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A esta altura no cabe duda de que Marcelo Cohen representa en la literatura argentina actual un modelo de escritor en extinción. Mientras residía en Barcelona –de 1975 a 1996–, sus libros comenzaron a circular como objetos que se aquilataban en la memoria de lectores curiosos. Desde su primera novela, El país de la dama eléctrica (1984), pasando por El oído absoluto (1989), los relatos de El fin de lo mismo (1992) y las dos nouvelles de Hombres amables (1998), su prolífica obra se transformó en ineludible referente de la literatura más rigurosa y personal.
En general, los diarios abarcan las intermitencias de una vida y fundan ahí su extensión. Los Diarios de André Gide o Gombrowicz, con el tiempo, se transformaron en epicentros exquisitos de sus respectivas obras. Así, situados en la frontera de la ficción, los diarios exhibían manías secretas y transgresiones estilísticas del autor. Esa libertad notable para apuntar, observar, acotar y avanzar en la página de manera distraída, coleccionando fragmentos etéreos de la realidad, y anticipándose al trabajo de la memoria, se percibe en la última novela de Cohen desde la primera línea.
Este diario, sin embargo, no tiene una genealogía literaria; su origen está en el interior de la ficción. Cohen explica que “en El testamento de O’Jaral, al personaje, que está totalmente loco pero convence a mucha gente de que es normal, lo que más lo calma es leer un libro que se llama Donde yo no estaba, que son los diarios de un comerciante mayorista de lencería femenina. Es el diario de un señor burgués adusto, en el que evidentemente hay una gran influencia de Bernardo Soares, el narrador del Libro del desasosiego de Pessoa. Algunos amigos y mi mujer me dijeron que tenía que escribir ese libro. Entonces pensé en un diario en el cual la cuestión no fuera el desasosiego sino la búsqueda de un sosiego”.
Donde yo no estaba (Norma) tiene las características de una obra en la que hace epicentro todo un proyecto literario sin estallar: las rectas del estilo y de la inventiva confluyen en un punto que linda o dialoga con lo infinito. Y nada tan adyacente al infinito como el registro detallado de una vida. Sólo a través de ese tipo de reflexión sosegada puede reconstruirse lo inmediato, desde cero. Por eso mismo, en el realismo que irradia el universo futuro de Cohen se cruzan ecos de una lengua de otra época con neologismos variopintos. Así, faltriqueras, cuadernaclos y monitorios no hacen más que otorgarles a objetos reconocibles un nuevo sentido. Esa lengua transmutada diagrama un paisaje, un fondo urbano y utópico, en este caso Ciudad Lavinca, parte de la Isla Múrmura, perteneciente a la vez al Delta Panorámico esbozado en Los acuáticos (2001).
En esta novela, Cohen faceta los espacios de la civilización hasta decantar una suerte de alucinación antropológica equiparable, por la síntesis de géneros y la desmesura, a ciertas ficciones de Arno Schmidt o de Gene Wolfe. Detrás del paisaje hay sistemas políticos –la Democracia Gentil–, una economía fundada en la transacción continua y en la tecnología pujante, una fauna enrarecida de perroparias y minorcos parlanchines, disciplinas artísticas como la música realista y una religión –la del Pensar– en pugna con la añeja teología del Dios Solo.
El registro del protagonista-narrador, Aliano D’ Evanderey, está plagado de incidentes cotidianos y epifanías. Su vida, podría decirse, es común: tiene una esposa y dos hijos y atiende a diario su negocio. Ante la presencia de un extraño mal, la Mota de Samblovit, que le provoca dolores de cabeza insoportables, Aliano visita a su abogado para preparar un testamento. En adelante una serie de sucesos, que van desde el abandono de su pareja y la amistad con un joven bandido a quien protege hasta una fuga en la que Aliano, ya devenido en involuntario narrador de una enloquecida novela de aventuras ambientada en la isla –para entonces las fechas del diario pasan a ser momento urgente de escritura: “más tarde”, “mañana temprana”, “de noche”– transita pantanos esperpénticos, o minas abandonadas con “napas de electrodomésticos que los primitivos sepultaban sumariamente”, o una ciudad en la que los humanos fueron reemplazados por muñecos robots en miniatura. Aliano, hacia el final del libro, se transforma en un mito popular. Queda en el lector el desafío de descifrar el misterio de un hombre cualquiera que supo proyectar, en planos incesantes de escritura, su instinto político.
Probablemente ningún otro escritor haya torsionado el castellano imaginándole un futuro. La audacia de exponenciar la lengua en slangs inverificables es una de las tantas batallas ganadas por Cohen en Donde yo no estaba. En esa red de lenguajes díscolos, ciudades imaginarias, lirismo tecnológico, empatías e inquietudes terrenales que contiene el diario de Aliano, quizás esté realizado el sueño de cualquier escritor: despertar un idioma dormido en sus propias cenizas.
Diario Perfil
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