Extraño maniquí
a Jorge Pimentel
Extraño maniquí de una tienda del Metro, qué manera de observarme
y presentirme más allá de todo puente
mirando el océano o un lago enorme
como si de él esperara aventura y amor
Y puede un grito de muchacha en plena noche
convencerme de la utilidad de mi rostro
o se velan los instantes, placas de cobre al rojo vivo
la memoria del amor negándose tres veces
en aras de otra especie de amor
Y así nos endurecemos sin abandonar la pajarera
desvalorizándonos
o bien volvemos a una casa pequeñísima
donde nos espera sentada en la cocina una mujer
Extraño maniquí de una tienda del Metro
qué manera de comunicarte conmigo, soltero y violento
y presentirme más allá de todo
solamente me ofreces nalgas y senos
estrellas platinadas y sexos espumosos
No me hagas llorar en el tren naranja
ni en las escaleras eléctricas
ni saliendo repentinamente a marzo
ni cuando imagines, si imaginas, mis pasos de veterano absoluto
nuevamente bailando por los desfiladeros
Extraño maniquí de una tienda del Metro
así como se inclina el sol y las sombras de los rascacielos
irás inclinando tus manos
así como se apagan los colores y las luces de colores
se apagarán tus ojos
¿Quién te mudará de vestido entonces?
Yo sé quién te mudará de vestido entonces
Reinventar el amor.
Los perros románticos
En aquel tiempo yo tenía veinte años
y estaba loco.
Había perdido un país
pero había ganado un sueño.
Y si tenía ese sueño
lo demás no importaba.
Ni trabajar ni rezar
ni estudiar en la madrugada
junto a los perros románticos.
Y el sueño vivía en el vacío de mi espíritu.
Una habitación de madera,
en penumbras,
en uno de los pulmones del trópico.
Y a veces me volvía dentro de mí
y visitaba el sueño: estatua eternizada
en pensamientos líquidos,
un gusano blanco retorciéndose
en el amor.
Un amor desbocado.
Un sueño dentro de otro sueño.
Y la pesadilla me decía: crecerás.
Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto
y olvidarás.
Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen.
Estoy aquí, dije, con los perros románticos
y aquí me voy a quedar.
Los perros románticos
Ernesto Cardenal y yo
Iba caminando, sudado y con el pelo pegado
en la cara
cuando vi a Ernesto Cardenal que venía
en dirección contraria
y a modo de saludo le dije:
Padre, en el Reino de los Cielos
que es el comunismo,
¿tienen un sitio los homosexuales?
Sí, dijo él.
¿Y los masturbadores impenitentes?
¿Los esclavos del sexo?
¿Los bromistas del sexo?
¿Los sadomasoquistas, las putas, los fanáticos
de los enemas,
los que ya no pueden más, los que de verdad
ya no pueden más?
Y Cardenal dijo sí.
Y yo levanté la vista
y las nubes parecían
sonrisas de gatos levemente rosadas
y los árboles que pespunteaban la colina
(la colina que hemos de subir)
agitaban las ramas.
Los árboles salvajes, como diciendo
algún día, más temprano que tarde, has de venir
a mis brazos gomosos, a mis brazos sarmentosos,
a mis brazos fríos. Una frialdad vegetal
que te erizará los pelos.
Los perros románticos.
Sucio, mal vestido
En el camino de los perros mi alma encontró
a mi corazón. Destrozado, pero vivo,
sucio, mal vestido y lleno de amor.
En el camino de los perros, allí donde no quiere ir nadie.
Un camino que sólo recorren los poetas
cuando ya no les queda nada por hacer.
¡Pero yo tenía tantas cosas que hacer todavía!
Y sin embargo allí estaba: haciéndome matar
por las hormigas rojas y también
por las hormigas negras, recorriendo las aldeas
vacías: el espanto que se elevaba
hasta tocar las estrellas.
Un chileno educado en México lo puede soportar todo,
pensaba, pero no era verdad.
Por las noches mi corazón lloraba. El río del ser, decían
unos labios afiebrados que luego descubrí eran los míos,
el río del ser, el río del ser, el éxtasis
que se pliega en la ribera de estas aldeas abandonadas.
Sumulistas y teólogos, adivinadores
y salteadores de caminos emergieron
como realidades acuáticas en medio de una realidad metálica.
Sólo la fiebre y la poesía provocan visiones.
Sólo el amor y la memoria.
No estos caminos ni estas llanuras.
No estos laberintos.
Hasta que por fin mi alma encontró a mi corazón.
Estaba enfermo, es cierto, pero estaba vivo.
Los perros románticos.
Godzilla en México
Atiende esto, hijo mío: las bombas caían
sobre la Ciudad de México
pero nadie se daba cuenta.
El aire llevó el veneno a través
de las calles y las ventanas abiertas.
Tú acababas de comer y veías en la tele
los dibujos animados.
Yo leía en la habitación de al lado
cuando supe que íbamos a morir.
Pese al mareo y las náuseas me arrastré
hasta el comedor y te encontré en el suelo.
Nos abrazamos. Me preguntaste qué pasaba
y yo no dije que estábamos en el programa de la muerte
sino que íbamos a iniciar un viaje,
uno más, juntos, y que no tuvieras miedo.
Al marcharse, la muerte ni siquiera
nos cerró los ojos.
¿Qué somos?, me preguntaste una semana o un año después,
¿hormigas, abejas, cifras equivocadas
en la gran sopa podrida del azar?
Somos seres humanos, hijo mío, casi pájaros,
héroes públicos y secretos.
Los perros románticos.
El burro
A veces sueño que Mario Santiago
viene a buscarme con su moto negra.
Y dejamos atrás la ciudad y a medida
que las luces van desapareciendo
Mario Santiago me dice que se trata
de una moto robada, la última moto
robada para viajar por las pobres tierras
del norte, en dirección a Texas,
persiguiendo un sueño innombrable,
inclasificable, el sueño de nuestra juventud,
es decir el sueño más valiente de todos
nuestros sueños. Y de tal manera
cómo negarme a montar la veloz moto negra
del norte y salir rajados por aquellos caminos
que antaño recorrieran los santos de México,
los poetas mendicantes de México,
las sanguijuelas taciturnas de Tepito
o la colonia Guerrero, todos en la misma senda,
donde se confunden y mezclan los tiempos:
verbales y físicos, el ayer y la afasia.
Y a veces sueño que Mario Santiago
viene a buscarme, o es un poeta sin rostro,
una cabeza sin ojos, ni boca, ni nariz,
sólo piel y voluntad, y yo sin preguntar nada
me subo a la moto y partimos
por los caminos del norte, la cabeza y yo,
extraños tripulantes embarcados en una ruta
miserable, caminos borrados por el polvo y la lluvia,
tierra de moscas y lagartijas, matorrales resecos
y ventiscas de arena, el único teatro concebible para nuestra poesía
Y a veces sueño que el camino
que nuestra moto o nuestro anhelo recorre
no empieza en mi sueño sino en el sueño
de otros: los inocentes, los bienaventurados,
los mansos, los que para nuestra desgracia
ya no están aquí. Y así Mario Santiago y yo
salimos de la ciudad de México que es la prolongación
de tantos sueños, la materialización de tantas
pesadillas, y remontamos los estados
siempre hacia el norte, siempre por el camino
de los coyotes, y nuestra moto entonces
es del color de la noche. Nuestra moto
es un burro negro que viaja sin prisa
por las tierras de la Curiosidad. Un burro negro
que se desplaza por la humanidad y la geometría
de estos pobres paisajes desolados.
Y la risa de Mario o de la cabeza
saluda a los fantasmas de nuestra juventud,
el sueño innombrable e inútil
de la valentía.
Y a veces creo ver una moto negra
como un burro alejándose por los caminos
de tierra de Zacatecas y Coahuila, en los límites
del sueño, y sin alcanzar a comprender
su sentido, su significado último,
comprendo no obstante su música:
una alegre canción de despedida.
Y acaso son los gestos de valor los que
nos dicen adiós, sin resentimiento ni amargura,
en paz con su gratuidad absoluta y con nosotros mismos.
Son los pequeños desafíos inútiles -o que
los años y la costumbre consintieron
que creyéramos inútiles-los que nos saludan,
los que nos hacen señales enigmáticas con las manos,
en medio de la noche, a un lado de la carretera,
como nuestros hijos queridos y abandonados,
criados solos en estos desiertos calcáreos,
como el resplandor que un día nos atravesó
y que habíamos olvidado.
Y a veces sueño que Mario llega
con su moto negra en medio de la pesadilla
y partimos rumbo al norte,
rumbo a los pueblos fantasmas donde moran
las lagartijas y las moscas.
y mientras el sueño me transporta
de un continente a otro
a través de una ducha de estrellas frías e indoloras,
veo la moto negra, como un burro de otro planeta,
partir en dos las tierras de Coahuila.
un burro de otro planeta
que es el anhelo desbocado de nuestra ignorancia,
pero que también es nuestra esperanza
y nuestro valor.
Un valor innombrable e inútil, bien cierto,
pero reencontrado en los márgenes
del sueño más remoto,
en las particiones del sueño final,
en la senda confusa y magnética
de los burros y de los poetas.
Los perros románticos.
Te regalaré un abismo (dijo ella)
Te regalaré un abismo (dijo ella)
pero de tan sutil manera que solo lo percibirás
cuando hayan pasado muchos años
y estés lejos de México y de mí.
Cuando más lo necesites lo descubrirás
y ese no será
el final feliz
pero si un instante de vacío y de felicidad
y tal vez entonces te acuerdes de mí
aunque no mucho.
Los perros románticos.
Un paseo por la Literatura
para Rodrigo Pinto y Andrés Neuman
1. Soñé que Georges Perec tenía tres años y visitaba mi casa. Lo abrazaba, lo besaba, le decía que era un niño precioso.
2. A medio hacer quedamos, padre, ni cocidos ni crudos, perdidos en la grandeza de este basural interminable,errando y equivocándonos, matando y pidiendo perdón, maniacos depresivos en tu sueño, padre, tu sueño que no tenía límites y que hemos desentrañado mil veces y luego mil veces más, como detectives latinoamericanos perdidos en un laberinto de cristal y barro, viajando bajo la lluvia, viendo películas donde aparecían viejos que gritaban ¡tornado! ¡tornado!, mirando las cosas por última vez, pero sin verlas, como espectros, como ranas en el fondo de un pozo, padre, perdidos en la miseria de tu sueño utópico, perdidos en la variedad de tus voces y de tus abismos, maniacos depresivos en la inabarcable sala del Infierno donde se cocina tu Humor.
3. A medio hacer, ni crudos ni cocidos, bipolares capaces de cabalgar el huracán.
4. En estas desolaciones, padre, donde de tu risa sólo quedaban restos arqueológicos.
5. Nosotros, los nec spes nec metus.
6. Y alguien dijo:
Hermana de nuestra memoria feroz,
sobre el valor es mejor no hablar.
Quien pudo vencer el miedo
se hizo valiente para siempre.
Bailemos, pues, mientras pasa la noche
como una gigantesca caja de zapatos
por encima del acantilado y la terraza,
en un pliegue de la realidad, de lo posible,
en donde la amabilidad no es una excepción.
Bailemos en el reflejo incierto
de los detectives latinoamericanos,
un charco de lluvia donde se reflejan nuestros rostros
cada diez años.
Después llegó el sueño.
7. Soñé entonces que visitaba la mansión de Alonso de Ercilla. Yo tenía sesenta años y estaba despedazado por la enfermedad (literalmente me caía a pedazos). Ercilla tenía unos noventa y agonizaba en una enorme cama con dosel. El viejo me miraba desdeñoso y después me pedía un vaso de aguardiente. Yo buscaba y rebuscaba el aguardiente pero sólo encontraba aperos de montar.
8. Soñé que iba caminando por el Paseo Marítimo de Nueva York y veía a lo lejos la figura de Manuel Puig. Llevaba una camisa celeste y unos pantalones de lona ligera azul claro o azul oscuro, depende.
9. Soñé que Macedonio Fernández aparecía en el cielo de Nueva York en forma de nube: una nube sin nariz ni orejas, pero con ojos y boca.
10. Soñé que estaba en un camino de África que de pronto se transformaba en un camino de México. Sentado en un farellón, Efraín Huerta jugaba a los dados con los poetas mendicantes del DF.
11. Soñé que en un cementerio olvidado de África encontraba la tumba de un amigo cuyo rostro ya no podía recordar.
12. Soñé que una tarde golpeaban la puerta de mi casa. Estaba nevando. Yo no tenía estufa ni dinero. Creo que hasta la luz me iban a cortar. ¿Y quién estaba al otro lado de la puerta? Enrique Lihn con una botella de vino, un paquete de comida y un cheque de la Universidad Desconocida.
13. Soñé que leía a Stendhal en la Estación Nuclear de Civitavecchia: una sombra se deslizaba por la cerámica de los reactores. Es el fantasma de Stendhal decía un joven con botas y desnudo de cintura para arriba. ¿Y tú quién eres?, le pregunté. Soy el yonqui de la cerámica, el húsar de la cerámica y de la mierda, dijo.
14. Soñé que estaba soñando, habíamos perdido la revolución antes de hacerla y decidía volver a casa. Al intentar meterme en la cama encontraba a De Quincey durmiendo. Despierte, don Tomás, le decía, ya va a amanecer, tiene que irse. (Como si De Quincey fuera un vampiro.) Pero nadie me escuchaba y volvía a salir a las calles oscuras de México DF.
15. Soñé que veía nacer y morir a Aloysius Bertrand el mismo día, casi sin intervalo de tiempo, como si los dos viviéramos dentro de un calendario de piedra perdido en el espacio.
16. Soñé que era un detective viejo y enfermo. Tan enfermo que literalmente me caía a pedazos.Iba tras las huellas de Gui Rosey. Caminaba por los barrios de un puerto que podía ser Marsella o no. Un viejo chino afable me conducía finalmente a un sótano. Esto es lo que queda de Rosey, decía. Un pequeño montón de cenizas. Tal como está, podría ser Li Po, le contestaba.
17. Soñé que era un detective viejo y enfermo y que buscaba gente perdida hace tiempo. A veces me miraba casualmente en un espejo y reconocía a Roberto Bolaño.
18. Soñé que Archibald McLeish lloraba -apenas tres lágrimas- en la terraza de un restaurante de Cape Code. Era más de medianoche y pese a que yo no sabía cómo volver terminábamos bebiendo y brindando por el Indómito Nuevo Mundo.
19. Soñé con los Fiambres y las Playas Olvidadas.
20. Soñé que el cadáver volvía a la Tierra Prometida montado en una Legión de Toros Mecánicos.
21. Soñé que tenía catorce años y que era el último ser humano del Hemisferio Sur que leía a los hermanos Goncourt.
22. Soñé que encontraba a Gabriela Mistral en una aldea africana. Había adelgazado un poco y adquirido la costumbre de dormir sentada en el suelo con la cabeza sobre las rodillas. Hasta los mosquitos parecían conocerla.
23. Soñé que volvía de África en un autobús lleno de animales muertos. En una frontera cualquiera aparecía un veterinario sin rostro. Su cara era como un gas, pero yo sabía quién era.
24. Soñé que Philip K. Dick paseaba por la Estación Nuclear de Civitavecchia.
25. Soñé que Arquíloco atravesaba un desierto de huesos humanos. Se daba ánimos a sí mismo: «Vamos, Arquíloco, no desfallezcas, adelante, adelante.»
26. Soñé que tenía quince años y que iba a la casa de Nicanor Parra a despedirme. Lo encontraba de pie, apoyado en una pared negra. ¿Adónde vas, Bolaño?, decía. Lejos del Hemisferio Sur, le contestaba.
27. Soñé que tenía quince años y que, en efecto, me marchaba del Hemisferio Sur. Al meter en mi mochila el único libro que tenía (Trilce, de Vallejo), éste se quemaba. Eran las siete de la tarde y yo arrojaba mi mochila chamuscada por la ventana.
28. Soñé que tenía dieciseís y que Martín Adán me daba clases de piano. Los dedos del viejo, largos como los del Fantástico Hombre de Goma, se hundían en el suelo y tecleaban sobre una cadena de volcanes subterráneos.
29. Soñé que traducía a Virgilio con una piedra. Yo estaba desnudo sobre una gran losa de basalto y el sol, como decían los pilotos de caza, flotaba peligrosamente a las 5.
30. Soñé que estaba muriéndome en un patio africano y que un poeta llamado Paulin Joachim me hablaba en francés (sólo entendía fragmentos como «el consuelo», «el tiempo», «los años que vendrán») mientras un mono ahorcado se balanceaba de la rama de un árbol.
31. Soñé que la tierra se acababa. Y que el único ser humano que contemplaba el final era Franz Kafka. En el cielo los Titanes luchaban a muerte. Desde un asiento de hierro forjado del parque de Nueva York veía arder el mundo.
32. Soñé que estaba soñando y que volvía a mi casa demasiado tarde. En mi cama encontraba a Mario de Sá-Carneiro durmiendo con mi primer amor. Al destaparlos descubría que estaban muertos y mordiéndome los labios hasta hacerme sangre volvía a los caminos vecinales.
33. Soñé que Anacreonte construía su castillo en la cima de una colina pelada y luego lo destruía.
34. Soñé que era un detective latinoamericano muy viejo. Vivía en NuevaYork y Mark Twain me contrataba para salvarle la vida a alguien que no tenía rostro. Va a ser un caso condenadamente difícil, señor Twain, le decía.
35. Soñé que me enamoraba de Alice Sheldon. Ella no me quería. Así que intentaba hacerme matar en tres continentes. Pasaban los años. Por fin, cuando ya era muy viejo, ella aparecía por el otro extremo del Paseo Marítimo de Nueva York y mediante señas (como las que hacían en los portaaviones para que los pilotos aterrizaran) me decía que siempre me había querido.
36. Soñé que hacía un 69 con Anaïs Nin sobre una enorme losa de basalto.
37. Soñé que follaba con Carson McCullers en una habitación en penumbras en la primavera de 1981. Y los dos nos sentíamos irracionalmente felices.
38. Soñé que volvía a mi viejo Liceo y que Alphonse Daudet era mi profesor de francés. Algo imperceptible nos indicaba que estábamos soñando. Daudet miraba a cada rato por la ventana y fumaba la pipa de Tartarín.
39. Soñé que me quedaba dormido mientras mis compañeros de Liceo intentaban liberar a Robert Desnos del campo de concentración de Terezin. Cuando despertaba una voz me ordenaba que me pusiera en movimiento. Rápido, Bolaño, rápido, no hay tiempo que perder. Al llegar sólo encontraba a un viejo detective escarbando en las ruinas humeantes del asalto.
40. Soñé que una tormenta de números fantasmales era lo único que quedaba de los seres humanos tres mil millones de años después de que la Tierra hubiera dejado de existir.
41. Soñé que estaba soñando y que en los túneles de los sueños encontraba el sueño de Roque Dalton: el sueño de los valientes que murieron por una quimera de mierda.
42. Soñé que tenía dieciocho años y que veía a mi mejor amigo de entonces, que también tenía dieciocho, haciendo el amor con Walt Whitman. Lo hacían en un sillón, contemplando el atardecer borrascoso de Civitavecchia.
43. Soñé que estaba preso y que Boecio era mi compañero de celda. Mira, Bolaño, decía extendiendo la mano y la pluma en la semioscuridad: ¡no tiemblan!, ¡no tiemblan! (Después de un rato, añadía con voz tranquila: pero temblarán cuando reconozcan al cabrón de Teodorico.)
44. Soñé que traducía al Marqués de Sade a golpes de hacha. Me había vuelto loco y vivía en un bosque.
45. Soñé que Pascal hablaba del miedo con palabras cristalinas en una taberna de Civitavecchia: «Los milagros no sirven para convertir, sino para condenar», decía.
46. Soñé que era un viejo detective latinoamericano y que una Fundación misteriosa me encargaba encontrar las actas de defunción de los Sudacas Voladores. Viajaba por todo el mundo: hospitales, campos de batalla, pulquerías, escuelas abandonadas.
47. Soñé que Baudelaire hacía el amor con una sombra en una habitación donde se había cometido un crimen. Pero a Baudelaire no le importaba. Siempre es lo mismo, decía.
48. Soñé que una adolescente de dieciséis años entraba en el túnel de los sueños y nos despertaba con dos tipos de vara. La niña vivía en un manicomio y poco a poco se iba volviendo más loca.
49. Soñé que en las diligencias que entraban y salían de Civitavecchia veía el rostro de Marcel Schwob. La visión era fugaz. Un rostro casi translúcido, con los ojos cansados, apretado de felicidad y de dolor.
50. Soñé que después de la tormenta un escritor ruso y también sus amigos franceses optaban por la felicidad. Sin preguntar ni pedir nada. Como quien se derrumba sin sentido sobre su alfombra favorita.
51. Soñé que los soñadores habían ido a la guerra florida. Nadie había regresado. En los tablones de cuarteles olvidados en las montañas alcancé a leer algunos nombres. Desde un lugar remoto una voz transmitía una y otra vez las consignas por las que ellos se habían condenado.
52. Soñé que el viento movía el letrero gastado de una taberna. En el interior James Mathew Barrie jugaba a los dados con cinco caballeros amenazantes.
53. Soñé que volvía a los caminos, pero esta vez ya no tenía quince años sino más de cuarenta. Sólo poseía un libro, que llevaba en mi pequeña mochila. De pronto, mientras iba caminando, el libro comenzaba a arder. Amanecía y casi no pasaban coches. Mientras arrojaba la mochila chamuscada en una acequia sentí que la espalda me escocía como si tuviera alas.
54. Soñé que los caminos de África estaban llenos de gambusinos, bandeirantes, sumulistas.
55. Soñé que nadie muere la víspera.
56. Soñé que un hombre volvía la vista atrás, sobre el paisaje anamórfico de los sueños y que su mirada era dura como el acero pero igual se fragmentaba en múltiples miradas cada vez más inocentes, cada vez más desvalidas.
57. Soñé que Georges Perec tenía tres años y lloraba desconsoladamente. Yo intentaba calmarlo. Lo tomaba en brazos, le compraba golosinas, libros para pintar. Luego nos íbamos al Paseo Marítimo de Nueva York y mientras él jugaba en el tobogán yo me decía a mí mismo: no sirvo para nada, pero serviré para cuidarte, nadie te hará daño, nadie intentará matarte. Después se ponía a llover y volvíamos tranquilamente a casa. ¿Pero dónde estaba nuestra casa?
Blanes, 1994.
Tres.
Esperas que desaparezca la angustia
Esperas que desaparezca la angustia
Mientras llueve sobre la extraña carretera
En donde te encuentras
Lluvia: sólo espero
Que desaparezca la angustia
Estoy poniéndolo todo de mi parte
La universidad desconocida.
Lisa
Cuando Lisa me dijo que había hecho el amor
con otro, en la vacía cabina telefónica de aquel
almacén de la Tepeyac, creí que el mundo
se acababa para mí. Un tipo alto y flaco y
con el pelo largo y una verga larga que no esperó
más de una cita para penetrarla hasta el fondo.
No es algo serio, dijo ella, pero es
la mejor manera de sacarte de mi vida.
Parménides García Saldaña tenía el pelo largo y hubiera
podido ser el amante de Lisa, pero algunos
años después supe que había muerto en una clínica psiquiátrica,
o que se había suicidado. Lisa ya no quería
acostarse más con perdedores. A veces sueño
con ella y la veo feliz y fría en un México
diseñado por Lovecraft. Escuchamos música
(Canned Heat, uno de los grupos preferidos
de Parménides García Saldaña) y luego hicimos
el amor tres veces. La primera se vino dentro de mí,
la segunda se vino en mi boca y la tercera, apenas un hilo
de agua, un corto hilo de pescar, entre mis pechos. Y todo
en dos horas, dijo Lisa. Las dos peores horas de mi vida,
dije desde el otro lado del teléfono.
La universidad desconocida.
Tardes de Barcelona
En el centro del texto
está la lepra.
Estoy bien, Escribo
mucho. Te
quiero mucho.
La universidad desconocida.
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