Dice en feis Felix Bruzzone
Viernes al mediodía. Cierto calorcito y tintineo primaveral en las copas de los árboles y en los picos de los pájaros dulzones y alzados. Clienta veterana de tetas hechas y cuerpo febril pide consejo sobre el correcto uso del filtro. Vestuario: remera suelta de ombligo y un hombro al aire y tetas danzantes abajo, tambien sueltas; color crema. Pollerita liviana, simil seda, de corte diagonal sobre las rodillas; celeste pastel con arabescos. Sandalias de sutil hebilla dorada; rojas acharoladas. Entro y me lleva para el fondo, bajo una enramada que choca contra la medianera del vecino. Ahí vive el dichoso filtro y ahí me agacho yo a examinarlo. Ella también se agacha un poco, para aprender. Se aprende mirando, dice. Intento mantener distancia. Un mínimo roce desencadenaría el desastre. Y asomarse a ver si tiene bombacha o no quizá también, así que me concentro solo en los mecanismos del filtro y empiezo a explicar. El problema, ahora, son las palabras. Caño. Manguera. Palanca. La distancia física se achica con las palabras ardientes. Por suerte a la manguera en cuestión hay que desenrollarla y estirarla, y eso me obliga a alejarme. Claro que clienta veterana igual se acerca, quiere ver el color del agua cuando empiece a salir, y es algo que hay que hacer porque así se percibe cuán sucio está el filtro y cuándo conviene detener la limpieza. Al ver salir los primeros borbotones blancogrisáceos exclama: ¡uh, cómo sale, qué fuerte!, y nos quedamos los dos ahí, en la boca de la manguera, viendo salir el agua sucia hasta que se pone más blanca, más pura y, al final, transparente.
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