Por Claudia Masin
Muchos, muchísimos textos se han escrito en Argentina y en el mundo acerca de la poesía de Diana. Yo, para presentarla, y ya que esta lectura transcurre en una escuela, esta vez no voy a hablar de su poesía, sino de Diana Bellessi como maestra, como mi maestra. Yo sé que en esta economía capitalista de los afectos esta es una palabra algo vergonzante. Se sabe que los logros, para esa lógica, valen más si son individuales, si han sido conseguidos a partir un esfuerzo estrictamente personal. La gratitud, en ese marco, es un sentimiento privado que -si no se puede evitar tener- es mejor no hacer público, como si de algún modo quitara mérito a quien lo enuncia. He vivido gran parte de mi vida bajo el peso de esta clase de ideología, que valora las posturas irónicas y desapegadas y se avergüenza de la manifestación abierta del cariño y el agradecimiento. Pero -precisamente- una de las cosas que Diana me enseñó es a ir siempre hacia la sencillez, a desconfiar de las poses y los artificios. La primera vez que supe de Diana fue a través de uno de sus libros, “Eroica”. Me dí cuenta de que tenía ponerme en contacto con ella. Y que era urgente. No sé muy bien cómo es que se saben esas cosas. Una especie de intuición que se tiene pocas veces en la vida y que nos hace ir hacia aquello que, sin saberlo, era justo lo que necesitábamos encontrar. Hace ya casi 20 años de eso. En esos tiempos sin redes sociales, contactar a alguien desconocido podía ser muy difícil, pero eché mano a los recursos de la época (a El recurso de la época, la guía telefónica) y ahí estaba. La llamé, y – he aquí la primera sorpresa- ella me devolvió el llamado. Yo tenía de poco más de 20 años, había llegado a Buenos Aires hacía muy poco tiempo –vivía en el Chaco- ya escribía poesía, no conocía a ningún escritor (al menos a ninguno que tuviera al menos un libro publicado) pero cuando hablamos por primera vez, ella -una poeta ya consagrada- me trató como si fuera su amiga. Es decir, desde nuestra primera conversación, Diana ya empezaba a transmitirme algo, que con el paso de los años se convertiría en una de las cosas más valiosas que me ha transmitido: que ninguna persona es superior a otra, que todos somos parte de un continuo, de una trama que no termina nunca, en la que los dolores, las alegrías, los terrores, las luces y las sombras de los otros son también las nuestras. Y que cada acción, cada palabra o pensamiento queda reverberando sobre la superficie del mundo, afectando a todo lo que toca. Diana me mostró, a lo largo de los años, cómo eso que reverbera a veces puede convertirse en poesía, pero antes es necesario estar dispuestos a fusionarnos con lo aparentemente ajeno, y dejar de lado –por un rato, al menos- la impostura del yo, que por su fragilidad necesita diferenciarse, trazar una línea que lo separe de lo raro, de lo que no se le parece. Y también supe, a través de ella, cuán indispensable es establecer vínculos de compasión y empatía para que la poesía suceda. Las almas grandes tienen esa capacidad de ayudarnos a atravesar de una vez y para siempre el caparazón debajo del cual a veces nos escondemos, en parte por mezquindad, en parte por miedo. ¿Cómo lo hacen? A través de la humildad y del afecto. Una maestra, para mí, es alguien que sabe que la única manera verdadera de tener lo que se tiene es compartiéndolo. Diana Bellessi, como les dije, es mi maestra.
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