sábado, 7 de noviembre de 2009

Sommers por Benedetti


Armonía Somers y el carácter obsceno del mundo

Mario Benedetti

"No hay nada más obsesionante para ti hombre que eso que ha convenido en llamar el paraíso. No tanto porque lo imagine hermoso e interminable. Aunque se persista en decir lo contrario, nadie piensa que pueda existir algo que supere a la tierra, aun en la precariedad del tránsito”. La cita pertenece a un antiguo cuento de Armonía Somers(1), y su sentido sigue planeando sobre los relatos de La calle del viento norte (1963), obra con la que esta narradora reanuda su labor de creación, después de un silencio que duró diez años. "Nadie piensa que pueda existir algo que supere a la tierra”; acaso esta frase represente una clave para entender, apreciar, y también sufrir, las implicaciones metafísicas de esta extraña literatura. Porque esa exclusividad, ese precario monopolio que Armonía Somera reclama para la vida terrenal, paradójicamente no sirve para prestigiar esta residencia sino para comprobar su definitiva condición miserable.

Los horrores de este mundo podrían ser dignificados y hasta sublimados por la presencia de Dios, pero Somers parece descartar aquella presencia, para admitir en todo caso la existencia de un destino ciego que deja al hombre absolutamente a la intemperie, a solas consigo mismo. Es entonces, sólo entonces, que los horrores del mundo se convierten en un perverso absurdo, en una crueldad sin justificación. Ya que Somers define la vida como "un juego olvidado de la muerte” este libro vendría a ser, por lo menos en uno de sus sentidos, un memorándum destinado a reparar ese olvido.

Armonía Somers es sólo un seudónimo tras el que se oculta una investigadora, ampliamente conocida en el plano del magisterio.

Su obra narrativa se inicia con La mujer desnuda(2), largo relato que, a pesar de sus rengueras literarias, mostraba una confusa fuerza dionisíaca. Tres años más tarde, en El derrumbamiento (1953), la autora reúne cinco cuentos, en los que ya se anuncia cierta pesadillesca visión del mundo, cierta oscura, visceral asunción de un caótico y protervo azar. En esos relatos comparecían, en abierta pugna, virtudes y defectos. Por una parte, Somera se mostraba como una artista cabal, poseedora del difícil don de contar; por otro, la estructura de los cuentos era a veces tan débil y confusa que su sentido esencial se desdibujaba; el caos. el delirio de temas y personajes, llegaban a afectar el estilo y a quitarle al lector los asideros mínimos de la atención. En aquel momento, ese desajuste pudo parecer una pose del narrador, una mala digestión de lecturas riesgosas y seductoras, y así lo señalé(3).

El nuevo volumen de cuentos tiene un doble efecto: no sólo representa un logro en sí mismo, sino que además significa, con respecto a El derrumbamiento, una retroactiva justificación. Ahora, frente a un narrador que ha adquirido un claro dominio de su instrumento literario; que ha madurado en la concepción de su propio laberinto; que construye sus cuentos sobre estructuras mejor armadas y sobre diseños menos deteriorados por el caos; ahora sí es posible comprobar que los cuentos de aquel libro de 1953, aunque no totalmente realizados como la literatura que pretendían ser, no se inscribían en una pose literaria sino en una auténtica angustia metafísica. Justo es reconocerlo, aunque sea a diez años de distancia.

Si fuera obligatorio invocar algún nombre para señalar una afinidad con los extraños cuentos de La calle del viento norte, habría que salir de la literatura y acordarse de Ingmar Bergman: especialmente, de los filmes de su última trilogía. Al igual que el notable realizador sueco, Somers experimenta simultáneamente rechazo y fascinación ante lo demoníaco, ante el horror y las perversiones de lo humano. Su mundo es infernal y está poblado de seres crueles e incomunicados, que reservan la palabra solidaridad para el puntual ejercicio del odio. Pero donde Somers está más cerca de Bergman es en su relevamiento de la ausencia y el silencio de Dios ("Dios, yo nunca te tuve", dice la protagonista de "El hombre del túnel", "al menos en esa forma de cómoda argolla de donde prenderse en casos extremos, ni siquiera como la cancelación provisoria del miedo"). Toda su concepción de lo demoníaco, de la horrible atracción de lo abyecto, de las misteriosas segregaciones del Mal, parecen apuntar a una más oscura y profunda convicción: el carácter obsceno del mundo todo.

En el cuento que da título al volumen, el viento empieza "a retorcerse puerta adentro, como si lo que a él le ocurría no tuviese nada que ver con los entredichos de aquellos pigmeos sostenidos por milagro en sus dos patas. Él era parte de algo demasiado enorme que se había gestado mundo arriba, una preñez de cielo grande desvinculado por completo de los vientres mortales, apenas receptivos de su inmundo lastre". Aquí el viento es casi un sucedáneo de Dios; o sea que, aun en el caso de que Dios existiera, habría en Él una actitud tan ajena, tan poderosa, tan egoísta, tan sola, que automáticamente la vida humana como miserable excrecencia de Dios, se convertiría en algo obsceno, en "inmundo lastre". Pero si Dios además, no existe, o por lo menos no comparece para, con su presencia, otorgar sentido a seres y cosas, entonces su ausencia origina el absurdo, y ese absurdo es igualmente obsceno e igualmente horroroso.

Tal vez a esta altura el lector saque sus propias cuentas y deduzca que los de Armonía Somers no son cuentos agradables. Estará en lo cierto. Un loco que cierra un portal para que no pase el viento; dos niños celosos de su hermano muerto, que llegan improvisada pero conscientemente al crimen; un alacrán que oficia de azaroso verdugo; la insólita subasta de un sepulcro; cierta muchacha que persigue afanosamente la imagen de un violador. Estos son los temas de los cinco cuentos. Uno de ellos, "Muerte por alacrán", administra su dosis de terror con un ritmo y una precisión notables: es un título que no podrá faltar en ninguna antología del cuento uruguayo. Pero, con excepción de "La subasta" (pobre de lenguaje y, además, sostenido por una fantasmagoría demasiado obvia), los otros cuentos también consiguen, en su envase de violencia o de espanto, desarrollar una imagen de la crueldad que unas veces es absorbente y otras es sólo intimidatoria, pero que siempre impresiona por su fuerza innegable, por su capacidad de invención, por su tensión y su misterio, A un relato como "El hombre del túnel" ("cuento para confesar y morir" es el subtitulo) se le podrían acoplar numerosas interpretaciones, pero no es por ellas que va seguramente a sobrevivir sino por su declarada, vibrante obsesión, por la doble corriente de ternura y de asco que lo recorre y justifica.

Para asombrar con su propio asombro, Armonía Somers ha encontrado ahora un estilo severo, áspero, que a menudo incluye repentinos hallazgos verbales y una adjetivación particularmente imaginativa; un estilo que se corresponde como nunca con su visión desgarrada y distante, y que contribuye poderosamente a brindar una oprimente sensación de pesadilla. Frente a este libro insólito, singular, el lector (al igual que la autora frente a las diversas formas del Mal) podrá sentir rechazo o fascinación: pero es seguro que no ha de permanecer indiferente. Es cierto que La calle del viento norte es una obra sin optimismo y probablemente sin mensaje; pero también es el testimonio de una estupefacción, a partir de los grandes ojos abiertos con que alguien ve (o imagina, que es un modo doloroso de ver) los horrores de este mundo y la desesperanzada muerte de ese horror.

Referencias:

(1) "La puerta violentada" incluido en El derrumbamiento. (1963).

(2) Apareció por primera vez en la revista Clima, No. 2-3, 1950, y en 1951 como apartado de la misma revista. En 1967 fue reeditada por Arca.

(3) En una reseña publicada en la revista Número, año 5. No. 22, 1953

Mario Benedetti.
Literatura uruguaya Siglo XX
Ediciones La República - Diciembre 1991

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