María Negroni
Un saber alucinatorio
El pensamiento es una emoción de la inteligencia, según la autora de El arte del error. En esta entrega, avanza alrededor de un monstruo bicéfalo: una cabeza para la poesía, otra para el ensayo.
Por María Negroni.
El silencio va más rápido al retroceder. Un solo vaso de agua bastaría para alumbrar el mundo. Júpiter vuelve sabios a quienes quiere perder. He aquí algunas de las frases que Orfeo, le poète endormi del majestuoso filme de Jean Cocteau, escribe al dictado de la radio de la Muerte.
La poesía, se entiende, es siempre un saber alucinatorio. Un viaje indefenso a las comarcas del sueño, esa zona en la cual está prohibido retroceder, donde la pregunta ¿por qué? carece de sentido.
Un don, en suma, que exige una disciplina tan meticulosa que hasta es necesario renunciar a escribir, para escribirla. En ella, ningún exceso es ridículo, ninguna creencia alcanza. En los límites de ese enamoramiento insólito con su ignorancia, Orfeo afronta la más encarnizada lucha, no con las palabras sino contra las palabras.
Cada poeta quisiera atravesar, como él, esas puertas de espejo que podrían revelarle el secreto de los secretos, realizar su propia caminata inmóvil en el agua nocturna del Deseo para llegar allí donde la Novia de Negro está dispuesta a premiar con un beso de hielo a quienes respondan a sus preguntas:
“Savez-vous qui je suis?”
“Oui, je le sais.”
“Dites-le”.
“Ma mort”.
(“¿Usted sabe quién soy?” “Sí, lo sé.” “Dígalo.” “Mi muerte.”)
En el límite entre lo que no sabe y lo que no puede no decir, la poesía alza su estandarte vulnerable, luminosamente humano. Algo parecido, me parece, ocurre en el ensayo. Hay en él, como en el poema, una ceguera contagiosa, una tenaz revolución en torno de un enigma cuya virtud pareciera radicar, paradójicamente, en su propia negativa a ser descifrado.
El ensayo, digamos, avanza siempre a tientas, prendado como Edipo a lo conjetural, desoyendo advertencias, atento sólo a aquellos sobresaltos, intuiciones y pequeños deslumbramientos que podrían aumentar la calidad de sus preguntas, no variarlas. Así es, el ensayo poco tiene que ver con las certidumbres y, en tal sentido, es ajeno a las formulaciones académicas, saturadas de citas, documentación y notas al pie.
No es que no le interese discernir entre verdad y error, quizá lo que ocurra sea, simplemente, que acepta el error como una premisa casi inevitable, y por eso se concentra en extraer de aquello que lo elude las máximas consecuencias filosóficas, metafísicas y estéticas, aceptando así una responsabilidad ética de incalculables consecuencias.
En otras palabras: entre Ítaca y el viaje, el ensayo elige, sin vacilar, el viaje. Opta por ir, como otro Orfeo enamorado del descenso, a la búsqueda de lo más preciado de sí: des-conocerse. De ahí la afiebrada tensión que hace de su prosa un territorio infalible. De ahí, también, sus falsos razonamientos, sus opiniones arbitrarias, el fervor celebratorio con que induce cada una de sus revelaciones.
Edmond Jabès dijo en cierta ocasión que la poesía y el pensamiento son dos hermanos siameses con cabezas separadas. Si la fórmula es veraz, cabría agregar, lo es porque el pensamiento —contrariamente a lo que se cree— también es una emoción, una emoción de la inteligencia.
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