POR IGNACIO MOLINA
31 de octubre de 2014
Ahora todo es muy fácil. Los jovencitos que no vivieron ni un año de su adolescencia en la era analógica (pre e-mail, celulares y redes sociales) no saben lo que era animarse a acercarse a esa chica, pedirle el teléfono de su casa, anotarlo en un billete de dos pesos, esperar dos días, calcular la hora en que volvería del colegio o la facultad, llamar y cortar al oír la voz del hermano, rogar que no tuviera identificador de llamadas, esperar dos horas, volver a intentar, escuchar la voz metalizada de la mamá en el contestador, esperar hasta el otro día, hablar con voz temblorosa con el padre, pedirle por ella, escucharlo gritar “un flaco para vos, apurate, hablá rápido que necesito el teléfono”, saludarla, preguntarle si se acuerda de vos, decirle que estuvo divertida la otra noche, preguntarle cómo está y qué andaba haciendo, tragar saliva durante los silencios incómodos, inventar algo gracioso para decirle, escuchar que ahora está ocupada pero que hablen en otro momento, esperar dos días más para volver a llamarla…
Además, durante el filtro familiar, uno podía enterarse de diversas internas, costumbres e intimidades. Una tarde, por ejemplo, llamé a la chica de turno y escuché que el padre, después de atenderme medio mala onda, alejándose del tubo le gritaba a su hija: “TELÉFONO PARA VOS, NENA… SÍ, OTRA VEZ… UN TAL NACHO AHORA… NO ESTÁS DEJANDO TÍTERE CON CABEZA EH…”
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