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“Soy una herida abierta”: La sangre de la aurora, de Claudia Salazar
Claudia Salazar Jiménez, La sangre de la aurora. Lima: Animal de invierno, 2013.
El conflicto interno armado que estremeció al Perú entre 1980 y 2000 es, indudablemente, uno de los temas recurrentes de la ficción escrita en el país andino a lo largo de las últimas décadas. Desde mediados de los ochenta es dable hallar algunos cuentos (a los que bien podría denominarse pioneros) sobre la violencia política: “Escarmiento” de Dante Castro, “Al filo del rayo” de Enrique Rosas, “Castrando al buey” de Zein Zorrilla, “Al final de la consigna” de Jorge Valenzuela, “Vísperas” de Luis Nieto Degregori, “Hacia el Janaq Pacha” de Óscar Colchado, “Tikanka” de Julián Pérez y el memorable “Los días y las horas” de Pilar Dughi, entre otros.
En los años noventa —marcados tanto por la corrupción y el autoritarismo del gobierno de Alberto Fujimori como por la captura de Abimael Guzmán, el líder e ideólogo de Sendero Luminoso— la narrativa abrevó, con brío renovado, de los hechos que cobraron la vida de casi setenta mil personas. Algunas de esas obras obtuvieron, incluso, premios en certámenes literarios de distinta magnitud. Con “Mateo Yucra” Juan Pablo Heredia ganó, en 1992, el Segundo Concurso Nacional de Cuento, organizado por la municipalidad de Paucarpata, Arequipa; Lituma en los andes de Mario Vargas Llosa fue galardonada, en España, con el Premio Planeta de Novela en 1993; la espléndida Rosa Cuchillo de Colchado se llevó el Premio Nacional de Novela Federico Villarreal en 1996.1
En adelante, la producción literaria sobre la época del terrorismo se incrementó considerablemente: en 2008 el crítico Mark Cox enlistó más de trescientos cuentos, sesenta novelas y una docena de películas.2 Este corpus narrativo —de volumen y relevancia cada vez mayores— se halla en constante debate crítico, ya sea por la valoración política que hace sobre los implicados (se trate de civiles o integrantes de uno u otro bando: Sendero Luminoso o el Estado), ya por la fidelidad o libertad con que recrea los acontecimientos, ya por los escenarios en los que ambienta la ficción (la serranía o la capital) o por la perspectiva sociocultural (ligada a la cosmovisión andina o a la occidental) desde la cual construye sentido. La circulación internacional de La hora azul de Alonso Cueto (Premio Herralde de Novela en 2005) y Abril rojo de Santiago Roncagliolo (Premio Alfaguara de Novela en 2006) recrudeció las discusiones en torno a este tópico al mismo tiempo que despertó, allende las fronteras, el interés por la historia peruana reciente.3
Antes que hacer aquí un balance sobre este caudal narrativo, considero oportuno referirme a La sangre de la aurora, la novela de Claudia Salazar Jiménez que fue elegida entre otras tantas —Nombres y animales de Rita Indiana, Los estratos de Juan Cárdenas y La transmigración de los cuerpos de Yuri Herrera— como vencedora en el IV Premio «Las Américas». ¿Cómo es que esta obra re/presenta (es decir, imagina y trae al presente) los acontecimientos tan violentos y traumáticos de la guerra interna?
Algo se ha partido aquí
La sangre de la aurora entrevera, en menos de cien páginas, las vivencias de Modesta, una comunera ayacuchana; Melanie, una fotógrafa limeña; y Marcela, quien seducida por la esperanza de cambiar el mundo se suma a las filas de Sendero Luminoso. No es sólo el género de las protagonistas (o el de la propia autora) lo que distingue a esta novela de las que, sobre el mismo tema, la preceden, sino la manera en que el texto imbrica y tensiona las distintas perspectivas —narrativas, pero también sociales, económicas y culturales— que gravitan en torno al horror.
Las aproximaciones críticas a esta novela han ponderado, por un lado, su condición “polifónica”; por otro, su estructura fragmentaria. No obstante, estas denominaciones tienden a ensombrecer lo que de peculiar hay en la resolución artística de La sangre de la aurora. Es evidente que a Modesta, Marcela (también conocida como la camarada Marta) y Melanie las separa una brecha amplia y variada: su extracción social, ideología, costumbres, preferencias y formas de vida son disímiles cuando no diametralmente opuestas, pero ¿cómo es que estas variantes explican la especificidad compositiva del texto?
Conviene puntualizar que la pluralidad de instancias focales no se corresponde totalmente con la identidad de las protagonistas: si bien la guerrillera y la fotoperiodista cuentan sus propias historias, la campesina, en cambio, es narrada por una voz en segunda persona, del mismo modo en que otros pasajes de la novela son relatados por instancias exteriores al mundo referido.4 En suma, la multiplicidad de perspectivas narrativas no conlleva la pluralidad de conciencias individuales, independientes e inconfundibles entre sí (es decir, la polifonía tal como la definió Mijaíl Bajtin). Por lo contrario, la apuesta estética de Claudia Salazar parece orientarse en el sentido inverso: superponer tanto lo que separa a las protagonistas como lo que las vincula.
Otro tanto puede decirse acerca de la fragmentación de la novela: no basta con señalar que la novela está hecha de varios segmentos ni con precisar a quién pertenece cada uno; es necesario escudriñar cómo es que se vinculan entre sí para brindar unidad y coherencia al conjunto. Uno de los principales aciertos de La sangre de la aurora es que no sólo tematiza las consecuencias de la violencia política en tres mujeres; eleva al plano de la forma la extensión de la brutalidad producida por las fuerzas en pugna. Una de esas estrategias —quizá la más evidente— consiste en la repetición de pasajes; es decir, episodios experimentados por las protagonistas que se refieren con las mismas palabras. Así relata una voz ausente de la diégesis la violación que perpetra un grupo de senderistas contra Melanie:
Era un bulto sobre el piso. Importaba poco el nombre que tuviera, lo que interesaba eran los dos huecos que tenía. Puro vacío para ser llenado. Sin preguntas ni necesidad de respuestas. Ya sabían todo de este bulto. En realidad no les importaba. Lo suficiente eran esas cuatro extremidades de las cuales podía ser sujetado, inmovilizado, detenido […] Golpes en el rostro, en el abdomen, las piernas estiradas hasta el infinito […] ¿Cuánto tiempo puede durar esto? Que pare de una vez. Paren, paren, paren […] ¿Cuántos más serán? Duele mucho. Es demasiado. Son demasiados […] Espolones rasgando las frágiles paredes que soportan y siguen soportando ese desfile a pesar de la sangre y el excremento que se abren paso entre las extremidades (71-72, 74, 75-76).
Páginas más adelante, las mismas palabras son empleadas para narrar la manera en que los militares abusan de Marta y, poco después, de Modesta. La iteración exhibe la forma en que la guerra se cierne sobre las mujeres —convirtiendo sus cuerpos tanto en una extensión del campo de batalla como en botín, en premio de conquista— y pretende despojarlas de su condición de sujetos (es decir, las cosifica al tiempo que restringe su capacidad de enunciarse a sí mismas).5 Además, las levísimas variantes entre estos fragmentos forman parte del discurso emitido por los ejecutores del crimen en estilo indirecto libre y marcadas con cursivas: Blanquita vendepatria, periodista anticomunista (72), terruca hija de puta, subversiva de mierda (74), Serrana hija de puta, india piojosa (75). Los insultos permiten conocer, por un lado, la identidad de la víctima; por otro, la “homogeneidad” del ensañamiento, capaz de alcanzar a cualquiera, independientemente de su filiación política o ideológica. La violación “hermana” simbólicamente a sus perpetradores; relaciona o equipara a las víctimas, como revela el siguiente fragmento: “lazos que se estrechan así matriz ensangrentada todos juntos somos uno dentro de ella la que ya no nos mira ni habla pecho de sangre empapados ellas todos la tropa entera en ella en ellas en esas las putas las cholas las terrucas las periodistas” (79).
Otra repetición significativa se refiere en las páginas 62 y 76, cuando la campesina es obligada a cocinar, primero, para los senderistas; después, para los militares. Estos pasajes parangonan la fiereza de uno y otro bando, al punto en que los vuelven indiscernibles, idénticamente cruentos.
No extraña que en una novela sobre la violencia política abunden pasajes en los que la ferocidad es explícita y sobrecogedora; La sangre de la aurora no es la excepción. Sin embargo, llama la atención que en este libro la búsqueda de soluciones narrativas no esté encaminada —como suele ocurrir— a “embellecer” el horror o a volverlo legible (en la medida en que lo simplifica, lo reduce a una sola interpretación). Claudia Salazar pone especial cuidado en los materiales que congrega y en cómo los organiza. Muestra de ello son los episodios en los que —además de repetirse y repartirse a lo largo del texto— la sintaxis se disloca:
cuántos fueron el número poco importa veinte vinieron treinta dicen los que escaparon contar es inútil crac filo del machete un pecho seccionado crac no más leche otro cae machete puñal daga piedra honda crac mi hijo crac mi hermana mi esposa crac mi padre crac carne expuesta el cuello roto machete globo ocular atravesado bala fémur tibia peroné bala sin cara oreja nariz eso les pasa por terrucos crac no somos papacito lindo no somos no escupas no crac en línea cinco ponlos rsopa de sangree bala oariz eso les pasa por terrucos crac no somos papacito lindo no somos no escupas no crac extremidades.áfaga al vientre bala sopa de sangre salpica hace barro sus botas resbalan soldado bala gritos aullido chirrido quemada huesos (40).
El caos de lo acontecido repercute en la gramática (¿o al revés?); se mezclan perspectivas, estilos, registros, acentos (amén de que otros segmentos incorporan canciones, preguntas, diálogos, citas, etcétera). La onomatopeya reemplaza a la acción al tiempo que le devuelve valor a la palabra viva, al sonido (fundamental en el entorno andino, en cuanto que la oralidad priva sobre la escritura). La carencia de signos de puntuación traduce el vértigo de lo enunciado, el quebranto de un orden (en que está implicado, desde luego, el discursivo), la primacía de lo que excede cualquier explicación. Por si fuera poco, estos fragmentos en los que convergen distintas voces —al punto que en ocasiones resulta imposible saber quién enuncia— cuestionan la existencia y la estabilidad de un solo punto de vista; y contrarrestan la autoridad que, en lo referido, practican con desmesura militares y senderistas.
A través de la iteración y la desarticulación de la coherencia textual, La sangre de la aurora ofrece un atisbo atendible y poco usual al “tiempo del miedo” en el Perú. La tecnificación narrativa es equiparable al ejercicio que Melanie pone en práctica cuando intenta fijar con su cámara lo que se vive en los andes: “Otro grupo de fotografías parecían cortadas, como si reclamaran salir del marco […] Son fotos que obligan a mirar fuera del encuadre, a revelar todo eso que no se ha podido capturar. ¿Cuánto queda fuera del marco?” (84).6 Muchos paralelismos pueden hacerse entre los fragmentos del libro y esas imágenes a las que alude la fotoperiodista. No obstante, lo que me interesa destacar es, primero, aquello que la novela sugiere, trasluce apenas, a sabiendas de que no puede apre(he)nder la totalidad del conflicto; después, el énfasis puesto en el artificio que supone la fotografía con respecto a lo que se desea revelar.
Es sobre este último punto —el encuadre como ficción— que deseo discurrir en estas líneas finales, ya que La sangre de la aurora constituye un intento por reunir lo que está separado; por yuxtaponer diferentes “retratos” en aras de dar forma al rostro de la violencia desplegada contra las mujeres durante el conflicto armado interno: “Soy una herida abierta” (79), exclama la reportera gráfica. Al concatenar las vivencias de Modesta, Marcela/Marta y Melanie, el conjunto novelístico deja ver, al mismo tiempo, lo que las entrelaza (más allá de la inicial que comparten) y lo que inexorablemente las separa (su lugar en el mundo social y su manera de enfrentar las consecuencias de lo sufrido). La tensión entre ambos extremos es la que impele a tratar de comprender lo contenido en el “encuadre” y mirar más allá de él; la que permite entender el modo en que la literatura, desde sus márgenes, brinda sentido al devenir.
Acerca del autor
Marco Polo Taboada Hernández
Doctor en Estudios Latinoamericanos (área de literatura y crítica literaria) por la Universidad Nacional Autónoma de México. Maestro en Humanidades (línea de Teoría literaria) y licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. En 2018 realizó una estancia de investigación en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha participado en congresos sobre literatura en México, Ecuador y Perú.
Notas al pie:
- En Hombres de mar (2011) y El cerco de Lima (2013), el ancashino volvió (desde distintos espacios geográficos y estrategias narrativas), al conflicto armado interno. Véase la reseña de Héctor Fernando Vizcarra sobre esta última novela: https://www.senalc.com/2017/08/31/fuego-cruzado-en-la-capital-peruana-2/
- Véase:“Bibliografía anotada de la ficción narrativa peruana sobre la guerra interna de los años ochenta y noventa (con un estudio previo)”, en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, 68 (2008), pp. 227-268.
- Nótese que ambos narradores publicaron, más tarde, sendos textos sobre el mismo período. En 2007 salió a la luz el libro periodístico de Roncagliolo La cuarta espada. Historia de Abimael Guzmán y Sendero Luminoso y en 2016 La noche de los alfileres, novela en la que se traslucen, como telón de fondo, algunos episodios del conflicto interno armado. Por su parte, Cueto culminó con La pasajera (2015) y La viajera del viento (2016) su tríptico sobre la violencia política. Brenda Morales ha publicado en esta misma página una reseña sobre La pasajera. Véase: https://www.senalc.com/2016/11/15/los-desencantos-de-la-memoria/
- Los personajes citadinos refieren su propia historia; Modesta, en cambio, cuya perspectiva sociocultural diverge de la imperante, no tiene (sino hasta el final de la novela) una voz propia, acaso por las dificultades tanto narrativas como socioculturales que reviste presentar la cosmovisión andina desde su interior. En todo caso, los aportes de Antonio Cornejo Polar a propósito de las literaturas heterogéneas podrían ser útiles para interpretar la operatividad textual de estas formas de enunciación en La sangre de la aurora.
- Las aportaciones de Laura Rita Segato en relación con la violencia expresiva, el mandato de la masculinidad y la pedagogía de la crueldad podrían ser muy útiles para analizar estos fragmentos. Tal aproximación está por hacerse. Debo este iluminador vínculo a Jezreel Salazar.
- La crisis de la representación contenida en la pregunta “¿Cuánto queda fuera del marco?” bien puede extenderse a la materialidad discursiva de la propia novela. Esta aseveración parece revelar (al menos en primera instancia) que la fotografía y la escritura están imposibilitadas para dar sentido al horror. Sin embargo, tanto las imágenes que Melanie se obstina en capturar (por las que, de hecho, expone su integridad y su vida) y el mismo enunciado novelesco apuntan en sentido inverso: como la evidencia de ese empeño por entender y expresar la realidad.
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