Una asunción tenebrosa
por Quintín
Julio Bárbaro, cuyas últimas intervenciones públicas son ejemplares (por ejemplo, esta nota de hoy), es uno de los pocos intelectuales que ha advertido la gravedad del momento actual y denuncia sin tapujos la concentración del poder, el culto a la personalidad y la reducción de los funcionarios a la obediencia absoluta. Recuerda también que la competencia desatada entre ellos por ser quién más aplaude es digna de las viejas burocracias estalinistas. Para mayor mérito de Bárbaro, lo ha hecho desde el peronismo y desde una posición que no es frontalmente contraria a la gestión kirchnerista. Bárbaro se alarma con razón ante la perspectiva de un gobierno que no hace más que escarnecer a sus adversarios, que reclama para sí la propiedad de la historia y la exclusividad de las virtudes políticas. Bárbaro llama a las cosas por su nombre y sería de tontos y de cobardes no prestarle atención cuando señala que el sistema que la Argentina parece estar perfilando para su futuro no es la democracia.
Luego de la asunción de ayer que muchos han asimilado a una coronación, tengo para agregar un detalle que para mí revela que el equipo kirchnerista (es decir, tanto quienes ponen en escena su representación pública como quienes sobreactúan en el escenario sus consignas) son los ejecutores de un programa peligroso. Las ceremonias de recambio presidencial, si bien actos formales, son especialmente importantes para la democracia. El poder que se traspasa de un ejercicio a otro excede a los protagonistas y por eso su pompa y sus rituales son tan exagerados (absurdos incluso: ¿qué diferencia hay entre tener o no tener un bastón para mandar en el siglo XXI?) y su simbolismo es tan claro. Cuando un presidente le coloca la banda a otro se hace manifiesta por un lado la continuidad de las instituciones pero, por el otro, se establece que ese poder que los atributos ceremoniales representan excede a las personas que transitoriamente lo ocupan, y que este le pertenece a la República que en ellos los delega por un período. Cuando Cristina Kirchner se hace poner la banda por su hija y no por el vicepresidente saliente, cuando el juramento se transforma en poco más que una reunión de familia ampliada, no solo está mostrando un espíritu transgresor digno de mejor causa sino exhibiendo abiertamente una relación con el cargo que es la de un propietario definitivo y no —como corresponde a una democracia— la de un inquilino ocasional de la Casa de Gobierno.
La ceremonia de transición es en los sistemas democráticos un momento que se suele utilizar para celebrar la unidad, una de esas ocasiones solemnes en las que se pretende que la Nación es de todos los ciudadanos, una de esas circunstancias en las que tanto el protocolo como la retórica habitual invitan al mandatario entrante a deponer por un momento las banderas, a declarar que las confrontaciones electorales quedaron atrás y a reconocer que en el pasado otros han estado en su lugar con el mismo derecho y otros lo estarán en el futuro. La asunción no es un momento de triunfo, sino todo lo contrario y lo que se celebra es la bendición de que el acto sea pacífico y ecuménico. Así, el que se va es tan importante como el que entra y los parlamentarios de la oposición tan dignos como los del oficialismo: por eso el juramento tiene lugar ante todos por igual (la oposición puede incluso tener la mayoría del Congreso) y no ante un partido determinado.
En lo personal, siempre me emocionaron las transiciones presidenciales. Haya uno votado o no a quien asume, las sobrevuela la esperanza de que la inminente gestión traerá paz, justicia y prosperidad para todos. En esa abstracta y tantas veces desmentida esperanza reside el valor de ese momento único, diferente de todas las otras ceremonias del Estado. Está claro que Cristina Kirchner no lo cree así ni tampoco lo creen quienes montaron el espectáculo de la asunción como una exaltación del sectarismo. No lo cree el que tomó la decisión de eliminar de la transmisión oficial el saludo de Cobos a la Presidente ni lo cree una mandataria que se ocupó de dividir, denostar y amonestar a sus predecesores y a sus conciudadanos, que reclamó para sí y para su difunto esposo la suma de la verdad política e hizo de ese acto lo que se le antojó sin respetar las tradiciones. No sería grave —se trata en definitiva de las formas— si no fuera porque es muy difícil imaginarse dentro del espíritu democrático a quienes nunca comprendieron que si el pueblo merece un homenaje por parte de sus autoridades es que estas respeten a cada ciudadano el día en que van a comenzar a ejercer su mandato. La negación de esa mínima generosidad es una señal muy clara de cómo será el gobierno que se inaugura.
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