Hidrarquías. Sobre "El botón de nácar", de Patricio Guzmán
20 / 04 / 2015 - Por Irene Depetris Chauvin
Toda la obra del
chileno Patricio Guzmán es un constante volver al pasado y, en
particular, a algunos acontecimientos de la Historia de su país: el
golpe de Estado de 1973, que puso fin al experimento socialista de
Salvador Allende, y la sistemática violación de los derechos humanos
perpetrada por la dictadura de Augusto Pinochet. Mientras su monumental La batalla de Chile
(1972-1979) narraba la ascensión, el auge y la caída del gobierno de
Allende apelando a un registro expositivo que lograba trasmitir
magistralmente la épica de una proceso histórico en su desenvolvimiento,
Chile, la memoria obstinada (1997), El caso Pinochet (2001) y Salvador Allende
(2004) conforman una especie de trilogía que explora el legado de la
dictadura –y la dolorosa impunidad de sus crímenes una vez restablecida
la democracia—, operando un “giro subjetivo” en la práctica documental,
ensayando un discurso de memoria que se cruza y se valida con la
experiencia personal del propio director.
La magnífica Nostalgia de la luz
(2010) continúa desenterrando las atrocidades de la dictadura, y
enfrentando a los chilenos con su propia Historia, pero de un modo
indirecto. Como en otras expresiones artísticas de los últimos años, el
documental de Guzmán propone una “espacialización de la memoria”, una
relocalización de su campo de acción, y un rodeo metafórico que potencia
el alcance de ese discurso de memoria al hacer posible una ampliación
de la comunidad afectada por la pérdida. La película relaciona tres
formas de búsqueda de conocimiento: la de los astrónomos que quieren
atrapar las estrellas distantes, la de los arqueólogos que estudian
civilizaciones pretéritas, la de las mujeres que intentan rescatar los
restos de sus familiares, secuestrados y desaparecidos por la dictadura
de Pinochet. Estas tres historias coinciden en el desierto de Atacama,
que por sus condiciones físicas conserva las huellas del pasado –restos
de civilizaciones nativas y huesos de desaparecidos—, al tiempo que la
claridad de su cielo atrae la instalación de observatorios concentrados
en develar el pasado de la galaxia que llega, junto con la luz, con
retraso pero nitidez al planeta tierra. En la película de Guzmán, la
fugacidad de un presente que siempre es pasado, el paisaje del desierto y
el calcio como elemento común a los huesos y a las estrellas hablan de
una memoria como obstinado resto material, pero también como resultado
de una lectura que busca liberar al espacio de su silenciosa
superficialidad y convertirlo en un núcleo atravesado por las más
diversas tramas temporales: la política de volver a inscribir historias y
la Historia en la textura espectral del desierto y de redimensionar los
crímenes de la dictadura reinscribiéndolos en un relato de escala
cósmica.
En este sentido, Nostalgia de la luz
es también un ejercicio de trabajosa reconstrucción: la comunidad en la
materia se vuelve comunidad en el afecto porque el guión logra anudar
paisaje e historias de vida, cielo y tierra, memoria, Historia y cosmos.
Es también el inicio de una trilogía de grandes metáforas sobre Chile
ancladas en su geografía, serie que se continúa en la recién estrenada El botón de nácar
(2015) y que se completaría con una película sobre los Andes. El último
documental de Guzmán comienza en Atacama. Un plano detalle de un trozo
de cuarzo encontrado en ese desierto encierra en su interior una gota de
agua. Al igual que los planos de luces y sombras sobre la superficie
lunar y terrestre de Nostalgia, la demorada atención en esa gota de agua que habla, ruge, desde su cárcel evidencian que también El botón de nácar
atenderá al tiempo y a sus inscripciones, sus huellas, en las
superficies, en la materia. Del trozo de cuarzo pasamos a unos
telescopios rastrillando los cielos, imágenes que parecen extraídas de Nostalgia, pero la voz en off
nos aclara que ahora los astrónomos buscan agua. Nuevamente, la voz del
cineasta es el hilo conductor de un relato que se piensa en términos de
totalidades –el cosmos como un sistema de energías invisibles
interconectadas— y esa voz acudirá a lo que la ciencia, la poesía o el
discurso histórico tengan para decir sobre el agua para llegar a
establecer, en el núcleo del film, una poderosa –pero por momentos
forzada— conexión entre el exterminio de la población autóctona y los
desaparecidos de la dictadura de Pinochet.
Chile, territorio acuático
El sonido de un río, la memoria infantil
de la lluvia golpeando un techo de zinc, la extraordinaria belleza de
los glaciares de la Patagonia Occidental. Las primeras escenas de El botón de nácar
adelantan que ahora la materia no será el calcio, sino el agua en todas
sus formas, extensiones, volúmenes y grados de densidad. El agua es
materia también porque Guzmán buscará capitalizar su cualidad de
energía: se condensa, se dispersa, se transforma, une y separa. Como
prefigura el epígrafe del documental, extraído de un texto del chileno
Raúl Zurita, “todos somos arroyos de una sola agua”. Pero esa
unicidad de la materia no es tan sólo juego poético o física elemental:
más que dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, o las tres cuartas
partes que componen un cuerpo humano, el agua es territorio histórico,
recurso y significante en disputa.
Primeramente, El botón de nácar
hace del agua el elemento central de una operación cartográfica. Un
paneo satelital, cuidadosamente reconstruido en computadora, nos invita a
recorrer vicariamente un territorio. El movimiento del plano nos lleva
de norte a sur, atraviesa la Patagonia y se hunde en un archipiélago
infinito de hielo, lluvia y vapor, una reconstrucción “desde arriba” que
hace evidente que Chile es, en cierta medida, un territorio acuático.
Guzmán nos hablará de un país que, pese a tener la costa más larga del
Pacífico, mantiene un enigmático divorcio con el mar. Es verdad que,
durante mucho tiempo en la cultura occidental el mar señalaba el límite
de lo que era conocido, lo que podía ser cartografiado y por ende
controlado –los océanos eran las terrae incognita a hic sunt dracones—
pero, en realidad, no se trata tanto de que los chilenos no hayan
capitalizado sus posibilidades marítimas. Los naufragios, barcos, ríos o
islas de memorias que pueblan la obra de los también exiliados chilenos
Raúl Ruiz y Juan Downey hablan de cierta fascinación con el imaginario
acuático. Una fascinación que también comparte el documentalista Ignacio
Agüero cuando, en Sueños de hielo (1992), acompaña la travesía
de un témpano, que había sido capturado en la Antártida para ser
llevado al pabellón chileno de la Exposición Universal de Sevilla, pero
acaba deconstruyendo, lúdica y poéticamente, el discurso nacional épico
de Chile como país frio.
Como en otras de sus películas, Guzmán
apela a su propio imaginario infantil del mar y lo extrapola a la
totalidad de los chilenos que, al mismo tiempo que admiran, temen al
océano. Esta generalización es parte de otra operación, una “cartografía
afectiva”, que sale a la búsqueda de otra “hidrarquía”: un modo
distinto de comprender y habitar el mar. Antes de la conquista, el
remoto sur de Chile estaba poblado por cinco grupos étnicos (los
kawashkar, los selk'nam, los aonikenk, los chonos y los yámanas) cuyos
modos de vida estaban íntimamente vinculados al mar. El botón de nácar
utiliza un impresionante archivo etnográfico de esas antiguas
“civilizaciones del agua” que vivían en armonía con la naturaleza y el
cosmos. Las fotografías de esos nómades marítimos, clanes organizados en
torno a canoas y fogatas, son de una belleza casi sobrenatural y el
relato en off confirma lo que ya imaginábamos: hacia fines del
siglo XIX los misioneros y los colonos llegaron para eclipsar ese mundo.
Replegados a la remota isla Dawson, los pueblos nativos fueron
diezmados por enfermedades o exterminados por los “cazadores de indios”.
Entre las imágenes del archivo, Guzmán encuentra a algunos de los
veinte sobrevivientes de esos pueblos y los hace aparecer ante las
cámaras, ya ancianos, como testimonio todavía vivo del exterminio de una
cultura marítima que sabe fabricar canoas que las autoridades navales
chilenas ya no les permite usar.
La cámara de Guzmán se detiene en esos
sobrevivientes, volviendo a capturar su imagen, esta vez no como
pinturas o fotografías, sino como “retratos vivos”. En algunos momentos
de las entrevistas, por el modo en que se les hace repetir en lengua
nativa lo que el director quiere que digan, se evidencia cierta actitud
casi paternalista pero, en ocasiones, El botón de nácar
establece un modo de vínculo afectivo con esa cultura que logra “tocar”
al espectador de un modo iluminador. En una secuencia, Guzmán vuelve a
acudir a la operación cartográfica cuando le pide a la artista visual
Emma Malig que construya algo que él nunca había conseguido ver: la
imagen entera de un país que, por su forma alargada, los mapas escolares
solo pueden representar dividido en tres partes. Malig cubre casi toda
la superficie de su estudio de un papel blanco y extrae de una caja,
señalizada con la etiqueta de “frágil”, un rollo de cartón que despliega
cuidadosamente sobre el suelo y que comienza a trabajar, resaltando
relieves, con delicados trazos de pincel. Pero no se trata de acariciar
un cuerpo sino de un mapa. Un Chile de cartón marrón que ahora, separado
de la Argentina y relocalizado sobre un fondo blanco, se convierte en
un archipiélago rodeado de un inmenso mar al que continuamente sus
habitantes, Guzmán nos vuelve a recordar, le “dan la espalda”. La cámara
comienza a recorrer lentamente los 4200 km de la costa hasta que en un
punto, al paneo del mapa de cartón, se suma la narración en off
de Gabriela, una sobreviviente que dice no sentirse chilena sino
Kawesqar, y que relata en su lengua nativa la memoria de un viaje que
había realizado de niña con su familia, en canoa, a lo largo de 600
millas entre las islas del sur de Chile. Un verdadero mapeo afectivo que
exorciza la supuesta desconfianza del chileno actual respecto de la
inmensidad del océano haciéndolo participe de un itinerario casi íntimo
por su geografía.
La historia de dos botones
El nácar es una
sustancia orgánica-inorgánica, elemento bio-mineral que también proviene
del mar, pero el botón al que hace referencia el título del documental
nos direcciona nuevamente a la cultura, a la historia marina colonial.
Un botón de nácar fue la moneda con la cual el marino inglés Fitz Roy,
capitán del Beagle –barco en el que viajó Darwin—, pagó por un
adolescente yámana para llevárselo a Gran Bretaña, en 1830. Conocido
como orundellico hasta su captura, el joven fue rebautizado Jemmy Button
y luego de algunos años en Europa, en donde fue sometido a un “proceso
de occidentalización”, fue devuelto a su tierra de origen hablando dos
lenguas pero también ninguna.
La travesía de este joven es una primera
narrativa de desaparición de una cultura representada en el
significante botón como signo del intercambio, del robo del nombre y de
la pérdida de la identidad. Su misma historia, popularizada en la novela
Jemmy Button (1950) de Benjamin Subercaseaux, se volverá en el
campo artístico chileno, un significante del exilio. A principios de la
década del ochenta, el artista conceptual Eugenio Dittborn empleó en
alguna de sus famosas Pinturas Aeropostales (una serie de
obras, entre pinturas y fotografías sobre papel, que eran plegadas,
guardadas en sobres y enviadas por correos a diferentes países), la
imagen impresa de Jemmy que provenía de un dibujo realizado por el mismo
capitán Fitz-Roy y al que Dittborn agregó la leyenda “Exiliado fueguino Jemmy Button”.
En plena dictadura, Dittborn inventa un nuevo Jemmy al rodear el
retrato del fueguino de otros rostros de desconocidos, apropiándose de
lo que era un fragmento anecdótico del diario de Darwin y
relocalizándolo en el centro de una nueva narrativa fragmentaria de
supresión y resistencia, parte de una obra postal que viajaba en el
espacio pero también en el tiempo, produciendo un movimiento de
extrañamiento que construye comunidades con el pasado al recuperar y
reinventar rostros, casi fantasmas que prefiguran y dominan el presente.
El botón de nácar vuelve
también a la figura de Jemmy Button y la somete a una operación de
hibridación temporal. La reproducción de la figura del indígena
vistiendo una levita inglesa es un primer índice del enterramiento de su
identidad y de la destrucción de la diferencia que la película
vinculará a acontecimientos históricos posteriores. La misma pluma que
retrataba a esos indígenas, dice la voz en off de Guzmán,
dibujó también mapas que abrieron el camino a los colonos. El gesto de
despojo del idioma, las costumbres y el nombre se concatena a abusos y
violencias posteriores, que provocaron el genocidio silencioso de los
pueblos originarios del extremo sur chileno. Pero el hilo del relato
establece otro salto en el tiempo cuando la investigación antropológica
se funde en la historia reciente y el narrador nos dice que la isla
Dawson, donde habían sido recluidos los aborígenes, fue también un campo
de concentración para los ministros de Allende y otros chilenos de
Punta Arenas que, luego del golpe fueron víctimas de la tortura, la
muerte, la desaparición o el exilio.
Un punto de inflexión en El botón de nácar
sucede cuando Guzmán afirma que durante la dictadura de Pinochet entre
1.200 y 1.400 personas fueron lanzadas al océano desde helicópteros,
entre ellas Marta Ugarte, cuyo cuerpo la corriente de Humboldt devolvió a
la costa. “Fue cuando los chilenos comenzaron a sospechar que el mar era un cementerio”,
cuenta Guzmán. En su reconstrucción gráfica del modo en se lanzaban a
los disidentes al mar, el cineasta muestra cómo ataban los cadáveres a
un riel de hierro para hundir los cuerpos de los detenidos desaparecidos
en las profundidades del mar. Cuatro décadas más tarde, un buzo chileno
buscó a esas víctimas y encontró rieles y, adosado a uno de ellos, un
botón, muda y conmovedora prueba del delito y único resto de una víctima
anónima.
Apelando a un discurso que tiene más de
poético que de científico, Guzmán sostiene que “el agua tiene memoria” y
que ésta contiene ausencias y presencias, flotantes o dormidas en las
profundidades, esperando ser descubiertas o que afloran y brindan
testimonio de lo que se pretendió ocultar. El agua, y las criaturas que
viven allí, “grabaron sus mensajes”: las oxidadas estructuras
ferroviarias, incrustadas en el fondo del océano, estaban destinadas a
ser anclas para ahogar una verdad que salió a flote en un fragmento de
nácar. En El botón de nácar, ese botón exhibido ahora en el
museo de Villa Grimaldi cuenta, junto al botón que había utilizado
Fitz-Roy para comprar y exiliar al indígena de su propia tierra, “una
misma historia de exterminio”.
Cartografías afectivas
El agua como elemento universal de la
vida, fluyendo en la Patagonia como núcleo de la cultura de las tribus
indígenas locales, sedimentando una costa a la que la geografía y la
historia chilena parecen dar la espalda, el mar como cementerio de
desaparecidos. En el film de Guzmán, el agua cubre un arco histórico y
espacial enorme por medio de un relato que busca vincular, desde una
matriz afectiva, el exterminio de los pueblos originarios del sur del
país, que vivían en armonía con el océano, con la versión trasandina de
“los vuelos de la muerte”, mostrando los terribles usos del mar que hizo
la dictadura pinochetista. La película entrelaza también varios
imaginarios geográficos, reescribiendo constantemente los mapas
personales de la infancia a partir de aquellos forjados por una
experiencia política posterior, superponiendo cartografías de distintas
culturas en el mapeo fílmico de un ambiente vivido y en el recurso a una
performance cartográfica que sutilmente vincula las
dimensiones afectivas y espaciales recuperando un itinerario íntimo por
la geografía de una zona remota del país.
En un análisis de crítica literaria, el
americano Jonathan Flatley planteaba que diversas obras o prácticas
estéticas pueden pensarse en términos de una “cartografía afectiva” no
solamente porque representan espacios concretos, sino porque
redireccionan el afecto del lector/espectador al mundo histórico y a la
vida afectiva de otros que habitan o habitaron esos mismos paisajes.
Desde una impronta benjaminiana, Flatley propone una lectura histórica
que apuesta a un anacronismo en donde los afectos nunca se experimentan
por primera vez, sino que suponen un archivo de sus objetos previos. Es
la propia obra la que abre un espacio para el encuentro de esos objetos y
afectos y, en este sentido, la lectura histórica afectiva se moviliza
en un recorrido espacial pero también temporal que rechaza la linealidad
del historicismo y propone pensar los modos en que el pasado deja una
impresión en el presente.
El botón de nácar convoca y
moviliza afectos situados dentro de un archivo de objetos previos. La
valencia afectiva del agua y de un botón cambia en el proceso de
rearticulación y recontextualizacion que propone la película de Guzmán.
Sin embargo, la metafórica comparación entre distintos sucesos de la
historia chilena ligadas a la relación del país, y de sus habitantes,
con el mar, no logra aprovechar todo el potencial del anacronismo para
volver a conectarnos afectivamente con el pasado. Si en Nostalgia de la luz,
la sincronía entre historia, geografía y universo físico se reforzaba a
partir de una circulación de afectos que se retroalimentaba en las
historias particulares de cada uno de los entrevistados, en El botón de nácar,
el hilo del relato y sus modulaciones afectivas emanan de un único
centro: la voz pausada y excesivamente didáctica de Guzmán que en
ocasiones apela a “figuras de autoridad”, como el poeta Raúl Zurita y el
historiador social Gabriel Salazar, para reforzar lo ya dicho. El
documental propone una cartografía afectiva, sí, pero se trata de un
mapa afectivo que se cierra, se vuelve fijo y estable.
¿El agua tendrá memoria de los
exterminios? ¿Las almas de los indígenas y de los desaparecidos
encontraran agua y paz en el espacio? Aún en su lirismo forzado, Guzmán
articula una “cartografía afectiva” no tanto porque hace del agua –y de
dos botones de nácar— huellas del pasado, sino porque encuentra en el
imaginario acuático de los indígenas una potencia. Las fotos del archivo
de principios del siglo muestran los cuerpos de los selk'nam pintados
con símbolos enigmáticos, quizás gotas de agua o constelaciones.
Intuimos que el agua, por sus movimientos, recibe un impulso del espacio
que se transmite a las criaturas vivientes. Al igual que los
astrónomos, las tribus patagónicas hacían de la relación entre el cosmos
y el agua una instancia inseparable de la vida pero su mitología decía
también que sus antepasados muertos se habían convertido en estrellas.
Al imaginar “pueblos de agua” en el cosmos, El botón de nácar recupera, o inventa, un deseo quizás pretérito: la utopía de una hidrarquía cósmica.
El botón de nácar de Patricio Guzmán
Jueves 16 - 19:50 h. Village Recoleta
Viernes 17 - 14:20 h. Village Recoleta
Lunes 20 - 16:30 h. ArteMultiplex Belgrano
*Irene Depetris Chauvin, investigadora
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