Desde que era chiqui chiqui me han deslumbrado las colecciones, las enumeraciones, los conjuntos dispares y con capacidad de crecer, los diccionarios, los órdenes alfabéticos pero aleatorios (¿qué motivo hay para que a la A le siga la B y todo lo demás?).
He leído diccionarios, enciclopedias, tesoros de la juventud, no con afán de conocimiento total sino por la magia de saber que siempre hay más, siempre se puede agregar o desviar el conjunto.
He coleccionado estampillas como toda niña friki de mi generación que se precie.
He amado los poemarios y las antologías de cuentos, las ediciones de tomos y tapas reconocibles, apilables, combinables.
He guardado cositos, poronguitos, dibujitos, piguitos, basuritas, piedritas, maderitas porque la belleza es una emoción tierna y dolorosa. Ahora tengo la manía de juntar leña porque desde el invierno pasado tengo salamandra y el poder de la transformación por el fuego.
Hace un tiempito que vengo pensando en los herbolarios y los bestiarios. Tengo algunos históricos. Alguna vez, tipo a los 10 u 11 años, pegué hojas de árboles en carpetas y estudié su clasificación botánica. Quiero más. Las palabras dicotiledóneas y monocotiledóneas reclaman algo en el fondo de mi cerebro. Cierro los ojos y veo árboles genealógicos prehistóricos con las ramas de especies animales existentes y extinguidas.
¿Coleccionarlos o construirlos? Mi ecosistema doméstico es la antesala de un universo propio construido por selección e hibridación.
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