Paloma aterriza en el techo de la chata. Le pega el sol en un ojo. Me mira mansa. Al carretear dejó unas rayas marcadas en la pintura. Es un milagro que se vean en medio de las grietas. Pide disculpas. No pasa nada, le digo. Toma un poco de agua acumulada en la canaleta. Si escarba un poco más quizá encuentre algún bicho o incluso alguna lombriz. Un tacho en el techo de tu chata es que la tenés en venta. Una paloma, ¿qué es? Le pregunto. No tendrías que vender esta máquina, dice; a la mañana hay que arrastrarla, pero después te lleva y te trae todo el día. Sabe mucho de mí, por lo que veo. Quizá me ame. El invierno va a ser duro, digo. Decímelo a mí. Nos miramos a los ojos. Ella primero me muestra uno, después el otro. Hay amor, pero no lo confesamos porque le tenemos miedo al invierno y porque ser románticos no sirve para nada o porque nos convencemos de alguna de las dos cosas, o de ambas. Si tenés mas sed esperá a que nos abran la puerta y tomás agua de la pileta, al perro yo te lo espanto. Gracias, dice. Cuando veo que nadie va a abrirnos le ofrezco que me acompañe. Hay otras piletas a las que te puedo llevar. Levanta los hombros y parece que va a escapar. ¿Te quedás en el techo o entrás? Se queda. Arranco. Llego a la otra pileta y ella sigue ahí. Espero que esta vez nos abran.
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