Tomado de http://www.contrarreforma.com/jt.html
Sobre 76 de Félix Bruzzone
por Juan Terranova
1.
Las víctimas fatales del terrorismo de Estado ejercido por la última dictadura militar argentina, conocidos como los “desparecidos”, parecían haber tocado un punto de saturación literaria. Si sobre el tema nunca se escribieron buenas novelas y mucho menos se hicieron buenas películas, eso no impidió que desde varios ángulos y enfoques se abordara esa historia trágica y siniestra. El motor editorial español, por poner un ejemplo, sigue comprando ese tipo de narrativa de la culpa colectiva y la tortura, un poco por desinformación, un poco por morbo, un poco por genuino interés. El 2008 no parecía traer variantes a esta zona de la literatura argentina. Sin embargo, la publicación del libro de relatos 76 de Félix Bruzzone por Editorial Tamarisco implica un cambio importante en ese paisaje, por lo general, monótono, aburrido, moralista y previsible.
¿Resulta un error resaltar la condición de hijo de desaparecidos del autor para darle entidad la obra? Creo que sí. Para empezar, ninguna solapa ni contratapa debería usar este dato para promoción. La obra debería ser leída, en una primera instancia, desprendida de su autor, como una entidad autónoma. Y no hay mucho más para decir sobre esto. Discutirlo implicaría volver sobre enunciados básicos y ya aceptados del formalismo ruso y la crítica literaria estructuralista. Sin embargo, a la hora de contrastar este libro con otros, donde la mirada sobre el desparecido aparece como “exterior” y la experiencia no fue vivida en persona, sino por intermedio de otros, por narraciones de terceros, incluso por libros o, más aún, respaldada por ideas que se expresan a través de las diferentes capas de los medios de comunicación y el discurso social, la diferencia es notable.
Resaltar que Bruzzone tiene a su padre y madre desaparecidos, transforma 76 en un documento –por ahora el último– de una larga cadena que incluye el Nunca Más, La Voluntad de Caparrós y Anguita, Manuscrito de un desaparecido en la Esma: el libro de Jorge Caffatti, y alguno de los libros de Bonasso, entre otros. Una lectura desde la serie literaria, olvidando dentro de lo posible la condición de “hijo” del autor, descubre una obra todavía más excepcional.
2.
76 abre con un relato mediocre. Se trata de un texto poco feliz, costumbrista en el mal sentido, sin sorpresas, más bien lo contrario. La técnica con la que se compone es desmañada y blanda. “En una casa en la playa” cuenta una historia, simple, estirada, banal. El narrador está de vacaciones en la costa argentina y, bajo la tutela indiferente de dos pibes mayores, con los que comparte la casa del título, se inicia en la masturbación y el chantaje. Ellos le hacen comprar una revista para adultos, lo amenazan y, una vez que la compra, se la niegan; mientras tanto son conscientes de que los sobrevuela la mirada coercitiva de los mayores, etcétera. La historia se escribió, seguramente mejor tematizada, en otra parte de la literatura argentina o universal.
Sin embargo, en esta apertura es posible encontrar algunas marcas que luego se desarrollaran a lo largo del libro. No me interesa tanto la ausencia de padres –los mayores son, y lo van a ser en todos los cuentos, abuelas, o viejas o tías– como las relaciones de parentesco. Un crítico canónico empezaría por hacer un análisis de la novela familiar del neurótico cortado por la política. (En El orden de todas las cosas, por ejemplo, el narrador es rebautizado como el sobrenombre “Primo”, lo cual implica un movimiento en paralelo que lo desmarca de su condición de “hijo” de padres desaparecidos.) En este caso, sin desestimar esa línea de análisis, voy a privilegiar otras lecturas. De hecho, creo que lo más importante de “En una casa en la playa” pasa por otra zona del relato.
En un momento, la revista, objeto de deseo de los protagonistas, queda a la intemperie, se moja y el narrador la describe así.
La tapa se borró casi toda. De la morocha quedan sólo los ojos, el pelo y parte de una teta. El pelo ya no está revuelto si no que parece lavado y lacio, como el de mamá en las fotos que hay en casa. Adentro hay muchas hojas arruinadas: fotos con chorreaduras de tinta, partes pegadas, pedazos de cuerpos desnudos sin cara, sin piernas.[1]
La clave de este párrafo, que en definitiva salva al relato de la intrascendencia, es una analogía osada, inédita, una relación precisa entre significantes hasta ese momento separados. La madre del narrador, ausente, reaparece desdibujada en las formas de una revista erótica, objeto de deseo cortado, arruinado por la humedad y la intemperie. Por ese mismo deterioro, calentarse sexualmente con esas imágenes, que, en definitiva, no están ahí, es difícil. Lo que se puede hacer es recrear la historia de otra manera. De ahí que Nahuel, uno de los pibes mayores, se ocupe de narrar a continuación una situación de cine soft-porno.
Es la primera vez en el libro que la libido aparece al mismo tiempo que el recuerdo de la madre ausente. No va a ser la única. También es la primera de una larga serie de narraciones “inventadas” que ocupan el lugar de esa narración ausente, que falta como una pieza en el rompecabezas del relato identitario. Bruzzone es siempre sutil en estos dos movimientos. Pero es posible ver ahí un gesto, una marca difícil, dura. Primero, la pubertad, el despertar sexual ligado al principio de una pregunta por la identidad que se encuentra trunca. Segundo, el relato que se ignora y debe ser llenado. Lo que no se sabe igual puede ser contado. O mejor, debe ser contado, sin importar que lo narrado sea verosímil, ajustado o ridículo.
“Unimog”, el segundo cuento del libro, pone en tensión fuerzas narrativas más complejas. Mota, el protagonista, tiene una distribuidora de productos de limpieza. Cuando el Estado le paga la indemnización por la desaparición de sus padres, la disyuntiva que se le presenta es terminar su casa o comprar un camión nuevo para ampliar el negocio. Finalmente opta por comprar el camión y encuentra un Unimog en un galpón de Ramos Mejía. Mientras el vendedor le describe el vehículo, Mota piensa en su padre, que militaba en “Los Decididos de Córdoba”, un grupo del ERP con el que participó de la toma del Comando 141 de Comunicaciones del Ejército. Con el Unimog ya en su poder, se plantea hacer un viaje pendiente.
En la adolescencia, cuando empezó a investigar todo aquello, Mota había encontrado con quien hablar y con quién no hablar: Había conocido a gente amable, a nostálgicos, a fabuladores; y si bien muchos le habían sugerido que viajara a Córdoba, que conociera dónde había estado su padre, que exigiera que le dejaran ver los supuestos lugares en los que lo habían tenido secuestrado, él nunca lo había hecho y siempre se prometía hacerlo.[2]
La diferencia entre con quién hablar y con quién no hablar se vuelve vital en el recorrido de los protagonistas del libro. En “Unimog", el vendedor de autos aparece como el personaje por antonomasia con el cual no hay que hablar, ni mucho menos creerle. Pero subiendo un escalón en la grilla aparece otro personaje. En un bar de la ruta, Mota se cruza con un ex militar retirado y gordo que le cuenta “anécdotas con Unimogs”, casi repitiendo las palabras del vendedor de autos. Los Unimogs son indestructibles, “una locura, un milagro de la ingeniería”. Tanto el vendedor como el gordo parecen decir la verdad. Y también le prometen ayuda. Pero ambos son sospechosos. Sus palabras suenan exteriores a la realidad de Mota. La línea que le bajan parece que lo incumbe, que lo suma, pero en realidad lo deja afuera, lo descoloca.
Luego, el camión falla. “Al principio Mota aceleraba y el camión respondía” escribe Bruzzone. Pero Mota sabe que va a fallar y finalmente falla. Está bien, está correcto, tendría que funcionar pero no anda: “Nada roto, ningún desajuste visible: todo, hasta donde él entendía estaba bien. Sin embargo, cuando quiso volver a poner el camión en marcha se escuchó un largo chirrido de bisagra oxidada y algunos golpes como de puerta golpeada por el viento”. Hay aquí algo muy similar al discurso del vendedor y el gordo: está todo bien pero no, no está todo bien. Cuando el narrador reflexiona sobre el camión comprende que es opaco y entonces ironiza: “(…) ver todo lo que pasa ahí dentro, lo que pasó, lo que va a pasar”. A esta altura del relato ya comprendimos que el Unimog es un reflejo del fantasma del padre. Ahora bien, ¿qué relación va mantener Mota con ese reflejo? De ninguna manera se trata de una relación que implique nostalgia o que pueda ser resuelta en equivalencias.
Cuando el camión se queda en el medio de la ruta, aparece el gordo ex militar y le ofrece ayuda. Ahí se produce un corte. Mota cambia, rechazando esa ayuda. El diálogo del rechazo es nuclear en ese cambio:
— No, váyase, no lo necesito, váyase.
— Malparido —dijo el gordo por lo bajo.
— ¿Cómo?
— Eso, eso, malparido.[3]
De entrada, dos señalamientos obvios. Primero, el “no lo necesito”. Segundo, el “malparido”. O sea parido con error o por error. En cuatro frases Bruzzone hace funcionar las ideas de necesidad y prescindencia con las de error e insulto. Indignado al no poder administrar la situación, Mota ataca al gordo. “Había quedado frente al gordo y ahora lo golpeaba con los puños cerrados, golpes desordenados sobre el cuerpo blando, inmenso”. El gordo se vuelve lo blando y lo grande, lo que no se puede dañar. Entonces se retira y Mota decide quemar el Unimog. Sin embargo, los reflejos del fantasma no se dejan destruir. Empieza a llover y la tormenta empuja a Mota a refugiarse en el interior del camión. Pero no en cualquier parte, sino en la parte de atrás.
Durante esa catarsis Mota comprende o confirma que no debe dejarse hablar. “¿Qué iba a decir Vicky? Nada, ella no podía decir nada porque sobre todo eso nadie podía decir nada”.[4] Y Vicky es el termómetro, ya que de todos los que lo hablan, de todo lo que dicen, ella es la de palabras positivas. De hecho, no está en la misma serie que el vendedor o el gordo. Su prédica es afirmativa. Es la primera en mirar el Unimog con desconfianza y contraponerlo a la casa. La casa, metáfora obvia, es el lugar a donde vuelve Mota, sustrayéndose a esa deuda fantasmal e imprecisa que representa y es el Unimog.
La casa incompleta, entonces, como un lugar positivo, como refugio, recorre todo el cuento. Cuando está de buen ánimo en la ruta, Mota piensa: “Y con esta convicción volvió a la ruta, a la aventura, a la imagen de su padre, ahora frente a él, como una gran frasco de dulce casero o mejor: casas llenas de dulce”. La casa, lo casero, lo dulce, van a volver a aparecer en el libro.
Ahora bien, si a esta altura sería predecible que Mota abandonara el vehículo en la ruta, y de hecho lo hace, sobre el final del cuento no logra todavía desenganchase del Unimog y le dice a Vicky que va a mandar a alguien a buscarlo para luego venderlo. En la casa, con su mujer, Mota se relaja y sus palabras son fáciles de relativizar, pero es evidente que la negociación con el fantasma va a continuar al mismo tiempo que se ve atemperada.
“Unimog” es un buen cuento que se debería haber escrito hace años, incluso décadas. Pero no se escribió y esto nos habla de, primero, un proceso que no había madurado, pero también, por supuesto, del talento de Bruzzone. (Como un eco, mientras releo el cuento me llegan las noticias de la condena de Bussi, al que hubo que esperar treinta años para enjuiciar y sentenciar por sus crímenes.) “Unimog” es un cuento potente, de estructura fuerte y sintética. Sin embargo, los tres relatos que siguen, “Otras fotos de mamá”, “Lo que cabe en un vaso de papel”, “El orden de todas las cosas”, pueden leerse como la meseta de 76.
3.
Si “En una casa en la playa” la foto que debe erotizar está borrada –se la construye oralmente y en el momento, de alguna forma se la improvisa hablando– el motor que impulsa “Las otras fotos de mamá” es la promesa de esas “otras fotos”. A diferencia de Mota, el narrador no tiene mujer ni casa a la que volver, vive con amigos y su único consuelo es emborracharse. El relato comienza cuando conoce a Roberto, un ex novio de su madre, militante del PC, que había logrado escapar del país “justo antes de que ella desapareciera”. La cercanía a la madre, ese “justo antes”, como ya se sospecha a esta altura del libro, no implica cercanía con el hijo. Roberto, como el vendedor, como el gordo, habla. Le muestra dos fotos que él no conocía de su madre y le promete más. Con indiferencia, el narrador apunta: “Durante el almuerzo Roberto habló de su exilio. Supongo que le gusta contar esas historias.” Aunque Bruzzone no lo presenta directamente así, es fácil imaginar a Roberto como uno de esos nostálgicos tristes, que vuelven de México DF o de París, y cuyo único capital simbólico está en el pasado, con una juventud que ya se fue. Roberto “habló de Roma, de una novia italiana y del hijo que tuvieron juntos, que ahora vive en Turín y cada vez que viaja le envía postales desde lugares insólitos.” Cecilia, la actual mujer de Roberto, por el contrario, no dijo “casi nada”. El narrador agrega, con asordinada picardía, que se conocieron “en un corso”.
Cuando el almuerzo termina, está por empezar a llover y Cecilia tiene una clase de pintura y algunos mandados pendientes. El narrador se ofrece a llevarla en auto y mientras viajan a través de la tormenta, piensa que “el encuentro con Roberto había generado más cosas para él que para mí”. El recorrido se demora, hay un par de idas y venidas, él compra los tapones que Cecilia necesita para los botines de rugby de sus hijos. Finalmente ella termina su clase de pintura y pasa por la casa del narrador. Leo, aunque me cuesta argumentarlo, una ligera tensión erótica entre ellos. Una tensión erótica que no se exhibe y que es mínima. Cuando se van a despedir, Cecilia habla. Y si en otro cuento, de otro autor, podría haberse despachado con una serie de confesiones apabullantes, eso no sucede. “Por un momento yo había llegado a pensar que ella podría revelarme algo fuerte, algo como que Roberto era mi padre o que él había tenido algo que ver con la muerte de mamá.”[5] Pero no, ella, como él, están afuera. Y ese afuera genera una rara solidaridad, una empatía sutil con la que ellos no saben qué hacer. “Siempre que un desconocido me habla de mamá, espero este tipo de historias” dice el narrador, pero la historia no está, y aparece el invento, la narración libre, otra vez. Alguien que contó, alguien que dijo. Finalmente, ella se va. El encuentro de esos dos amantes frustrados y desencajados, un poco extraños a sí mismos, como los personajes de una película minimalista, coinciden en el silencio. Ella no puede arengarlo, discursearlo, hablarlo, entonces él la acepta, pero no la posee.
El desenlace del cuento es excelente. El narrador va a comprar vino a un supermercado y se emborracha con el chino que lo regentea. Se entienden por señas, sin palabras. Las señas, el escalón más bajo en la comunicación, forman la coda de la historia. Esa otra fraternidad espontánea es dura, incluso puede parecer sórdida, pero tiene un final feliz.
Entonces fue hasta el fondo del supermercado y volvió con una silla. Me senté, él bajó las persianas y también se sentó y pronto tomamos el resto de la botella. Después tomamos la otra y cuando la terminamos él, siempre sonriente, trajo cuatro o cinco más. Supongo que en algún momento me quedé dormido, que vomité, que me sentí bien y que me sentí mal, que lloré; y creo que cuando me fui –empezaba a amanecer y del temporal quedaba sólo una lluvia suave– el chino, sentado en el suelo, apoyado contra una de las góndolas, aún sonreía.[6]
El arrobamiento en el lugar de paso, la comunicación sin habla, el refugio para dejar atrás la tormenta: acotado, el final feliz no depende, entonces, de las otras fotos de mamá que nunca aparecen, si no de la posibilidad de pasar una noche al resguardo tanto de discursos moralizantes como de la intemperie.
Pero no todos los personajes de Bruzzone son tan castos. “Lo que cabe en un vaso de papel” anuncia el ciclo de “las mujeres”. Las diferentes etapas de este ciclo tienen casi siempre una dinámica similar que se podría describir como “hijo de padres desaparecidos y carácter desprendido se acerca a la militancia de HIJOS por el amor –o los favores sexuales– de una chica”. Por lo general, se trata de una chica que reproduce un equívoco muy puntual: ella entiende, sin matices, que el sentido de la vida de él se genera a partir de la desaparición de sus padres. Por supuesto, él es reacio a esta hipótesis. El tejido de esas tensiones compone el relato.
Una vez más, acá también el que habla, daña. Cómodo con ese hablar, el que lleva adelante la prédica, que pasa por utilitaria, descompone e incomoda. En el principio de “Lo que cabe en un vaso de papel”, el narrador acompaña a su entusiasta compañera de estudios a una entrevista con una docente universitaria. El contrapunto es sencillo pero está bien construido. Mientras una lo ilusiona, la otra lo desilusiona.
Ya en la oficina, la mujer que habíamos ido a ver habló de las mismas cosas que había hablado Bárbara. Tenía unos cincuenta años y se la veía muy cómoda en su escritorio lleno de papales. Y mientras hablaba las pequeñas ilusiones que me habían provocado las palabras de Bárbara empezaron a caer, una por una: pájaros suicidas en un mediodía lento, lleno de sol.[7]
La potencia y precisión de la última frase instala otra vez una simetría que es fácil de recortar. La burócrata académica funciona igual que el vendedor de autos y el contador de anécdotas que se pone agresivo. Hay un cerco de ideas y de conceptos, pero sobre todo de palabras. Si hablar implica accionar, uno de los mayores aciertos del libro señala de qué manera las políticas –y el poder– se reproducen a través de los discursos.
Por su parte, el habla de Bárbara, que es positiva (“Bárbara siempre hablaba mucho, contaba cosas de todo tipo y a mí me gustaba escuchar todas esas cosas en silencio”), enseguida se transforma en un habla coercitiva, que daña, que pesa, que se hace irremontable: “(…) hablar con ella empezaba a parecerme algo pesado, como si sobre ella girara una nube de mercurio o plomo que se había evaporado, condensado, y que nunca terminaba de caer”.
Por su parte, “El orden de todas las cosas” comienza con un hallazgo.
No hace mucho encontré una agenda de hace años, y como no tenía nada que hacer empecé a revisarla. Algunas páginas estaban un poco borrosas –supongo que por la humedad– y en otras podían leer muy bien los nombres, los teléfonos y hasta direcciones de gente a la que ya no veo más.[8]
Otras vez aparece lo borroso, lo incompleto, lo desfigurando, lo indefinido, la humedad confundiendo los límites. La agenda, como el Unimog, resulta en este relato un objeto descentrado, a la vez productivo e improductivo para conectarse con el pasado. Si el camión militar pudo haber sido usado para la guerra y para la guerrilla, siendo funcional a ambos bandos y se constituye como una herramienta cuyo secuestro lo pone en contra de su poseedor original, la agenda cumple, en tanto que símbolo, un lugar similar.
Sirve para encontrar, para no perder contacto con determinada gente, y puede ser secuestrada y usada para destruir a sus antiguos beneficiarios. La tradición oral argentina reproduce a menudo la “anécdota de la agenda” y cómo eran capturadas y reutilizadas por los grupos de tareas. Tanto el camión de “Unimog” como la agenda de El orden de todas las cosas son objetos sospechosos, ambiguos, funcionan mal o no funcionan, y aparecen en la prosa cargados de reflejos opacos. Los títulos de ambos libros los señalan, uno directamente, el otro con una referencia a “el orden”.
La pregunta que se hace Bruzzone, entonces, marca una instancia cronológica. ¿Cómo son esos objetos después de que la situación que los tiñó de sentido pasó? ¿Hay que escrutarlos, evitarlos, destruirlos, abandonarlos? ¿Es posible anularlos? El camión, que no puede ser reincorporado a la vida civil, se rebela. La agenda no sirve para ubicar a nadie pero genera recuerdos y nuevos-viejos diálogos. Ambos son objetos de deseo, pero no cumplen ninguna de sus funciones, más bien lo contrario, parecen tener vida propia, decidir por sí mismos, se vuelven puntos ciegos con líneas de fuga inesperadas. Fundamentalmente, no se los puede poseer, pero tampoco se los puede dejar atrás del todo.
La trama de “El orden de todas las cosas” es simple. El narrador, Primo, reparte su tiempo entre una panadería, andar en bicicleta por Buenos Aires y su tía Rita. Un verano, ante el hallazgo de una agenda vieja, retoma de manera laxa la investigación sobre sus padres desaparecidos. Después de llamar a un antropólogo forense, vuelve a sacar el tema con su tía y juntos viajan a Moreno. Por detalles y un aire de dejá-vu constante, el narrador sugiere que todo eso ya lo hizo y lo olvidó y ahora lo vuelve a hacer en una especie de bucle temporal o lazo recursivo del cual no puede o no se decide a salir. La narración se presiona, entonces, cuando reaparece en la memoria una mujer que vive en Bahía Blanca, antigua compañera de cautiverio de su madre. La mujer, a la que se describe como “enferma”, le había dicho, en su momento, que encontrarse iba a ser “de lo más importante que [él] podía hacer”. Una vez más, hay promesas de fotos. Pero previsiblemente el encuentro no se concreta y la investigación en Moreno redunda en una serie de idas, vueltas y devaneos varios sin resultado. La tía Rita está descripta como esas mujeres queribles, sensibles, maternales, un tanto fronterizas o alucinadas, que pueden llegar a irritar, pero no a despertar ira. De hecho, Rita no es un personaje desencajado pero sí fuertemente onírico. De entre todas sus intervenciones en el cuento, me interesa particularmente la de las “tortugas videntes”.
Antes de que me fuera, dijo que había ido a Bahía Blanca porque una amiga de una amiga de ella tenía unas tortugas que podían comunicarse con las personas, tortugas ancestrales que aquella mujer usaba para entablar contacto con el pasado, con el futuro –porque el pasado, el presente y el futuro, para Rita, forman parte de un espacio que algunos individuos pueden comprender en un mismo momento, como visto desde arriba– y con los seres extraterrestres que desde siempre habían sido una especie de custodios de la vida en la Tierra.[9]
Acá se juega algo del orden de las visiones, algo del rol del espiritista, del que puede “hablar con los muertos”. Una promesa de reencuentro a la distancia, aunque esa distancia implique la muerte. A lo largo de 76, entonces, siempre hay alguien que dice que puede hablarle de los padres y que finalmente no puede. La conocida construcción “una amiga de una amiga” destila duda y desconfianza. En Bahía Blanca la mujer enferma pertenece al grupo del Roberto de “Otras fotos de mamá” antes que al vendedor de autos de “Unimog”. Su presencia es tácita, pero su voz, que no aparece, es contundente.
El párrafo de las tortugas, entonces, se entiende como un comentario irónico a la posibilidad de que alguien tenga algo que le interese en Bahía Blanca. Pero al mismo tiempo, también hay una no tan velada crítica a la omnipresencia de los sobrevivientes. Corro el peligro de ser explícito y abollar el arte sutil de Bruzzone. Pero ese “ver desde arriba”, ese “ancestrales”, esa idea de animales centenarios que están conectados con el pasado y se mueven de forma lenta, en tanto que descripción, pueden ser aplicados a lo que quedó de los militantes políticos después de la dictadura. Insisto, no es mi intención forzar una interpretación, pero al leer y releer el fragmento no puedo dejar de pensar que está operando muy por afuera de la arbitrariedad. La enunciación de una arbitrariedad muchas veces implica sentido en una instancia posterior. Lo arbitrario puede ser un gesto, un desplante, una queja. Y no es tan difícil ver la queja de Bruzzone ahí, en ese párrafo. Una queja, si se quiere, por la ironía. Los sobrevivientes se postulan a sí mismos como poseedores y custodios de un saber dañado, incluso enfermo –información, fotos, recuerdos, directivas políticas– pero en sus palabras aparece el poder de coartar la singularidad del que los escucha. De allí la renuencia de Primo, sus olvidos, su recursividad. ¿Quiero saber o no? ¿Cómo responder al compulsivo llamado de las Madres de Plaza de Mayo: “Si tenés dudas sobre tu identidad y crees que eres hija/o de desaparecidos, comunicate”? ¿Quién no tiene dudas sobre su identidad cuando es joven? La identidad, habría que recordar, también se construye con decisiones y olvidos.
4.
Llegado a este punto, 76 sufre un duro bajón con “Susana está en Uruguay”, lejos el peor cuento del libro. Redundante, lleno de tics y detalles aburridos o intrascendentes, “Susana está en Uruguay” se podría haber escrito a fines de los 80 o a principios de los 90 y habría sido igual de aburrido como es ahora. Mientras “En una casa en la playa” es la voz del chico la que habla, en “Susana está en Uruguay” lo que escuchamos es el largo diálogo de las tutoras, abuelas o tías. Los chicos se pelean a orillas del mar, las mujeres se emborrachan de noche. Y Susana no está en Uruguay, sino que fue secuestrada por un grupo de tareas. La negación de su madre, anticipada en el título, debería generar… ¿Tristeza? ¿Piedad? ¿Lástima? El tema de la negación como recurso de supervivencia –en relación o no a la política– puede trabajarse mejor o de otra manera, con historias más jugadas, patéticas y eficientes. La mejor parte del relato, sin duda, se da cuando se ejemplifican los equívocos racistas de las dos mujeres. No encuentro, más allá de esto, grandes hilos de análisis. Aunque hay un párrafo que llama la atención. Si se quiere, el cuento vale en función de esta respuesta.
Peronistas no eran, ni locos. Pero en el setenta y tres votaron a Perón, eh, eso sí. Lo que pasa es que Susana siempre quiso ser más que los otros, más radical, ¿me entendés? Sus hermanos eran peronistas y ella no, ella tenía que ser algo más, ¿viste?, y les lavaba la cabeza y bueno, ahora andá a saber. Desde que llamo ese tal Elsio, Elvio, qué sé yo, nunca supimos nada más. Pero para mí que están en Uruguay, dicen que allá está lleno de exiliados.[10]
El párrafo parece responder a cómo se formaban las filiaciones políticas en la década del sesenta y setenta. Susana, superyoica, hija mujer entre varones, después de votar a Perón, se empuja a trascender el movimiento nacional para formar parte del universal Ejército Revolucionario del Pueblo. El párrafo también da cuenta del poder de seducción de Susana y el plural habla de una tracción exitosa de su parte sobre sus hermanos hacia el marxismo revolucionario. Sin embargo, el mayor aporte de esta simplificación brutal pero atendible es afirmar que si los hijos de los desaparecidos no pueden ver con precisión los contornos de sus padres, comparten esa imposibilidad con sus abuelos.
“Fumar abajo del agua” es el primer cierre del libro y una introducción a “2037”, el último cuento. Ambos textos hacen un uso de la arbitrariedad que, de alguna manera, destruye o al menos presiona con fuerza el ambiente a “relato del Rio de Plata” que manda o acomoda las voces de los otros cuentos. En ellos, la tradición se reelabora de forma más violenta, más precisa, tanto en la forma como en el contenido.
Para empezar, la técnica narrativa de “Fumar abajo del agua” varía, es más potente, más sintética que las usadas hasta ese momento. Hay una evidente aceleración de las descripciones. Mientras el narrador reconstruye su vida, las acciones se suceden y el costumbrismo se desfigura.
Con aires de biografía rápida, el relato abarca el nacimiento del narrador, su escolaridad, sus amigos, sus aspiraciones artísticas, sus relaciones de pareja y termina cuando, feliz con su familia y su bien retribuido trabajo, se compra un velero y planea dar la vuelta al mundo. Insisto con la síntesis. Si al principio del libro la entrada en la sexualidad se demora a lo largo de todo un cuento, aquí la educación sentimental del protagonista ocupa apenas dos frases precisas que comunican mucho más que páginas enteras: “Una vez, una de sus hermanas me dio un beso y me enamoré. Pero se me pasó: ella le daba besos a cualquiera”.[11]
El final, con un invento ridículo pero exitoso –en la tradición de la rosa de cobre y las medias de goma de Arlt o los guantes mágicos de Rejtman–, el relato termina de descomponer la parsimonia anterior. El hecho de que los cigarrillos para fumar abajo del agua sean un éxito puede ser tomado como un ataque a la narración del “fracaso cantado”. ¿A quién le habla Bruzzone si no es así? La sombra ominosa de la dictadura, parece decir, no condiciona necesariamente el futuro de un hijo de desaparecidos. Por el contrario, luego de una disoluta y divertida vida al límite, de la que no quedan exentas las drogas, la música y el sexo, el narrador alcanza una plenitud rara y atractiva. El guiño de la última frase a “los jóvenes de mi generación” no puede ser casual.
Más allá de la trama, hay un momento del relato que expresa algo latente y entra en diálogo con el resto del libro.
Una tarde, por fin, visité la sede de HIJOS de la calle Venezuela, donde me interioricé de lo que hacían y, aunque ninguna de las actividades me interesaba demasiado, me quedé. En realidad, lo que más me interesaba era Gaby. Ella no era hija de desaparecidos, estaba ahí porque le gustaba ayudar. Además, era una experta fumadora de marihuana, algo sobre yo no conocía muy bien y sobre lo cual ella llegó a enseñármelo todo.[12]
La relación, como ya dijimos, es inédita en la literatura argentina: lo que realmente motiva al narrador a acercarse a la agrupación HIJOS es una chica. Bruzzone es recurrente en señalar la atracción física, el idealismo improductivo y las drogas. Esta vez, sin embargo, la contrapartida militante del narrador, en el que conviven una ligera indiferencia con lucidez y distancia, ilustra con precisión el equívoco.
Era absurdo, pero Gaby, que no tenía padres desaparecidos, era capaz de cualquier cosa por hacer que yo participara cada vez más. Pero no sé si la militancia en HIJOS era para mí, supongo que no. Además, por esa época escuché algo de las indemnizaciones que iba a dar el gobierno. Yo no estaba seguro de empezar con los trámites, pero en cuanto lo hice, Gaby, que no estaba de acuerdo con todo eso me dejó. Mala suerte, pensé, a mí lo que ella llamaba “migajas” podía servirme.[13]
El relato social de los desaparecidos es tan potente que Gaby encuentra en él el sentido que no encuentra el narrador. Una pregunta simple, pero para nada menor sería: ¿Por qué tilda de absurdo su comportamiento? La respuesta, no tan simple, se construye alrededor del “fuimos todos” alfonsinista. Copio a modo de recordatorio, una cita ya clásica de “Los relatos sociales” de Ricardo Piglia que sirve de síntesis, contrapeso y contexto teórico a “Fumar bajo el agua”.
En la época de la dictadura, circulaba un tipo de relato ‘médico’: el país estaba enfermo, un virus lo había corrompido, era necesario realizar una intervención drástica. El Estado militar se autodefinía como el único cirujano capaz de operar, sin postergaciones y sin demagogia. Para sobrevivir, la sociedad tenía que soportar esa cirugía mayor. Algunas zonas debían ser operadas sin anestesia. Este era el núcleo del relato: país desahuciado y un equipo de médicos dispuestos a todo para salvarle la vida. En verdad, ese relato venía a encubrir una realidad criminal, de cuerpos mutilados y operaciones sangrientas. Pero al mismo tiempo la aludía explícitamente. Decía todo y no decía nada: la estructura del relato de terror.
Con la transición de Bignone a Alfonsín cambia ese relato. Ahí se cambia de género. Empieza a funcionar la novela psicológica, en el sentido fuerte del término. La sociedad tenía que hacerse un examen de conciencia. Se generaliza la técnica del monólogo interior. Se construye una suerte de autobiografía gótica en la que el centro era la culpa; las tenencias despóticas del hombre argentino; el enano fascista el autoritarismo subjetivo. La discusión política se internaliza. Cada uno debía elaborar su relato autobiográfico para ver qué relaciones personales mantenía con el Estado autoritario y terrorista. Difícil encontrar una falacia mejor armada: se empezó por democratizar las responsabilidades. Resulta que no eran los sectores que tradicionalmente impulsan los golpes de Estado y sostienen el poder militar los responsables de la situación, sino ¡todo el pueblo argentino! Primero lo operan y después le exigen el remordimiento obligatorio.[14]
Gaby hace precisamente lo que le manda el Estado alfonsinista. Elabora su relato autobiográfico para ver qué relaciones personales mantenía con el Estado autoritario y terrorista, y se mimetiza con la figura del hijo de desaparecido. Dada a elegir, como es muy joven para ser “cómplice culposo”, “parte activa” o “víctima directa”, elige ser “hija de víctima”. La elección, por supuesto, es mucho más simple y diletante que retomar el marxismo, el peronismo revolucionario o la guerrilla aunque sea artificial hasta el ridículo. Así, el sentido según el cual se rige Gaby es fácil, rápido, instantáneo y sobre todo irrefutable en una conversación en la calle. Es el sentido y la autoridad que da la muerte, tan diferente al largo y tedioso sentido que da la historia, tanto personal como social y política. El personaje de Gaby, su búsqueda epidérmica y su torpe idealismo fueron protagonistas fundamentales de la década del noventa, cuando la juventud era hablada impenetrablemente por la eficiente despolitización de la historia irradiada desde el Nunca Más.[15]
La vieja, remanida, melodramática y, en más de un sentido, aberrante fórmula con la cual el periodismo pretende relacionarse con la democracia –“no estoy de acuerdo con tus pensamientos, pero daría mi vida porque pudieras expresarlos”– se transformaba rápidamente en un acuerdo concreto, no tácito, que borraba la militancia política de los desaparecidos e instalaba una deuda paralizante, sobre la que se construía el consenso político del liberalismo. Asumir como propios –sin mediaciones– problemas, efectos, consecuencias y hasta biografías, sin ningún tipo de análisis ni distancia, es uno de los grandes malentendidos argentinos de la post-dictadura. ¿Cómo se pasaba a formar parte de la comunidad y de la historia en los ´90? La respuesta “se militaba por los muertos ajenos” puede parecer dura, pero es exacta.
5.
Si “En una casa en la playa” funciona como un prólogo innecesario y pobre, “2037” es un epílogo potente y salvaje. El libro termina arriba, con fuerza, en el futuro. Las líneas de continuidad entre este y los otros cuentos, tanto en temas como personajes y situaciones, son evidentes: el viaje a Córdoba, la toma del Batallón del ejército, el padre militante, el Unimog, los cigarrillos impermeables. Pero todavía mucho más fácil es reconocer un corte tajante en cuanto a estilo y género. “2073” es un cuento de ciencia-ficción oniroide, una mini-Matrix vernácula que se cruza, casi tropieza, con el temario general del libro. Mucho más complejo que los lugares más complejos de los cuentos precedentes en “2073” se mezcla el pasado de los narradores de 76, los padres desaparecidos y las hilachas de la historia personal ajada con un futuro distópico, máquinas de realidad virtual, motos acuáticas y cierto irracionalismo aturdido que se venía anticipando y recién acá se despliega con toda su fuerza. Así, Bruzzone evoluciona del costado más lucido pero siempre arcaico de Abelardo Castillo hasta un Mario Levrero sin lastres.[16] Con ese cambio de género y ese salto al futuro, es como si el libro opinara sobre sí mismo. ¿Bruzzone tiene en estos cuentos su Unimog privado que debe ser dejado atrás, o, si eso es imposible, al menos relativizado?
El Mota de “Unimog” vuelve en parte redimido y en parte alucinado con “2073”. El relato plantea un desfasaje temporal. En un momento el lector comprende que los números no cierran. Pasan cien años y el protagonista sigue siendo un “hijo” que tiene pendiente su viaje a Córdoba. Esto puede ser una ironía, pero también una queja por hipérbole. O ambas cosas.
A veces me pregunto si todo esto de ser siempre jóvenes, si la promesa de que nadie va a morir –si la causa no es violenta- hasta que pasen las lluvias, hasta que todo vuelva a ser como antes, no se va a convertir en lo que la esperanza de un futuro sin desigualdades era para gente cómo papá.[17]
¿Cómo interpretar esta eterna juventud “hasta que pasen las lluvias”? Por un lado, Bruzzone ironiza sobre la juventud de sus padres. Ellos quisieron ser jóvenes eternos y fueron seudo-mártires de la guerrilla, pulidos para el bronce democrático por los Derechos Humanos. Pero también se queja del siniestro lugar en el que los pone la historia: eternos hijos que no pueden superar su condición de tales, que no pueden crecer, que, cosificados, detenidos en una subjetividad de hijos, solamente pueden esperar a que el clima cambie.
“2073” implica una inflexión que si bien no se da en solitario, ni es del todo excepcional, sí plantea una nueva forma de enfrentar las hilachas de la última dictadura argentina. En un párrafo clave, no ya del cuento sino del libro, la heredera futura de la Vicky de “Unimog” hace una advertencia.
La última vez que vine a Villa Mercedes Lucra me dijo cuidado, que ese Miguel no te salga con una de sus historias, lo de tomar ese Batallón o lo que sea, eso fue como hace cien años, no se puede vivir en el pasado para siempre.[18]
En el final del cuento –y del libro– el narrador se termina fundiendo con el padre en un trip onírico-tecno y eso vuelve a recrear un ambiente de ambigüedad. La apuesta al futuro, entonces, es torpe y sin triunfalismo. Lo que hay es incertidumbre y desafío. Pero también hay vitalidad. No se equivoca Mavrakis cuando en su perceptivo comentario sobre el libro cita esa palabra.
El ritornello de una memoria escrita por los ausentes, estimado profesor, es una reparación y una meta a la vez. La interrogante, en todo caso, pertenece al impulso vital que exige el futuro. 76 es entonces, estimado profesor, a pesar de las apariencias, casi una literatura vitalista. Ansia de vitalismo que puede centrarse en una pregunta que recorre todas sus páginas: ¿cómo llenar el vacío de la memoria para continuar?[19]
En un recodo importante de “2073”, dos amigos autodestructivos del narrador, que significativamente se encierran en la realidad virtual durante diez años, terminan enunciando una máxima: “El futuro es una especie de gran helecho carnívoro que arrasa con todo lo que encuentra”. Pero este diagnóstico realista, desastroso, violento, inestable puede ser entendido como positivo frente a la cosificación y la supresión de la singularidad vía los secretos discursos políticos de la culpa.
6.
“Sueño con medusas” es un cuento que no está en 76, pero pertenece indefectiblemente a esa serie. Su lugar podría ser justo entre “Fumar Bajo el agua” y “2073”. El texto salió en la antología Uno a uno que Diego Grillo Trubba armó para Random House Mondadori sobre los años ´90.[20] En mi opinión, exhibe una mejor factura técnica que muchos de los textos de 76. Incluso, arriesgo, condensa lo mejor del libro, si exceptuamos “2073”.
Otra vez el narrador se acerca a HIJOS por una chica, antes que por convicciones personales. Sin embargo, el cuento aporta una innovación. La novia que se trasviste no sólo se lee a sí misma en la serie de “la muerte que da sentido a través de las víctimas de la dictadura”, sino que, en un acto de identificación extrema, lee también las desgracias familiares propias y privadas –ajenas a cualquier hecho político directo– dentro de esa serie. El padre de Romina huye a Miami después de perder su empresa por una quiebra y es el narrador el que dice: “Él, para ella, era como un desaparecido más, y no sé si habría que agregarlo a la lista”. La sintomática reacción de Romina –“Ella me dijo que me quería ayudar, que ayudarme era ayudarnos”– es, otra vez, el equívoco del sentido que recorre todo 76. Otro momento importante del cuento se da cuando el narrador descubre cuánto afecta ese mismo equívoco a Romina y a Ludo, con las que mantiene una relación triangular. Con ironía inteligente, dice que deberían fundar agrupaciones con nombres como NUERAS o SOBRINAS.
Las fotos vuelven a parecer cuando Ludo se hace una remera con la cara de su tía desaparecida. El gesto inaugura otra etapa de la dinámica irónica. A los desaparecidos y las drogas livianas –ambos generadores de tribus, lazos sociales y dotadores de sentido en la década del desquicio simbólico– se suman las prácticas y el gesto del starsystem del rock.
De hecho, es un paso previsible. El rock, como las drogas y los desaparecidos, también es receptivo a esa pulsión de muerte indiscutible, banal y seria. En el mejor momento del cuento, el narrador señala que la tía de Ludo se parece a Kurt Cobain.
Enseguida Romina copia el gesto de estampar la foto y le hace al narrador una remera con las caras de sus padres. Para él, los de la remera parecen “el Dúo Pimpinela un poco más hippie, o Sui Géneris donde era fácil reconocer quién era el hombre y quién la mujer”. (Y el tema del género no es un detalle menor sino que puede ser leído, una vez más, en relación al borrado y erosión de los límites.)
La idolatría vía estampado de remeras es una actividad complicada donde se ponen en juego pasiones honestas, mercantilismo, ironía pop, necrofagia y diferentes grados de identificación y distancia. Entre otras muchas derivaciones, aquí el estampado puede ser entendido como una marca de obsesión dentro de la identificación errada y frívola con el otro. De hecho, el cuento insiste en que tanto Romina como Ludo están obsesionadas con los padres desaparecidos del narrador. Y si éste no llega a ofenderse cuando le muestra la remera, duda. Luego, descubre el equívoco sin furia y se corre, se sustrae.
Ludo estaba ahí pero sus encantos no iban a hacerme perder la razón. Agarré la remera, mis cosas, y salí a la calle. Había refrescado. Tenía la remera en una mano y no sabía si ponérmela o no. Antes de tirarla pensé que podía llegar a abrigarme. Pero no. Tenía que tirarla. Tenía que dejarme de ver con Ludo.[21]
Finalmente, un paso más allá que “Unimog”, el narrador descubre que no se puede borrar o superar totalmente el pasado. “Estas cosas nunca terminan, siempre siguen, hay que esperar y están ahí, como las verrugas, que siempre vuelven. Y si no vuelven, desconfiar, aparecerán de una forma o de otra”.
El monolítico discurso de los desaparecidos dictado, “hablado”, por un tercero aparece en un párrafo simple pero clave, quizás el momento en que con más claridad aparece la línea dictada por el equívoco. La respuesta es la sustracción del narrador.
Yo había empezado a hablar de mi necesidad de irme de HIJOS, de ver las cosas de otra manera, esperando que ella pudiera entenderme. Pero durante todo el camino Romina se empecinaba en ponerse por encima de mí, superior, ella mi salvadora y yo el idiota, el ciego que negaba trescientas veces la única verdad.[22]
Como en “2073”, también en “Sueño con Medusas” hay un trip onírico donde todo se mezcla y vuelve a aparecer la paternidad. Finalmente, las medusas encierran una clave. En los sueños del protagonista aparecen, descriptos con ambigüedad, como seres blandos, por momentos siniestros y asfixiantes, por momentos atractivos: “(…) Ninguna es agresiva, dije, y no todas son venenosas, pero siempre hay que tener cuidado.” Significativamente, el narrador se describe a sí mismo como rehén-alimento.
7.
76 es un libro de una complejidad y una densidad innegables. No hay que dejarse engañar por esa prosa suave, límpida, de apariencia inofensiva, con personajes que se acercan a la desidia y tramas donde parecería que “no pasa nada”. Muy por el contrario, 76 –incluyo en ese corpus “Sueño con medusas”– es un libro activo y violento que reelabora ciertos nocivos supuestos políticos, los gira, los interpela y cuando puede los desarma. La importancia del libro se hace más clara en contraste con otras producciones literarias contemporáneas. Elijo, para el caso, El secreto y las voces de Carlos Gamerro, publicado por Norma en el 2002. Y El museo de la revolución de Martín Kohan, publicado por Ramdom House Mondadori en el 2006.
En ambas novelas el tema de los “desaparecidos” es central. Las dos plantean un ir y venir del momento de la dictadura a diferentes “presentes” de la democracia. El secreto y las voces cuenta la historia de un asesinato a manos de la policía. Fefe, el narrador, vuelve al microclima de su pueblo natal en la Pampa Gringa para recomponer –investigar– esa muerte y finalmente descubrir que es “hijo de un desaparecido”. El desenlace presenta grandes diferencias con los cuentos de 76. Cuando la trama ya se cerró y un amigo le pregunta qué va a hacer, Fefe dice que al llegar a Buenos Aires se va a poner en contacto con HIJOS. Es una opción por default, casi resignada, como si un imperativo mandara ir ahí cuando aflora la verdad. Como ya se señaló varias veces, los personajes de Bruzzone se manejan de otra manera. Siempre que llegan a HIJOS no lo hacen porque duden de su identidad o porque sientan el deber de hacerlo y nunca se quedan ahí. Podría arriesgarse que el Fefe de Gamerro es uno de los militantes que los narradores de Bruzzone se encuentra en HIJOS como parte de un paisaje poco interesante o ironizable.
Museo de la revolución, por su parte, narra el viaje de un editor a México en busca del cuaderno de notas de Rubén Tesare, un militante de izquierda desaparecido a mediados de 1975 en Laguna Chica, donde había sido enviado en una misión de ayuda táctica a la guerrilla del monte tucumano. La novela es compleja, pero la angelización y la poca conflictividad que le otorga Kohan a su protagonista es evidente. Si fuera Bruzzone el que lo narrara, Tésare tendría alucinaciones, consumiría drogas y decididamente estaría “en los fierros” para ver si se puede levantar una mina. (Lo mismo ocurriría con el editor que viaja a México. En la versión de Bruzzone, los diarios serían lo de menos, lo importante sería acostarse con la exiliada y entregadora. Significativamente Kohan les niega a sus personajes el relax del acto sexual. Los lleva hasta el borde de la consumación cuando están en la tumba de Trotsky y el acto no se consuma porque el protagonista es hablado por la ideología del deber moral.)
Más allá de los resultados estéticos –ambas novelas tienen grandes méritos en el plano de lo formal, Kohan enhebrando de forma virtuosa los diferentes momentos de la narración, Gamerro reproduciendo hasta el detalle la vida en un pueblo del interior–, una lectura política arroja cierta impostura, cierta idea de ideología pre-fabricada que se puede anticipar. De hecho, llama la atención cómo estos autores suscriben el paquete completo del progresismo –que incluye una ensalada de Derechos Humanos, reivindicaciones políticas cruzadas, ONGs y agrupaciones como HIJOS o Madres de Plaza de Mayo– y producen desde ahí sus historias. Es una ética que los absorbe, empujándolos incluso a cometer errores.[23]
Aunque, en realidad, educados durante los estertores de la dictadura y formados en la primavera alfonisinsta, no es raro que estos autores asuman esas ideas como propias. Así y todo, resulta improductivo. Sin embargo, no puedo dejar de preguntarme: ¿No se sienten encorsetados en esa habla difusa, que no trabaja con la historia sino con una sola versión de la historia, que no presentan fisuras, contradicciones, que cuestiona solamente lo que ya se cuestionó hasta el cansancio?
Digámoslo una vez más, en estas novelas Gamerro y Kohan hacen una literatura de aspiraciones consensuadas, una literatura “progresista”, una literatura donde las Madres de Plaza de Mayo no aparecen como una fuerza política sino como una fuerza moral.
Lo de Bruzzone es diferente. Las respuestas que encuentra el narrador de “Sueños con medusas” o de “Fumar bajo el agua” son mucho más interesantes y precisas en su indefinición que las que provee el Nunca Más y que Gamerro y Kohan importan casi sin modificaciones.
De allí que la rebelión de los personajes de Bruzzone sea en silencio, el silencio del que se resiste a dejarse hablar por otros, aunque esto lo expulse o lo suma en la marginalidad. En este contexto no es arriesgado afirmar que mientras Kohan y Gamerro buscan todo el tiempo el sentido en los discursos heredados, los personajes de Bruzzone tratan de sacudirse esa herencia, lo cual en algunos casos redunda en una flotación, en una desorientación general.
El libro está lleno de situaciones que ejemplifican esto. La actitud general de los protagonistas de Bruzzone es la de no hacerse cargo o de tratar de no hacerse cargo del discurso de los otros porque ese discurso cosifica y cierra la identidad. Por eso hay que alejarse de los que hablan sobre el tema, para no ser hablado por el otro, que de paso, también es exterior, es exiliado, es burócrata, es militar o ex militar. Para poder ser, entonces, hay que sustraerse justamente a esa manera de hablar que adoptan una forma tan homogénea Kohan y Gamerro.
En 76, la mayoría de los cuentos están construidos o contemplan una sustracción. Mota, el protagonista de “Unimog”, está tironeado por su pasado pero sin épica, con la incomodidad de lo doméstico, una incomodidad que se opone a la investigación policial de El secreto y las voces o a la misión que debe llevar adelante el protagonista guerrillero de El Museo de la Revolución, desdoblada en la cruzada intelectual del editor. Sobre el final de “2073” surge el deseo de convertirse en parias, de convertirse en chaqueños, de deambular, de no estar fijos. El narrador de “El orden de todas las cosas” le responde a medias a la visión de la tía Rita y enseguida confiesa que “no entiendo los simbolismos de las visiones y no tenía ganas de interiorizare en el tema”. Así, lo que parece ofrecer Bruzzone es una muy acaba idea de cómo operar por sustracción frente a un discurso complejo. Frente al habla monolítica, sin grietas, que baja el progresismo, que endurece y banaliza, lo que hay que hacer es sustraerse. Aunque a veces hay que quedarse y negociar, porque hay situaciones en juego que nos interpelan, es la sustracción lo que se propone como modelo vital.
La figura del desaparecido se usó más de una vez, con notable recursividad en la década del 90 para generar culpa y desazón, las formas más primitivas de coerción política. Los que compraron ese discurso viciado, falso, incompleto y tendencioso por lo general extraviaron su sentido vital. Ni Gamerro ni Kohan cuestionan esto, sino que por el contrario lo reafirman. Y es a esta reafirmación, Bruzzone le presenta la existencia por el escape o la fuga.
8.
El tema, por supuesto, da para más. La puesta en relación de estas dos miradas diferentes pero conectadas se puede hacer extensiva a otros textos. Pero me detengo acá.
Para terminar, un detalle. En “El orden de todas las cosas”, Bruzzone describe cómo el narrador comete un acto arbitrario. Durante el viaje a Moreno que hace con Rita, entran en un supermercado. La idea que se transmite es de desconcierto. La búsqueda de los padres es intuitiva, desquiciada, llena de datos errados y de movimientos aleatorios. Cuando pasa cerca de una góndola de enseres para la limpieza, el narrador dice “Tomé algunos productos, los cambié de lugar sin querer”. Es un acto ilógico que parecería no revestir ningún significado. Ese momento, en apariencia anodino, nos habla de cambiar un orden preestablecido para generar otro. En principio, es arbitrario. Pero surge a partir de una decisión que no está reglada, que no es previsible y que, sobre todo, es propia.
Notas
[1] Bruzzone, Félix. 76. Editorial Tamarisco. Buenos Aires, 2008. Pág. 20. El subrayado es mío.
[2]Ídem. Pág. 29
[3] Ídem, Pág. 33.
[4] Ídem. Pág. 34. El subrayado es mío.
[5] Ídem. Pág. 43.
[6] Ídem. Pág. 45.
[7] Ídem. Pág. 48.
[8] Ídem. Pág. 59.
[9] Ídem. Pág. 78.
[10] Ídem. Pág. 96.
[11] Ídem. Pág. 108.
[12] Ídem. Pág. 109.
[13] Ídem. Pág. 110.
[14] “Los relatos sociales”, Entrevista de Raquel Angel, Página/12, 12 de Julio de 1987, en Crítica y Ficción, ed. Anagrama, Barcelona, 2001. El subrayado es mío.
[15] Véase para una lectura productiva del Nunca Más el excelente ensayo de Elsa Drucaroff, “Por algo fue. Análisis del “Prólogo” al Nunca Más de Ernesto Sábato”. En revista Tres Galgos Nº 3, Buenos Aires, noviembre del 2002.
[16] De hecho, el uso de la jerga que empieza a desplegar en “2073” aparece con mayor precisión en “Barrefondo”, un cuento excelente y sin hijos de desaparecidos que se puede leer en la antología temática sobre sexo En Celo, publicada por Ramdon House Mondadori en el 2007.
[17] Bruzzone, Félix. Opus cit. Pág. 131.
[18] Ídem. 116.
[19] Mavrakis, Nicolás. “Para leer 76 de Félix Bruzzone” en Hablando del asunto. Julio del 2008. Bajo el seudónimo del Gordo Gostanian.
[20] Uno a uno. Antología realizada por Diego Grillo Trubba. RHM. Buenos Aires. 2008.
[21] Bruzzone, Félix. “Sueño con medusas”, en Uno a uno. Opus cit. Pág. 75.
[22] Ídem. Pág. 76. El subrayado es mío.
[23] En Las Islas, lejos, la mejor novela de Gamerro y una de las que mejor describe la década del 90, Tamerlán, el empresario menemista, aparece también como torturador. Esta doble función represiva es un error. Si el golpe fue cívico-militar, los que torturaban era los militares. Poner a un tecnócrata a torturar implica una mala lectura, una analogía que enturbia los lugares que ocuparon los distintos sectores de la sociedad durante la disctadura.
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