenece, sea cual fuere el estado desmembrado en que me lo devuelvan: soy el dueño de mis huesos, tanto en vida como muerto). Durante mucho tiempo guardé en un cajón ese pedazo de mí mismo, suerte de pene óseo parecido al asa de una chuleta de cordero, sin saber qué hacer con él, sin atreverme a deshacerme de él por temor a atentar contra mi persona, pese a que era bastante inútil tenerlo encerrado así en un escritorio, entre objetos “preciosos” tales como viejas llaves, una libreta escolar, el carnet de baile de nácar y el porta-tarjetas de tafetán rosado de mi abuela B. Pero luego, un día, comprendí que la función de todo cajón es suavizar, aclimatar la muerte de los objetos haciéndolos pasar por una suerte de lugar piadoso, de capilla polvorienta donde, con el pretexto de conservarlos vivos, se les proporciona un tiempo decente de mustia agonía y, aunque no llegué hasta la osadía de echar ese pedazo de mí mismo en el basurero colectivo del edificio, arrojé la costilla con su gasa desde el balcón, como si dispersase románticamente mis propias cenizas, hasta la calle Servandoni, donde seguramente iría algún perro a olfatearla”.
R. B.
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