Dice en feis Felix Bruzzone
Cuarta caída. Esta no es actual. Es vieja. De hace algunos años. De antes de empezar con este diario pileteril. De cuando cuidaba una pileta de clientes que se habían ido a vivir lejos y mandaban cada tanto señales de humo, y pagos siempre a tiempo.
Y no es una caída mía en un sentido físico, sino moral. Algo que ya nunca voy a hacer pero que mi memoria va a conservar como las latas a sus sardinas, por mucho, mucho, mucho tiempo.
Limpiaba yo aquella pileta. Tenía toda la tarde por delante porque la estaba vaciando y cepillando. El día estaba nublado, muy propicio para la reflexión, los recuerdos, la anestesia espiritual y el aburrimiento. Y de golpe, las ganas de cagar. Pero... ¿cómo se caga en una casa cerrada? ¿Se puede cagar en un jardín, como un perro? Y sí, se ve que aquella tarde me sentía un perro. Tenía tiempo de acercarme a la Petrobras y decirle a mi playero favorito Ramón: hoy no vengo a cargar gas, vengo a cagar, nomás. Pero para qué. Si uno se siente perro, el sentimiento tiene que ser completo, así que me bajé los pantalones, me acuclillé, hice lo mío y en breves instantes (siempre fui de cagar con gran facilidad y rapidez) ahí estaba el regalo: aroma manso, volumen bastante impresionante. Mirándolo pensé: eso no puede ser de un perro. Mi razonamiento avanzó: si eso no podía ser de un perro, yo tampoco podía ser un perro. ¿Qué era, entonces, cagar en un jardín sin ser perro? Había que pensar, pensar mucho. ¿Por qué mi yo-antes-perro-ahora-no-perro había hecho eso? Me limpié con unos papeles que tenía preparados para la ocasión (eso tampoco era de perro), me paré, caminé por el jardín. El olor de mi regalo me siguió los primeros pasos pero al tiempo los jazmines de la gran planta desmadrada de mis clientes lejanos me trasladaron un poco y, en cierta forma, me nublaron. Me sentí igual que el día. ¿Los jazmines también habían nublado al día? No importaba. Ahora yo miraba hacia la casa vecina. Y hacia la pileta de la casa vecina, apenas pegada al cerco. En esa casa me habían contratado el año anterior. Había limpiado la pileta dos veces (la querían preparar para una fiesta) y la última limpieza no me la habían pagado. Unos pocos pesos que pasé a buscar al tiempo, cuando vi que ya no me llamarían más. Pero no quisieron pagarlos, se habían olvidadod de mi trabajo. Me habían necesitado para esas dos limpiezas, para esa fiesta, y ni siquiera habían sido capaces de acordarse de mí. ¿Vos viniste a limpiar la pileta, si siempre la limpiamos nosotros?, me dijo un hombre grande y canoso. Intenté explicar: su mujer me dijo que venga, el mes pasado, vine dos veces, y la última quedó sin pagar. No sé, no sé, ella no me dijo nada, pasá el mes que viene, ella está de viaje. La desilusión es un pájaro malo. Ese viejo era un pájaro demasiado malo y demasiado soretón, pensé. Por unos pocos pesos... Y ahora, un sorete inexplicable en este jardín, a escasos metros de mis pensamientos de venganza. ¿Tendría que agarrarlo con la mano? ¿Tendría que revolearlo y hacerlo caer y verlo flotar en aquella pileta vecina? ¿Por qué no? Es saludable agarrar soretes con la mano. De bebé uno lo hace permanentemente. Y hasta puede llegar a comérselos. De niño da mucho asco. Y de adulto también. Pero no está mal volver a ser un bebé-agarra-come-caca, así que ahí estoy yo, agarrando mi sorete y revoleándolo y... ¡Justo en el blanco! ¡Justo en el centro de esa pileta perfecta que ya no mantengo pero que ahora corono! El sorete flota. Un vuelo parabólico y una caída exacta. Mi cuarta o mi primera caída. En realidad, ya perdí la cuenta de todas mis caídas. Lindo recordar aquel día nublado en este día, o sea hoy, lleno de sol. Siempre que alguien encuentra una rata muerta en su pileta llama para consultar si hay que vaciarla. No hace falta, digo, pero ellos suelen vaciarla igual. Nunca preguntan lo mismo si encuentran un sapo, o un pájaro. Con los murciélagos sí, igual que con las ratas. Y con los soretes... Bueno, no sé. Frente al asco, la primera opción siempre es vaciar. Quizá esa pileta fue vaciada por culpa de mi sorete. Quizá no. Me gusta pensar que lo vieron ahí y les dio asco y terror. Pero también me gusta pensar que quizá nadie lo vio y el sorete flotó hasta el skimer, fue atrapado por la bomba del filtro, fue triturado por la turbina y luego desparramado en forma homogénea y para siempre en aquella agua cristalina.
Y no es una caída mía en un sentido físico, sino moral. Algo que ya nunca voy a hacer pero que mi memoria va a conservar como las latas a sus sardinas, por mucho, mucho, mucho tiempo.
Limpiaba yo aquella pileta. Tenía toda la tarde por delante porque la estaba vaciando y cepillando. El día estaba nublado, muy propicio para la reflexión, los recuerdos, la anestesia espiritual y el aburrimiento. Y de golpe, las ganas de cagar. Pero... ¿cómo se caga en una casa cerrada? ¿Se puede cagar en un jardín, como un perro? Y sí, se ve que aquella tarde me sentía un perro. Tenía tiempo de acercarme a la Petrobras y decirle a mi playero favorito Ramón: hoy no vengo a cargar gas, vengo a cagar, nomás. Pero para qué. Si uno se siente perro, el sentimiento tiene que ser completo, así que me bajé los pantalones, me acuclillé, hice lo mío y en breves instantes (siempre fui de cagar con gran facilidad y rapidez) ahí estaba el regalo: aroma manso, volumen bastante impresionante. Mirándolo pensé: eso no puede ser de un perro. Mi razonamiento avanzó: si eso no podía ser de un perro, yo tampoco podía ser un perro. ¿Qué era, entonces, cagar en un jardín sin ser perro? Había que pensar, pensar mucho. ¿Por qué mi yo-antes-perro-ahora-no-perro había hecho eso? Me limpié con unos papeles que tenía preparados para la ocasión (eso tampoco era de perro), me paré, caminé por el jardín. El olor de mi regalo me siguió los primeros pasos pero al tiempo los jazmines de la gran planta desmadrada de mis clientes lejanos me trasladaron un poco y, en cierta forma, me nublaron. Me sentí igual que el día. ¿Los jazmines también habían nublado al día? No importaba. Ahora yo miraba hacia la casa vecina. Y hacia la pileta de la casa vecina, apenas pegada al cerco. En esa casa me habían contratado el año anterior. Había limpiado la pileta dos veces (la querían preparar para una fiesta) y la última limpieza no me la habían pagado. Unos pocos pesos que pasé a buscar al tiempo, cuando vi que ya no me llamarían más. Pero no quisieron pagarlos, se habían olvidadod de mi trabajo. Me habían necesitado para esas dos limpiezas, para esa fiesta, y ni siquiera habían sido capaces de acordarse de mí. ¿Vos viniste a limpiar la pileta, si siempre la limpiamos nosotros?, me dijo un hombre grande y canoso. Intenté explicar: su mujer me dijo que venga, el mes pasado, vine dos veces, y la última quedó sin pagar. No sé, no sé, ella no me dijo nada, pasá el mes que viene, ella está de viaje. La desilusión es un pájaro malo. Ese viejo era un pájaro demasiado malo y demasiado soretón, pensé. Por unos pocos pesos... Y ahora, un sorete inexplicable en este jardín, a escasos metros de mis pensamientos de venganza. ¿Tendría que agarrarlo con la mano? ¿Tendría que revolearlo y hacerlo caer y verlo flotar en aquella pileta vecina? ¿Por qué no? Es saludable agarrar soretes con la mano. De bebé uno lo hace permanentemente. Y hasta puede llegar a comérselos. De niño da mucho asco. Y de adulto también. Pero no está mal volver a ser un bebé-agarra-come-caca, así que ahí estoy yo, agarrando mi sorete y revoleándolo y... ¡Justo en el blanco! ¡Justo en el centro de esa pileta perfecta que ya no mantengo pero que ahora corono! El sorete flota. Un vuelo parabólico y una caída exacta. Mi cuarta o mi primera caída. En realidad, ya perdí la cuenta de todas mis caídas. Lindo recordar aquel día nublado en este día, o sea hoy, lleno de sol. Siempre que alguien encuentra una rata muerta en su pileta llama para consultar si hay que vaciarla. No hace falta, digo, pero ellos suelen vaciarla igual. Nunca preguntan lo mismo si encuentran un sapo, o un pájaro. Con los murciélagos sí, igual que con las ratas. Y con los soretes... Bueno, no sé. Frente al asco, la primera opción siempre es vaciar. Quizá esa pileta fue vaciada por culpa de mi sorete. Quizá no. Me gusta pensar que lo vieron ahí y les dio asco y terror. Pero también me gusta pensar que quizá nadie lo vio y el sorete flotó hasta el skimer, fue atrapado por la bomba del filtro, fue triturado por la turbina y luego desparramado en forma homogénea y para siempre en aquella agua cristalina.
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