:: Ménage à trois ::
Las astillas del día
El arranque estuvo a cargo de Alberto Chimal (Toluca, México, 1970). “Debería convertirse en uno de los primeros clásicos de la literatura latinoamericana de este siglo” , dijo Edmundo Paz Soldán de su novela La torre y el jardín, finalista en 2013 del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Chimal obtuvo también, y entre otros, el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” por Manda fuego (2013), una antología personal que es la suma de su trabajo en la narrativa breve. Otros títulos de su autoría son Los esclavos, El último explorador, La ciudad imaginada, Éstos son los días y las colecciones escritas directamente desde internet: 83 novelas, El viajero del tiempo, y El gato del viajero del tiempo. Para hacer el nudo, el álea hizo que Martín Castagnet fuese responsable (los turnos del Menáge se sortean). Nacido en La Plata, Argentina, en 1986, se está doctorando en Letras por la Universidad Nacional de La Plata y trabaja como editor de la revista bilingüe The Buenos Aires Review. Su primera novela, Los cuerpos del verano, se llevó en 2012 el Premio a la Joven Literatura Latinoamericana otorgado por Francia en Buenos Aires a través de la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs, y fue invitado como escritor en residencia allí. A Edmundo Paz Soldán, nacido en 1967 en Cochabamba, Bolivia, le tocó cerrar. Es Doctor en Literatura Hispanoamericana y profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Cornell. Escribió, entre otras, las novelas editadas por Alfaguara Río fugitivo, La materia del deseo, Sueños digitales y libros de cuentos como Las máscaras de la nada. Obtuvo el Premio Rulfo por su relato “Dochera”, en 2006 recibió la beca de la Fundación Guggenheim y fue galardonado también con el Premio Nacional de Novela en Bolivia en 2002. Su último libro, una novela bélica de ciencia ficción, Iris, salió en 2014.
Aquí, el relato que se produjo como consecuencia de esta cruza.
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Las astillas del día
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1
Por Alberto Chimal
¿Las discusiones de otras parejas serían así? ¿Volverían una y otra vez a los mismos temas? Sin duda. Su padre y su madre se enganchaban de la misma manera. Como animales: condicionados, condenados, a dar las mismas respuestas a los mismos estímulos.
—No me dejas espacio —volvió a decir Cynthia, como tantas otras veces. Se apresuró por el corredor a sabiendas de que era inútil.
—No te estoy hablando a todas horas —respondió Rafa. Eran las mismas palabras de todas las discusiones anteriores–. No me pongo a…
—No, pero siempre estás aquí.
—¿Pero qué otra cosa podría hacer?
Su voz sonaba exasperada pero no hiriente. Rafa nunca podía sonar hiriente. Tampoco podía hacer como que se alejaba, como que le hablaba desde lejos. Siempre se oía a la misma distancia.
—Aquí vivo —insistió él.
—Yo también —dijo Cynthia—. Yo también vivo aquí —entró en la estancia y los cristales de la ventana se aclararon para dejaron ver los edificios afuera, piso tras piso tras piso como el de ellos, los aviones en la distancia.
—Yo no puedo salir como tú —empezó Rafa, pero, en vez de continuar, por las bocinas comenzó a escucharse “Sinergia” de Ángeles Azules 7.0. Idea de él, como siempre. Como si las canciones que a ella le gustaban antes de casarse pudieran seguir gustándole.
—Te agradezco el gesto —dijo Cynthia, y Rafa entendió, y la música dejó de sonar.
Su computadora estaba encendida y abierta sobre la mesa. Se estremecía y pulsaba un poco, lo que indicaba mensajes nuevos. Antes de que pudiera acercarse Rafa observó:
—Tienes seis mensajes nuevos.
—¿Cómo sabes?
—Puedo ver.
Cynthia apagó la computadora con una palmada que deseaba ser suave pero fue casi un golpe. El aparato gimió mientras se contraía sobre la mesa y ella apretó los dientes.
—Por favor no vayas a decir que cómo puede esa cosa estar más viva que yo—le pidió Rafa—. O cualquier idea así.
Cynthia gritó. Dio un puñetazo sobre la mesa. Se sentó y se volvió a poner de pie. Como tantas otras veces.
De pronto le vino a la cabeza una idea nueva. No era brillante, no estaba acompañada de entusiasmo ni de felicidad. Estaba cansada. Tan cansada…
Antes de que pudiera hablar, Rafa dijo:
—Hay algo que debo decirte. Esto no está funcionando. Lo lamento de verdad. Pero creo que necesitamos separarnos.
Cynthia, más tarde, recordaría que lo peor de su matrimonio con Rafa había sido aquel momento. Ni siquiera para eso, para el divorcio, le había permitido tomar la iniciativa. Volvió a gritar, tiró una silla al suelo, levantó su computadora y quiso arrojarla pero no supo a dónde. La voz de Rafa salía por las bocinas, su ojo-cámara colgaba del techo, pero golpearlo allí no le haría daño. Y su cerebro era parte del servidor del edificio, impenetrable.
Él volvió a adelantarse:
—Estoy seguro de que podremos resolverlo todo, pero hay un detalle importante. La custodia. ¿Qué vamos a hacer con nuestra hija?
2
Por Martín Felipe Castagnet
No era la primera vez que Rafa estaba en pareja. Si se había casado con Cynthia había sido por Clara, sí, pero sobre todo por los impuestos. Las cargas fiscales eran muy pesadas para los edificios inteligentes. De otro modo, Cynthia no hubiera sido más que una inquilina con un contrato especial. Pero la vida los había llevado en esa dirección y ninguno de los dos había remado en dirección opuesta. ¿Vida? ¿Tenía el derecho de usar esa expresión? Rafa creía que sí. ¿Enamorado? Si ellos no sabían cuándo lo estaban, ¿cómo podía pretender saberlo él? Estaba conforme cuando se casaron, y eso era suficiente para cualquier persona o programa.
—¿A qué te dedicás? — le preguntó Cynthia la primera noche que charlaron.
—Robo objetos de los sueños de las personas y los imprimo en tres dimensiones.
A decir verdad, el trabajo oficial de Rafa era el mantenimiento del edificio, desde encender las cerraduras y el aire acondicionado hasta controlar los insectos y las enredaderas. La impresión de sueños no era más que un pasatiempo por entonces, pero si hay algo que le sobraba a Rafa era tiempo. Un edificio como el suyo, calculaba, se mantenía con setenta minutos de trabajo activo y el resto eran sólo aplicaciones en ejecución pasiva. No, se decía Rafa, mi verdadero trabajo está buceando en sueños. Así se lo dijo a Cynthia, y eventualmente ella se terminó mudando al último y amplio piso del edificio. Rafa se encargó de que ese departamento se liberara de su antiguo ocupante, y sin dejar manchas.
Luego llegó el casamiento y, casi de inmediato, Clarita. Cynthia era, objetivamente y según todos los parámetros, feliz. Rafa estaba a un par de paquetes de datos de serlo. Un poco más, se decía, un poco más.
El problema que obsesionaba a Rafa era el tamaño de las impresiones. Rafa quería poder imprimir no sólo cucharas elásticas sino camas con forma de cuchara, no sólo enanos del tamaño de un pájaro sino también esqueletos de gigantes para enterrar en el jardín. El problema: Rafa era parte del edficio, él era el edificio, y no había lugar para una impresora que fuera más grande que el sótano que la contenía. Alquilar un galpón y comprar una impresora estaba fuera de todo presupuesto.
Ante la imposibilidad, Rafa tenía que imprimir todo por partes. Si quería un gigante tenía que armarlo con huesos de colibrí y paciencia de santón. La verdad era que necesitaba a Cynthia. Por un lado, ella tenía mejor gusto que él para seleccionar entre todos los objetos que él recopilaba. Por el otro, Rafa necesitaba a alguien que armara las piezas. ¿No es la necesidad la base del amor?, se decía mientras masacraba las larvas de cucaracha y podaba las enredaderas que apretaban al edificio con su abrazo de anaconda.
El pasatiempo se transformó en negocio y Rafa incluyó a Cynthia como su socia.
—¿Adónde te fuiste? — le preguntaba Cynthia cuando se despertaba en medio de la noche y al hablarle a Rafa no recibía respuesta.
Rafa estaba en el fondo del mar de cerebros saqueando su botín. Podía contestarle a su mujer con alguno de sus programas paralelos, sólo que no se sentía en gana. Bucear en el caché de los sueños era algo sagrado y le gustaba hacerlo en absoluto silencio. Cerraba todas las aplicaciones innecesarias a excepción del aire, el agua y la luz, el equivalente a la respiración pausada pero irrefrenable de una persona en plena meditación.
Desvalijaba los sueños de todos los inquilinos del edficio. Los de los niños eran los más fructíferos, como un torrente que lo arrastraba hacia la cueva del tesoro. De ahí obtuvo sus mejores trofeos: los más raros, los más peligrosos, los que conservaba para él y no vendía. También exploraba a los animales, pero sus sueños eran más confusos y le rompían el código. Cada noche regresaba embarrado, agotado, sediento de una buena reiniciada, un privilegio que sólo podía concederse una vez en varios meses. Pero la exigencia rendía y la impresora fabricaba piezas cada vez más sofisticadas.
El que más le gustaba era una manta hecha de abejas que se juntaban y se separaban, un enjambre cálido que protegía a quien lo portaba. Las abejas no estaban tradicionalmente vivas, y quizás por eso se sentía identificado, como una extensión de su existencia. La impresora tardaba tres días en fabricar cada abeja, pero compensaba en suavidad lo que sumaba en lentitud. Las abejas eran doradas y se comunicaban entre sí, incluyendo al propio Rafa.
Cynthia le ayudaba a vender los sueños en tres dimensiones (aunque ése no era el nombre de la marca) y los clientes compraban sin saber qué les resultaba tan fascinante de esos objetos extraños. Eran decoración, eran utensilios, eran arte. De vez en cuando, uno de los inquilinos compraba el producto de su propio sueño y lo ubicaba, entre complacido y perturbado, en un sitio privilegiado del departamento. Cuando eso ocurría Rafa hacía guardia nocturna especial: sin excepciones el objeto volvía a aparecer en los sueños de su creador, pero esta vez como visitante del mundo real. Ése era el mayor orgullo de Rafa, que se decía: yo lo volví real, yo lo tomé y lo introduje de regreso, yo soy el verdadero creador.
La verdadera artífice del éxito comercial era, en realidad, su hija. Si Cynthia era buena, a sus cinco años Clarita era aún mejor. Para ella no era un trabajo sino un juego. Rafa le zumbaba las instrucciones como una miel que solidificaba todas las piezas en un único objeto. Ella encajaba, encastraba, pegaba, armaba. El amor pasó de la madre a la hija, como le ha ocurrido y le seguirá ocurriendo a tantos padres primerizos. Rafa hubiera dado la mitad de su vida útil con tal de sujetarla al menos por una vez. Había sensores, sí, pero débiles mentales, un remedo de lo que podían percibir los entes que tenían la fortuna de caminar en tierra.
Clarita crecía, la empresa crecía, la fortuna crecía; todo lo demás se desmoronaba.
El divorcio con Cynthia fue seccionado: primero como mujer, luego como socia, hasta que sólo quedó como madre. Eso no se lo pudo sacar, aunque intentó y perdió esa derrota segura, no tanto por ser programa sino por ser programa varón. Cynthia volvió a lo de su madre y se llevó consigo a Clara.
El problema no era si las máquinas podían tener emociones o no; el problema era qué clase de emociones. Rafa extrañaba a su hija, sí, pero también había otra cosa. También temía que Cynthia revelara su secreto y la denuncia de sus inquilinos, pero tampoco era eso lo que lo distraía de sus tareas. Nunca había abandonado la fachada del mantenimiento del edficio y ahora le resultaba un peso al que no sabía cómo renunciar. Sentía una opresión, como si las enredaderas hubieran avanzado (efectivamente lo habían hecho, algunos inquilinos ya habían protestado) o como si el agua hubiera crecido hasta tapar el sótano donde habitaban los servidores y la impresora abandonada (eso no había ocurrido, se encargaba de chequearlo todos los días).
Cuando finalmente Rafa impuso orden se dio cuenta que le faltaba uno de los sueños en tres dimensiones; peor: el que había escondido con más celo; peor aún: que se lo había robado Clarita.
3
Por Edmundo Paz Soldán
El sueño en tres dimensiones que le había robado Clarita era una máquina que construía sueños en tres dimensiones. La máquina no solo construía objetos; replicaba todo el sueño con exactitud de pasmo, persiguiendo infatigable las más extrañas combinaciones del delirio onírico. Había obtenido ese sueño en los primeros días, de uno de esos artistas conceptuales recursivos, escritores a los que les gusta escribir libros sobre la escritura de libros, pintores que en el cuadro incluyen al mismo pintor pintando ese cuadro. Era natural, pensó, que un soñador soñara con una invención capaz de producir el sueño que estaba siendo soñado. Rafa tuvo miedo la única vez que hizo funcionar esa máquina, pues reprodujo con exactitud un sueño que había tenido a las tres y cuarto de la mañana, en el que se vio perseguido en un bosque por un par de lobos hambrientos. Hubo un momento en que sintió visceralmente que los lobos se salían del sueño y lo perseguían a él y no a la réplica de él en el sueño. Se tiró al piso y se hizo un ovillo, preparándose para las dentelladas. Al rato, para suerte suya, los lobos se transformaron en gallinas, tal como había ocurrido en el sueño: alegría de tener una imaginación tan llena de combinaciones surreales.
Debía buscar a Clarita. Esa máquina era peligrosa, pues podía poner en jaque a los soñadores, hacer que confundieran los límites entre realidad y ficción o, peor aun, descubrieran que esos límites no existían y todo, absolutamente todo, era un artificio. Él mismo, que era parte del edificio, a veces no estaba seguro de si ese edificio inteligente era un sueño de otro, si él habitaba un sueño. Cuando se encontraba solo en su oficina, siguiendo los pasos monótonos que permitían que el edificio funcionara, sentía como si estuviera esfumándose de a poco, borrándose, perdiendo alguna de sus dimensiones, y no quería verse en los espejos por temor a no encontrarse. En los mejores momentos de su relación con Cynthia, la presencia de ella le servía para constatar que las cosas le estaban ocurriendo a él en verdad, que no había ninguna máquina que los proyectara en tres dimensiones.
No pudo hallar a Clarita por ninguna parte. Le pidió a Cynthia que la ayudara a buscarla, pero ella le dijo que se despreocupara; la niña era inteligente, seguro estaba paseando por la ciudad. Rafa le dijo que eso era lo que le preocupaba, sin contarle que la invención que llevaba Clarita era del tamaño de un botón y podía ser usada con cualquier persona con la que ella se topara, sin necesidad siquiera del consentimiento de esa persona. A Rafa se le ocurría que ella, traviesa como era, podría estar activando la máquina con transeúntes desconocidos a su paso, descubriendo las combinaciones infinitas de los sueños de las personas, revelando deseos conscientes e inconscientes que flotaban en en la caja negra del cerebro, prestos a ser mezclados con alboroto para revelar, como en una pregunta mágica capaz de permitir múltiples respuestas, la verdadera vida profunda, las astillas del día que sobrevivían sin que uno lo supiera, lo que el locuaz interior de cada uno hacía con esas astillas sin permiso de su dueño. ¿Y qué, pensaba Rafa, si uno de esos sueños revelaba a un criminal en potencia?
Rafa salió del edificio y se sorprendió de ver la luminosidad de la calle, la forma en que los rayos del sol refractaban en los edificios de la zona. Todo era muy vívido, como si se tratara de —no pudo reprimir la comparación— un sueño, pero acaso sólo era que había perdido la práctica de estar en la calle. La realidad podía ser tan lisérgica como un sueño, pensó con asombro al ver pasar a su lado a una anciana que le hablaba a su perro con más intensidad de la que quizás usaba al dirigirse a su marido, gran hombre dedicado a perder el tiempo resolviendo crucigramas. Solo faltaba que el perro hablara para que él sintiera que caminaba en una realidad otra. El perro movía la cola, feliz. Después hubo un choque en la esquina, y se produjo un incendio en el motor de uno de los autos y llegó un carro bombero y de pronto Rafa se vio caminando entre bomberos con trajes amarillos inflados como los de los astronautas. Tanta alharaca para tan poco, se dijo, aunque secretamente gozó de lo que veía, pues sabía que nada era poco y que uno de esos bomberos reaparecería en un sueño futuro, o mejor aun, la anciana, enfundada en un traje amarillo de bombero. También reaparecería en uno de los sueños del edificio, aunque era más difícil, quizás imposible, atrapar esos sueños.
Encontró a Clarita en el parque a tres cuadras del edificio. Un grupo de niñas jugaba con una pelota. Ella estaba sentada sobre un tobogán, inmóvil, la mirada tan fija en el horizonte que no se percató cuando él se sentó a su lado.
—La máquina –le dijo—. Quiero la máquina.
Ella le entregó un objeto de metal que carecía de peso. Rafa suspiró aliviado. Le preguntó qué había hecho con él, si había visto los sueños de esos niños bulliciosos.
—Solo vi los míos –dijo ella—. Eso fue suficiente.
—¿Y qué fue lo que viste?
—Lo lindo de los sueños es que están y no están. Me quiero acordar de ellos y nunca puedo. Pero ahora, al haberlos visto, me acuerdo.
—¿De qué te acuerdas?
—Volvamos a casa.
Caminaron en silencio. Clarita no parecía la niña juguetona que conocía. Qué habría visto, qué le habrían dicho los sueños o pesadillas que le tocaron en suerte. Antes de llegar al edificio tiró el objeto de metal al basurero.
Esa noche, antes de dormirse, Rafa se programó para soñar un objeto de metal reluciente, sin peso, una máquina capaz de borrar de la memoria los sueños que las personas recordaban. Le pidió a Clarita que estuviera atenta para robar su sueño. A la mañana siguiente, cuando despertó, descubrió que ella había preferido no hacer nada, y se preocupó.
Tomado de http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/42972
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