jueves, 3 de mayo de 2012

Cuya sinécdoque omnipresente es la luna

Lunario sentimental

Por Daniel Link

27/04/12 - 11:00


Pocas experiencias estéticas tan extraordinarias como las que Edgardo Cozarinsky nos viene regalando en los últimos tiempos con sus libros y películas, “ejercicios espirituales” de los que muchas veces no se sabe bien de qué género participan, hasta dónde admiten ser considerados como “obra”, cuánto tienen de ficción y cuánto de testimonio. La grandeza de películas como Apuntes para una biografía imaginaria (2010) y, ahora, Nocturnos (2011), recién presentada en el Bafici (después de haber estado en Venecia, Viena y Estambul), tiene que ver, tal vez, con la radicalidad con la que suspenden esas preguntas completamente inadecuadas para interrogar la experiencia de la imagen, del nombre (de la nominación), de la memoria y el olvido, de la relación entre territorio y lenguaje, entre obra y autor, entre persona y scribens (el rastro de una vida tal como queda insinuada en un trazo de escritura).

En un texto de 1999 incluido en El pase del testigo (2001), donde recordaba la experiencia-Copi en Les escaliers du Sacré Coeur, Edgardo Cozarinsky esbozó una lógica autoral que, hasta entonces, yo no había comprendido bien del todo (a pesar de mis tenaces lecturas de Michel Foucault, Roland Barthes y Giorgio Agamben). Allí se lee: “Cuando al final saludaba, con el libreto siempre en la mano, el público comprendía que había asistido no a la puesta en escena de una obra sino a algo más raro, casi único: a la puesta en escena del autor en ese momento casi inasible en que sus personajes empiezan a desprenderse de él sin existir aún independientemente”, lo que le permitía colocar a Copi en una dinastía de “flamígeros y soñadores”.

En todo caso, Nocturnos participa de esas raras y casi únicas experiencias en las que no importa tanto la expresión de un sujeto sino la apertura de un espacio en el cual el sujeto que escribe (o filma, entendiendo que también una película es escritura) no termina de desaparecer y, así, la marca del autor queda solo en la singularidad de su ausencia. Nocturnos muestra como una herida abierta que el autor es, por sobre todas las cosas, una noción ética: señala el punto en el cual una vida se juega en una obra. Eso es un autor: la aventura de un sujeto que se juega (se pone en juego) en relación con determinadas palabras y determinadas imágenes.

Nocturnos toma algunos personajes de rancia estirpe poética (la ciudad, la noche, la luna, los enamorados impenitentes o los que sufren penas de amor). Casi la totalidad de su banda sonora está compuesta por fragmentos de poemas, desde Novalis y Hölderlin, pasando por Baudelaire, Lepera y Pizarnik (no exactamente en ese orden) sobre una partitura de Ulises Conti que quita el aliento.

Para subrayar el carácter poético del experimento, Cozarinsky elige un doble (resto) diurno de su figura nocturna: en un plano casi quemado de luz matutina, Diana Bellesi, caminadora infatigable, matrona de los deltas, no dice un poema (ni propio ni ajeno) sino palabras escritas por el propio Cozarinsky.

Entre los personajes hay muy poca relación, porque lo que importa no es la continuidad del relato, sino el ritmo que las imágenes establecen entre sí, el vacío que se deja leer entre escena y escena (así como entre lo vivido, lo imaginado y lo recordado).

La pareja protagónica está formada por Buenos Aires (sus contradicciones: los homeless, los cartoneros, los muertos de hambre, los milongueros, los enamorados y los putañeros) y la Noche (cuya sinécdoque omnipresente es la Luna).

Los demás componen las escenas apenas entrevistas de un relato que no se nos revela en su totalidad: son como fragmentos de intensidad a los que el náufrago de la noche se aferra: Esteban Lamothe brilla en todas las escenas, salvo una. Esmeralda Mitre compone con sensibilidad y precisión a una mujer cuyos llamados no son respondidos y Rita Pauls, en su sueño, es acariciada por una cámara perversa. Luis Ortega juega con un cuchillo que amorosamente desliza por su cuerpo. Y Luna Paiva (¡el nombre!) nos recuerda con tres pasos fantasmales y un primer plano antológico lo que un letrero negro, al final, subraya: el pasado no está muerto, ni siquiera ha pasado. Todo, en la danza de las imágenes que nos arrastran, tiene potencia de futuro, y por eso la carta de ruptura (escrita con letra de Cozarinsky pero con palabras ajenas) que al principio se ha quemado, vuelve a reconstituirse. Tratándose del círculo de afectos que Cozarinsky cultiva uno podría estar tentado de promover lecturas à clef, pero Proust ya nos demostró las limitaciones de ese horizonte de rumores.



Tomado de Diario Perfil

No hay comentarios:

Lunes por la madrugada...

Yo cierro los ojos y veo tu cara
que sonríe cómplice de amor...