Muchas veces agradezco que Gus no sepa el poder que tiene sobre mí, digo qué bueno que es un pelotudo y se va y no usa mis debilidades para cagarme la vida. Qué bueno que él no sepa todo lo que lo quiero, qué bueno que no se la crea, qué bueno que sea un boludo y no un hdp.
De repente, en esos epifánicos golpes de lucidez que suelo tener los mediodías de domingo como hoy, me doy cuenta de que yo tampoco sé: no sé todo el poder que tengo sobre él, no me hago cargo de cómo recuerda cada una de mis palabras, de cómo me meto en sus sueños, de que he decidido yo toda la forma de su vida, que me mira como a una diosa bajada del Olimpo y, claro, se piensa a así mismo como pastorcito mortal.
Quizás esta sea la respuesta a la pregunta que me carcome el cerebro hace tanto: ¿por qué sigo queriéndolo? A lo mejor es para aprender que tengo todo este poder.
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