La escritora, directora de teatro y profesora de artes escénicas ecuatoriana Gabriela Ponce publica Sanguínea, su vertiginosa primera novela que, como la sangre, como la conciencia, fluye por el todo el cuerpo.
Qué: Libro (Candaya)
Antes de hablar de Sanguínea, la primera novela de la quiteña Gabriela Ponce, habría que tener en cuenta un detalle de su biografía que no es menor: es directora de teatro y profesora de artes escénicas. ¿Por qué no es menor? Porque, justamente, si hay algo que impresiona en su novela, ya de por sí destacada, es el trabajo con el cuerpo de la protagonista, la manera en que logra que ese cuerpo registre todas las emociones y, sobre todo, cómo encuentra belleza allí.
Ahora sí. La novela cuenta la historia de una mujer, la narradora, que, tras romper su matrimonio, desesperada, intenta salir adelante como puede, como le sale. Y en ese salir se entrega en cuerpo, salvajemente, fundiéndose con la naturaleza que la rodea, a diversas relaciones (sexuales y sociales). Ese actuar, a primera vista desbocado, esconde, en realidad, una intención: entenderse para poder salvarse.
Narrada en primera persona, a través de un flujo de conciencia vertiginoso (¿quién controla lo que piensa?) que hace que funcione como un diario íntimo, la novela permite, por medio de una prosa lírica, tan cruda como potente, de imágenes demoledoras, no solo ver lo que le pasa por la cabeza a la protagonista, sino sentirlo. Esa es la gran virtud de Ponce: que la prosa trascienda la página.
La autora en ningún momento se muerde la lengua. Toca temas sensibles sin guardarse nada: el lado b del embarazo (esa transformación monstruosa del cuerpo), la menstruación (¿cuánto nos impresiona la sangre?), el abandono, la renuncia consciente a la maternidad. Es un libro, entonces, que reflexiona sobre el cuerpo de la mujer.
«Cada amor es inextricable de lo que arrastra. No es descifrable el sentido de ningún amor sobre la tierra. El cuerpo se prepara para no sabe qué que no llega jamás», con ese epígrafe, con esa sentencia, de Pascal Quignard comienza la novela, que luego Ponce se encarga de fundamentar a lo largo de todas las páginas. Después de leer Sanguínea podríamos agregar a la sentencia: «Y angustia a todos por igual».
En definitiva, una novela incómoda pero necesaria que demuestra, a fin de cuentas, que lo que salva es la amistad.
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