Narraciones de la intemperie
Sobre El año del desierto, de Pedro Mairal
y otras obras argentinas recientes.
por Elsa Drucaroff
Tomado de http://www.elinterpretador.net/27ElsaDrucaroff-NarracionesDeLaIntemperie.html
0. Arte poética
Esta no es una reseña de El año del desierto. Una reseña (al menos como yo la concibo) no despliega una lectura posible, más bien trata de dar a los que leen un servicio: anticipar de qué se trata la obra sin arruinarles el placer de descubrirla solos, recomendarla y entusiasmar, desalentar su lectura si vale la pena dar esa batalla.
Pero el trabajo que sigue se inscribe en otro género, el del ensayo crítico: un oficio social (es decir útil, aunque algunos parezcan ignorarlo), en el que la lectura es praxis, intervención en el debate de ideas. Por eso en lo que sigue no sólo expongo mi lectura de El año del desierto sino que trato de hacerla producir en contacto con otras obras, con un entorno de discursos históricamente contemporáneos o significativos, con el país y el tiempo que nos toca vivir. Entendamos cada lectura, en suma, como un pretexto para pensar el mundo y actuar en él aunque sea apenas, y también un modo de dejar testimonio del presente para tiempos sucesivos; y entendamos la literatura como un territorio autónomo e inmanente, en un sentido, pero en otro, heterónomo, impuro, capaz de contener en su inmanencia (como querían los más inteligentes formalistas rusos), el diálogo con todas las series discursivas de su tiempo: las tradiciones, la historia, la política, el resto de los libros y de las artes, la historia personal y social de su autor, los conflictos de género y de clase de la sociedad donde se gestó la obra y donde se la lee; todos estos discursos reverberando como infinita posibilidad legible en el territorio cerrado y finito del texto.
El año del desierto de Pedro Mairal es una novela que todavía no tiene un año de publicada; la inmediatez puede ser una ventaja para pensar, en ella, con ella, la literatura argentina (y la Argentina) que le es contemporánea.
1. Huérfanos de efemérides (I)
"Yo no tengo fechas para recordar", canta "El tiempo no para". Hay algo de manifiesto generacional en esa frase. Es posible que hasta el 19 y 20 de diciembre de 2001, quienes nacieron en la Argentina posterior a 1970 se hayan sentido definidos por esa carencia, una suerte de condena a la no historicidad, a la existencia abstracta y fantasmal, vacía, que leemos de un modo u otro en la mejor literatura escrita por las nuevas generaciones, como señalé otras veces (1).
2. Pequeño excurso sobre la huelga de acontecimientos y el desvanecimiento de la historia.
Para entender lo que sigue y llegar luego a El año del desierto, quiero partir del "desvanecimiento de la historia y la huelga de los acontecimientos", un diagnóstico, o mejor profecía que declamó Baudrillard a comienzos de los 90. Contra "el fin de la historia" que propuso Fukuyama hacia fines de los años 80, Baudrillard rectificaba: la Historia no había terminado, ésa era una ilusión; lo cierto era aún peor: ningún final, ningún cierre abrupto describía la experiencia de la humanidad apática de ese mundo postmoderno. El "fin" de algo era apenas una ilusión (2).
Por empezar, estábamos en un mundo donde la realidad ya no existía porque todo ocurría en el simulacro televisivo. ¿Acaso los muertos de la guerra del Golfo fueron reales? Tal vez eso sea cierto para los tontos irakíes que cayeron bajo las bombas y nunca leyeron filosofía, jamás para la avezada sagacidad del filósofo, que sabe que la TV a todo lo vuelve simulacro. Mientras subrayaba con inteligencia el poder conformador de la realidad de los medios masivos (concepto por otra parte que ya había formulado Mac Luhann), Baudrillard borraba tranquilizadoramente la dimensión donde la realidad es horror, pero sobre todo conflicto, enfrentamiento, injusticia, e instaba a los intelectuales a sentarse en el sillón de sus casas y fruncir el ceño con distancia irónica mientras estudiaban la pantalla de TV, aliviados en el fondo porque nada quedaba ya por hacer, las revoluciones se habían terminado y nadie nos pediría, como en otras épocas molestas, que tomáramos partido. Podíamos explicar que la realidad ya no existía más y escribir libros que en vez de dolores de cabeza, riesgo o cárcel dieran solamente poder simbólico, viajes pagos por las universidades del mundo y muchas páginas con nuestro nombre en internet.
En el mundo que Baudrillard explicaba no había lucha o conflicto donde se dirimiera algo contundente, eso que fue la Historia se desvanecía, el acontecimiento como tal había dejado de ocurrir, ya no pasaba nada. La antigua dinámica de la revolución que había conmocionado el siglo XX se reemplazaba ahora por una implosión suave, casi imperceptible, un retorno callado a estadios anteriores que sensibilidades académicas, cultas y exquisitas como las del filósofo francés se solazaban en describir generosamente, para que entendiéramos el mundo nuevo y los ingenuos despertaran del tonto sueño de ayudar a que mejorara.
Acontecimientos en huelga, anunció Baudrillard, sin hablar siquiera de "muerte" del acontecimiento, no fuera a ser que se entendiera que ocurría algo trágico, un hecho. En la Argentina de los 90 el concepto sedujo a buena parte de la intelectualidad argentina, tal vez memoriosa del destino de desaparición, tortura y muerte de tantos intelectuales que apostaron por pensar un mundo en el que podía ocurrir un acontecimiento tras otro, allá por los 70. Pero la seducción que Baudrillard ejercía sobre estos estudiosos era apenas el correlato de una contundente realidad previa: Baudrillard decía "en difícil", para pocos, lo que la Argentina parecía desear masivamente. Sus palabras resonaban con potencia en un país resignado, desmovilizado, que se entregaba alegremente al simulacro de riqueza menemista y a la ilusión negadora de que el "nunca más" se refiriera al final de cualquier conflicto, cualquier enfrentamiento significativo (cualquier acontecimiento), así también podría referirse, como había rogado la CONADEP, al final de toda masacre. Eran los tiempos en los que el tabú del enfrentamiento reinaba en los discursos. (3)
3. Huérfanos de efemérides (II)
La literatura no podía dejar de semiotizar esta percepción de acontecimiento en huelga, y para eso recurrió a ciertos modos de representación que generaron algunas de las obras más interesantes pero también de las menos interesantes de los últimos veinte años.
En una versión frívola y festiva, se dedicó simplemente a festejar el desvanecimiento de la historia y la huelga de los acontecimientos, como si hubiera motivos. Tal vez la obra de César Aira sea la exponente por excelencia de este gesto cínico, vacuo, que transforma la experiencia de leer en algo tan abúlico como cómplice del tiempo social en que se genera. Aira como propuesta de escritura, y la prohibición de encontrar en las obras otra cosa que la docta autorreferencialidad, sustentada por la teoría semiótica, como propuesta de lectura (con el mote burlón de "lector ingenuo" listo para aplicar a cualquier indisciplinado) tal vez hayan sido los modos en que la academia, desde la escritura y desde la crítica, puso a la literatura en armónica consonancia con el mundo tal cual era.
No obstante, admito que la vacuidad de César Aira abrió estupendos caminos a algunos escritores nuevos. Es extraño: hay obras de gran potencia que cierran puertas, y otras cuya grandeza no reside tanto en ellas mismas como en lo que permiten a quienes las leen. Haber puesto la rueda de bicicleta en el museo vale todavía hoy; la rueda en sí de Duchamp, separada de lo que produjo efectivamente en su momento, hoy no significa demasiado. Del mismo modo, así como el notable cuentista Cortázar condenó a ser pobres epónimos a quienes intentaron ir por la ruta que él trazó, un escritor de libros a mi juicio inanes, como Aira, permitió a toda una generación aliviarse de la obligación de la solemnidad, del juego para algo, de intentar decir grandes cosas, la presión de la trascendencia. Y en ese permiso para la intrascendencia absoluta, en el que Aira triunfaba del modo más desazonante, muchos escritores jóvenes que escribían sin plantearse si tenían o no algo para decir, se encontraron diciendo muchísimo. Libres de presiones políticas, de los discursos de cassette que la militancia izquierdista juvenil (decadente, lumpenizada) recita culposamente, sin perspectiva generacional propia, los escritores nuevos pudieron conectarse con su rabia política, su dolor por ser jóvenes en un país arruinado, sin futuro, con la amargura y la furia sorda, tensa, contra el estado de las cosas (4). Los ayudaba esa autonomía de la ficción que vuelve a la literatura un espacio cerrado sobre sí mismo, por cuya referencialidad inmediata no debemos responder, algo que en el ensayo no existe. Y tal vez por eso no hay todavía ensayística en los nuevos, no hay pensamiento propio asumido como tal sobre nuestro pasado reciente o nuestra historia social, pero sí puede leerse en connotaciones y significados más o menos inconscientes de una narrativa notablemente diferente de la anterior, producida por una generación que tiene mucho más para decir de lo que percibe que está diciendo, y construye sus obras desde la política de un modo inédito.
Es difícil sostener que si estas obras hablan de política es sin saberlo. En cada uno de los libros que creo interesantes, cuando la libertad creativa que dio Aira opera, de algún modo suele plantearse la conciencia de que contar lo que se cuenta tiene que ver con la política. Algunos directamente lo escriben, otros se limitan a conformar universos siniestros donde el espanto amenaza de un modo en el que el humor y la distancia socarrona, que suelen caracterizar esta nueva estética, pierden cualquier connotación festiva para ser pura lucidez negra sobre lo mal que está la cosa. Así, los mundos absurdos de Samanta Schweblin son irónicos pero en ellos laten la opresión y la violencia, que llega a connotaciones parapoliciales terroríficas por ejemplo en "Matar a un perro" (5). La biblioteca ridícula que inventa Ariel Bermani en Leer y escribir, en cambio (donde un alucinante, disparatado dispositivo desalienta a los lectores de acceder a los libros y condena a los que resisten y lo consiguen, a vagar hambrientos y maltrechos por "la calle de los lectores perdidos") tiene un director que pronuncia melancólicos discursos sobre su militancia en los 70 y la época de oro en la que la gente leía. Además, está explícitamente ambientada en un Buenos Aires suburbano miserable, decadente, el del "derrumbe paulatino de las cosas", un barrio "que ha sido barrio obrero en las décadas anteriores y que ahora se convirtió en una barriada donde abundan los desocupados y los que subsisten sobre la base de trabajos temporarios" (6).
Pero si la obra de Bermani se sabe política, la de Schweblin y otras no lo precisan para serlo; lo que sí tienen muy claro es que, aunque se rían, la risa es sardónica: no hay fiesta alguna que aplaudir. Son pocos los de las nuevas generaciones que repiten las carcajadas livianas y exhibicionistas lanzadas más que oportunamente por otros escritores entonces jóvenes, nucleados alrededor de la revista Babel, que pre-anunciaron, con sus proclamas estéticas del final de los 80, la oscura frivolidad de los 90 (7). La vacuidad en una parte significativa de los nuevos escritores es política y siniestra.
Quiero decir con todo esto que la efemérides del 19 y 20 no señala, para quienes tienen hoy menos de 40 años, la aparición de la política en la narrativa argentina, sino únicamente la posibilidad del final del ideologema de lo fantasmal, de la existencia vaciada de historia, que no representa toda la literatura valiosa nueva pero, como dije, dio estupendos frutos, sobre todo en el cuento corto (8).
Esta efemérides trae apenas a los jóvenes una experiencia vital que abre para ellos la necesidad posible de contar otra cosa. No es obligatoria ni masiva, es simplemente una opción que aparece en ciertas obras nuevas, fundamentalmente en El año del desierto, y por eso la planteamos.
Es que el 19 y el 20 de diciembre señalan la primera vez que los jóvenes vieron pasar un tren en marcha, la locomotora de la historia pitando con urgencia, invitando a sumarse, moviéndose con esa velocidad que anuncia simultáneamente que en cualquier momento acelera, prometiendo, insinuando que no importa cómo termine la película, hay que ser demasiado cobarde o marciano o indiferente para quedarse en el andén, darle la espalda.
En el país la fecha produjo resultados contradictorios y desiguales, de evaluación todavía confusa; sin embargo, por primera vez en mucho tiempo ninguno de ellos es una evidente y catapultadora derrota, una nueva lápida que pese sobre la Argentina. Tal vez por eso los jóvenes puedan sentir el 19 y 20 como el final de algo y el comienzo de otra cosa que, por más contradictoria que sea, no es exactamente más de lo mismo. Es decir: valoremos como valoremos lo que ocurrió después, en esas fechas Baudrillard y su huelga del acontecimiento dejaron de servir como triste sillón mullido para mirar simulacros desde la paz de los cementerios, en la que todo se descomponía, cómodamente imperceptible. En literatura, parece ser el comienzo de un dispositivo que ya se está demostrando productivo en varios escritores nuevos, la mayoría jóvenes a quienes su experiencia histórica anterior sólo les proporcionaba la certeza del no va a pasar nunca nada, un paradójico "tiempo que no para" en una historia detenida, la completa imposibilidad de que algo cambiara y la intuición de que, si es que cambiaba, iba a ser siempre para peor.
Aunque estas construcciones ideológicas no se disolvieron mágica y acríticamente en la literatura que hoy se escribe (sería absurdo y desmedido esperar que así ocurriera), ya hay relatos que con mayor o menor evidencia abrevan en la primera efemérides, el único acontecimiento nacional, en un sentido narrativo, que puede registrarse desde el comienzo de la democracia.
Espero que no se entienda que entiendo a la narrativa argentina de jóvenes prolijamente dividida en dos sectores, uno signado por el ideologema de la inmovilidad de la historia y otro alumbrado por la primera efemérides. Junto con estas tendencias que examinamos acá y permiten agrupar ciertas series, hay otras muy diferentes. Es que la producción narrativa actual es sumamente heterogénea. Libros como los de Pablo Ramos, Maximiliano Matayoshi, Mariana Enríquez, Ana Kazumi Stahl, Alejandro López y otros no necesariamente entran en estas dos series, marchan por caminos distintos cada uno.
Precisando: podemos leer entonces esta fecha como dispositivo que pone literariamente en marcha relato, generando textos donde no se exasperan la inmovilidad, la ausencia de trama, pues se despegan de una tendencia que era muy frecuente, aunque tampoco expresaba la única estética.
4. Y llegamos por fin: El año del desierto.
El año del desierto (2005) aparece dos años después de El grito, de Florencia Abbate, a meses del estreno en Londres de Implosión, del argentino Ignacio Apolo, poco antes de "Un lugar más alejado", relato de Alejandro Parisi (que integra la antología La joven guardia), de la publicación de Las viudas de los jueves, de Claudia Piñeiro -que pertenece a otra generación-, de Peircing, de Viviana Lysyj. Más allá de sus inmensas diferencias, ninguna de estas obras, todas más que interesantes, puede leerse sin el 19 y el 20 de diciembre como condición de escritura (9).
El año del desierto cuenta una historia de involución y apocalipsis. En Buenos Aires avanza algo que el libro llama "la intemperie". Es un fenómeno cuyas causas materiales el libro no explica ni parecen importar: los edificios se van deteriorando y derrumbando, uno a uno: aumentan los terrenos baldíos, avanzan desde el interior del país hasta llegar a la periferia de la ciudad, el Gran Buenos Aires, y se dirigen hacia el centro. Esta constante destrucción (de evidente connotación metafórica en el marco de la crisis del 2001) incluye la caída gradual de la tecnología y es irreversible y total. Caen primero los celulares pero finalmente también la electricidad y el agua corriente. Van cayendo junto con todo esto las relaciones sociales básicas que sostenían el sistema. La intemperie crece frente a un gobierno que se niega a admitirla, y va dejando tendales de miseria. El estado responde a quienes señalan, denuncian, reclaman, con represión, y se vuelve cada vez más dictatorial, más feroz. La resistencia se organiza, la guerra civil estalla.
La resistencia es la de los que van cayendo en la exclusión, en la barbarie, y con barbarie se mezcla y se confunde. Pero también hay barbarie en el otro bando, en el corazón de la ciudad sitiada por los sin techo, en la guerra de la "Provi" versus la Capital que ocupa la primera parte de la novela, en la clase media que se encierra en sus bunkers para intentar proteger inútilmente lo que ya no puede protegerse, en el estado que va poniendo orden con respuestas cada vez más atroces, en el retroceso histórico que emprende la nación. Connotadas, deformadas, vamos reconociendo en la lectura una sucesión de etapas hacia atrás: se parte de un estallido que remite de algún modo al 2001 y se encara una larga y cruenta disolución nacional en la que retornan diversos momentos del sangriento pasado argentino: desde la dictadura de 1976 hasta la economía del contrabando en el puerto colonial de Buenos Aires, hasta llegar al canibalismo desesperado de los conquistadores hambrientos, en la fundación de Buenos Aires.
Este año de involución -que culmina cuando se materializa la expresión popular "borrar a la Argentina del mapa"- está relatado en primera persona por una mujer que apenas se llama María y, en ese sentido, es una mujer cualquiera, una persona cualquiera de las que simplemente viven esta realidad, una de las pocas que sobrevive y puede contar su experiencia individual y, mediante ella, ser testigo social de la Historia.
¿Podemos pensar que Mairal representa la implosión de la Historia de la que hablaba Baudrillard? Todo lo contrario. Pero también, de algún modo, sí. El vértigo de acontecimientos sociales y político, el ritmo enloquecido de El año del desierto, la profusión de imágenes e ideas (ésta es tal vez la única objeción que puedo hacerle a la novela: la calidad y la riqueza imaginativa de Mairal es tan grande que a veces atenta contra la síntesis) conviven y contrastan con el ideologema que despliega la trama: el del descreimiento en el futuro, la convicción de que todo cambio ha de ser para mal. Como dijimos, esta certeza es generacional y no es arbitraria, proviene de la experiencia de los que nacieron por lo menos en los últimos 35 años. Sin embargo, desde el ritmo narrativo algo nuevo y muy fuerte, casi inédito antes, se ha puesto en movimiento: la sucesión enloquecida de acciones, la acumulación de Grandes Acontecimientos, y que éstos no sean sólo individuales y afectivos sino sociales y políticos no es frecuente en la literatura argentina reciente.
Prefiero ser clara, aunque deba reiterarme: no postulo que la relación política-literatura nace recién ahora para las nuevas generaciones, nunca dejó de estar presente en las obras más importantes que se produjeron en los 90. Postulo que ahora nace el relato de acciones sociales definitivas o definitorias, y protagoniza el héroe social en cuya biografía privada late lo público. El periplo de María, la protagonista de El año del desierto, no supone sólo su historia personal, supone la de todo el país. María es todos, en un sentido, pero no por eso se vuelve alegórica. Como quería Lukacs, es el héroe de la novela por excelencia (10): una persona específica, individual, única, en choque con el entorno social que sufre, y representando en el choque, en su subjetividad en conflicto, en sus acciones necesariamente afectadas por la sociedad que se desmorona a su alrededor, algo que va más allá de ella misma, algo que obliga a reflexionar sobre la aventura de ser argentino en este tiempo.
Antes de María en El año..., Felipe Félix, el protagonista de Las Islas, de Carlos Gamerro (y de El secreto y las voces) era precursor de este retorno del héroe de la novela lukacsiana (11). También Las Islas es una novela de acontecimientos, pero aunque logra la hazaña de contar una suerte de relato total de la Argentina del final de siglo, los acontecimientos no son públicos sino privados. Se explican desde lo público, pero en una historia detenida, marcada por la derrota y la desazón, no logran salir de lo privado. Son los hechos oscuros de la política menemista, que acaecen al margen de la gran escena mediática y son siempre individuales: el lobby entre el empresario y el diputado en el secreto de las cuatro paredes, el periplo personal del ex combatiente de Malvinas arrasado por la amargura, su historia de amor con la desaparecida que fue mujer de su torturador. Felipe es un héroe social en tanto sus peripecias no pueden contarse sin el país que le tocó, pero María es la heroína cuyas peripecias cuentan, ellas mismas, el destino del país. En ese sentido, como veremos, Mairal cumple una regla canónica de la ciencia-ficción. Irónicamente, El año del desierto es una novela profundamente realista, en el sentido más hermoso de Lukacs.
Se sintetiza así en una paradoja el "efecto 19-20 de diciembre" del que venimos hablando: puro relato, apabullante acción para desarrollar no obstante una historia de retroceso, disolución y desastre. Creo que en este contraste entre lo que se cuenta y cómo se cuenta hay algo rico. Es como si la literatura postmoderna estuviera volviendo a probar un cronotopo más acorde con la novela moderna de aventuras, con toda la valoración positiva del heroísmo y la intervención social que supone pero sin por eso aceptar anacrónicamente el optimismo romántico en el que este cronotopo nació. Es como si utilizar la ficción para representar un apocalipsis que cualquier ciudadano argentino percibió, en la realidad, como amenaza posible y cercana, permitiera, por un lado, llevar a las últimas consecuencias la convicción de la imposibilidad de una salida, pero contradictoriamente, por el otro, experimentar con el hecho, la confianza de que la praxis opera sobre el mundo (algo si se quiere obvio y elemental que Baudrillard puso en duda desde la academia europea, pero que el "sentido común" argentino, generado por la decepción del alfonsinismo y la cínica fiesta menemista ya habían arrojado al desván de las utopías de los setenta).
Dicho de otro modo: El año del desierto imagina un hundimiento definitivo y total de la nación, pero parte del registro experiencial de que por fin "pasó algo". Una comparación servirá para subrayar el contraste. En su relato "00", anterior al estallido, Federico Falco hace una suerte de reclamo. Desde los ceros de su título, el cuento (que no casualmente da nombre a todo el libro) es puro vacío. Se relata la "fiesta" (apagada, abúlica) de año nuevo de un grupo de jóvenes cordobeses, el 31 de diciembre de 1999, en una casa ubicada junto al lago. "00" se inicia con la perspectiva del acontecimiento, enunciada con la misma falta de entusiasmo y dramatismo de los jóvenes reunidos para esperar la hora cero, en que cambiará el milenio:
"Del otro lado del lago centellea la Central Atómica y yo puedo predecir lo que Leandro dirá, porque hace horas que lo repite sin cesar: va a decir que las computadoras no reconocerán el cambio de 99 a 00 y creerán que estamos en el mil novecientos. Va a decir que las computadoras se paralizarán y todo dejará de funcionar, y que entre lo que dejará de funcionar se encuentran los controles de fusión de la Central Atómica de Embalse, justo frente a nosotros, del otro lado del lago".
Enunciada la posibilidad de este Gran Hecho, el cuento constata todos los apenas hechos que se suceden, previsibles, masivos (la mesa puesta, los petardos, el champagne). Llega finalmente la hora 00. Y sólo trae más de lo mismo:
"Alguien dice feliz año nuevo, alguien dice feliz siglo nuevo. Leandro ha cerrado muy fuerte los ojos, pero la Central está ahí, sin ningún cambio. Quieta. Sacuden las botellas y nos salpicamos unos a otros, como pendejos. Luisa me abraza y me da un largo beso en la boca. Después, más tarde, la veré sacarse el vestido y adentrarse en el agua oscura del lago. Pensaré que está tan borracha que podría ahogarse y que es demasiado peligroso dejarla ir sola. Sin embargo, no me levantaré de mi reposera y me quedaré ahí, mirando la Central Nuclear blanca e iluminada, intacta y sobreviviente al otro lado del lago, hasta que el sol del nuevo siglo me traspase los ojos y yo camine a tirarme en una colchoneta en el suelo (...). Me despertará, de tanto en tanto, el sonido de una radio lejana, en la cocina, en la galería, y la voz de Leandro, quejándose porque los noticieros no dicen si en el mundo algo ha explotado.(12)
5. Una completa revolución solar
Hay una intención de totalidad en El año del desierto que contrasta con gran parte de la narrativa que se viene escribiendo, incluyendo la que hizo antes el propio Mairal. Como ya señalé, el minimalismo, el fragmento o el caso individual predominan en una literatura gestada al calor de la crisis de los "grandes relatos". En ese entorno, otra vez Las Islas, de Gamerro es precursora. Asombra por su gesto total, el modo en el que parece construirse como la novela, al mejor estilo de los 60-70 (13): el gran relato de la Argentina menemista, de la "democracia" post-83.
Detengámonos en el trabajo con la totalidad que realiza El año del desierto, un año en el que caben las tradiciones y los imaginarios argentinos más significativos para pensar nuestro presente: hay escenas construidas desde el imaginario de la represión y masacre del 19 y el 20 de diciembre; otras, desde el secuestro y la desaparición de personas en la dictadura que comienza en 1976; otras, desde el encierro postmoderno de la "gente decente" y su paranoia ante la inseguridad; o desde la adicción a los medios masivos de comunicación, particularmente la TV; o desde el exterminio de los excluidos por parte de la policía, que está transcurriendo hoy, en este mismo presente, frente a los ojos ciegos y cómplices de la sociedad argentina; o desde el enfrentamiento de unitarios con federales; o el genocidio que lleva a cabo la Campaña al Desierto.
Hay imágenes generadas por el imaginario entre surrealista, sanguinario y grotesco de nuestro país ganadero. Continuando el camino hacia atrás que está en la lógica de la novela, se empieza con una imagen desopilante que pareciera retomar a su modo las inolvidables vacas voladoras de Elvio Gandolfo (14). Escribe Mairal:
"En otras manzanas habían recibido comida pero nosotros no habíamos tenido suerte. La vecina del B juraba haber visto desde la azotea un helicóptero que llevaba colgando una vaca viva."
Hasta que se llega, como no podría ser de otra forma, a "El matadero" de Echeverría, barbarie que ha vuelto a despertar en Recoleta, el corazón de la geografía urbana de la clase dominante:
"Caminamos rápido, siguiendo por ese valle que se formaba entre las dos alturas, la del cementerio y la de la zona donde habían estado las calles con nombres de astrónomos. Se adivinaba todavía contra la barranca, la escalera de Guido medio tapada por el pasto. Supimos cuál era Las Heras porque en la esquina seguía estando el pedestal de un monumento dedicado a algún prócer que ya no estaba. (...)
Oímos gritos furiosos y unos mugidos. El matadero estaba en la plaza, junto a una catedral de estilo gótico; la habían rodeado con un cerco de carteles viejos y rejas de balcón. Se veía dentro el movimiento de animales. Todavía estaban la calesita y algunos juegos. Unos hombres de a pie enlazaban un ternero grande por el cuello. Le pusieron otro lazo en la pata de atrás y pasaron la punta sobre el travesaño de las hamacas. Un jinete del otro lado lo ató a su caballo y arrastró el ternero hasta que quedó colgando cabeza abajo. Ahí le clavaron una cuchilla larga y juntaron la sangre en un fuentón. Antes de que se apagara ese mugido horrible con gárgaras de sangre, lo empezaron a carnear."
En esta geografía urbana de la descomposición, el edificio que reconocemos como el de la Facultad de Ingeniería ya no se recuerda como tal, se lo nombra como propiedad de la curia: "catedral de estilo gótico". La laica Universidad de Buenos Aires, alguna vez orgullo de toda América Latina y cifra de la "civilización", se contamina de teología y de barbarie, acompañante no conflictivo del matadero bárbaro.
Curiosamente, una yuxtaposición similar construye en Las Islas, de Gamerro, una de las escenas fuertes del libro: el carneo de una vaca sobre las doctas escalinatas de la Facultad de Agronomía, con derroche de sangre y de violencia. Es que sostener que la literatura argentina nace con "El matadero" es más que una hipótesis cronológica, remite a un fundamento nacional bárbaro que hoy no es percibido como un mal externo o superado, el enemigo que la civilización sarmientina vino a derrotar, sino como posibilidad siempre latente, constitutiva de la Argentina.
El dialogo de Mairal no es sólo con la historia argentina, también se dirige a su literatura. Refugiados de la intemperie en el edificio que se transformará en bunker durante la guerra entre la Capital y la Provi, María y su padre son obligados a compartir su departamento con una madre y sus hijos sin techo. Cuando se van, deciden alquilar el pequeño espacio a otros que no tengan dónde ir. Es fácil reconocer a sus inquilinos:
"Vinieron unos hermanos, gente mayor, que se notaba que hasta entonces había tenido buen pasar. Ella se llamaba Irene, no recuerdo el nombre de él. Irene tejía mucho y dejaba las madejas en la cocina. Les habían ocupado un viejo caserón que tenían sobre la calle Rodríguez Peña y se habían quedado con lo puesto. Eran silenciosos. A veces, parecía que no había nadie, hasta que se oía una tos o el ruido del diario que el hermano de Irene parecía leer y releer."
"Casa tomada", un cuento de Cortázar que ya es casi un mito. Mairal teje la debacle argentina con hitos de su mejor literatura; convoca a los grandes clásicos en una suerte de nueva fundación de Buenos Aires (y con ella, de toda la patria). Hasta reescribe el conocido poema de Borges, ahora en parodia negra, en clave del secuestro y la desaparición de personas:
"¿Y fue por este río de sueñera y de sangre
que los vuelos vinieron a arruinarme la patria?
Irían con sus chumbos los milicos pintados
arrojando los cuerpos a la corriente zaina."
Es que El año del desierto es el relato ficcional de un apocalipsis argentino, pero apunta nada ficcionalmente a relatar una fundación: la que puede contar una generación de compatriotas decepcionados y dañados por un pasado que no vivieron pero los oprime como lápida debajo de la cual han nacido. "Todo el pasado y todo el futuro, ruina sobre ruina" auguraba infaustamente Charly García a la pequeña Alicia. Tenía razón. Empezaban los 80 cuando él cantaba esto, muchos visualizaban una crisis en el gobierno militar; pero aunque incluso los diarios pudieran empezar a imaginarse el final institucional de la dictadura, una sensibilidad como la de García percibía que en un sentido profundo, sus efectos no terminaban junto con ella; casi se podría decir que apenas empezaban.
Es "todo el pasado y todo el futuro" en ruinas el inmenso tiempo global que El año del desierto despliega para fundar una patria arruinada desde su mismo nacimiento. Homenaje burlón y furioso (intensamente amoroso, también) al país, ese entorno nacional y literario en el que Mairal escribe, entidad decadente, en corrupción, que constituyó por lo menos hasta hace muy poco su única cierta experiencia de patria.
El lapso año está trabajado con cuidado: se nombran constantemente los meses en los que ocurren las cosas, se registra el devenir de cada una de las cuatro estaciones, se construye un año como tiempo en que ocurre la trama, y pese a la alucinante sucesión de hechos y de cambios, la verosimilitud funciona. No desde el realismo, por supuesto, sino desde el uso de géneros entre la alegoría y la ciencia-ficción, salpicadas por lo fantástico, que arma sus propias leyes de credibilidad y permite que el tiempo se abra anormalmente, hasta albergar todo el relato. De ciencia-ficción hablaremos en seguida, si ahora lo mencionamos es para subrayar que el "año" de El año del desierto no funciona como uno de calendario cotidiano sino como círculo total y pleno que hace pensar más en la revolución solar, en el orden cósmico cerrando su ciclo. Mairal ha imaginado una suerte de Año Nacional día a día, en un movimiento mítico.
6. La ciencia-ficción
La novela como gran relato que plasma el conflicto entre el ser humano como ser social y el tiempo que le toca vivir, remite al viejo Lukacs y a su compleja definición del realismo, pero bastante menos a la postmodernidad. Precisamente Las Islas (y en general, la obra de Carlos Gamerro) encontró un modo de construir algo que podríamos pensar como el realismo y la novela lukacsiana posibles en los noventa. En un trabajo ya citado lo llamo "realismo agujereado".
Siete años después de Las islas, Pedro Mairal se atreve a otro gesto total, sólo que ahora el disparador es más puntual y acotado. Si Las Islas se construye como policial negro que sintetiza el país post-dictadura, la "ruina sobre ruina" que deviene patria menemista, El año del desierto se escribe con cierta unidireccionalidad: es el desarrollo posible de una hipótesis cuasi fantástica de apocalipsis nacional. "¿Qué pasaría si la crisis no se detuviera y la disolución nacional fuera un hecho?" es la pregunta a partir de la cual la novela trabaja una hipótesis.
Entonces: hipótesis generadora que extrapola un conflicto social del presente a un ámbito extraño (ya porque es el futuro, ya porque es otro planeta, ya porque está deformado por algún factor fantástico, alguna ley o lógica que viola las leyes de lo normal); desarrollo de las consecuencias de esa hipótesis en una narración donde lo individual se vuelve representación de lo social, pretexto para la reflexión política y colectiva sobre el destino de la humanidad presente. Elaboración mítica (en tanto colectiva y abstracta) del presente. ¿No es esta la definición del gran género popular del siglo XX: la ciencia-ficción?
Resulta claro que El año del desierto abreva en la ciencia-ficción para construirse, algo que en menor medida ya había hecho Las Islas, la cual tiene al policial negro como principio constructivo pero apela a la ciencia-ficción en muchos momentos, sobre todo cuando sus personajes se pierden en frenéticos y obsesivos discursos que desarrollan hipótesis de organización social.
En la Argentina se escribieron libros muy interesantes a partir de la ciencia-ficción, y sin embargo casi ninguno pertenece realmente al género. Si tomamos como modelo el género que se consolidó y adquirió conciencia de sí en Estados Unidos, entre 1910 y 1970 (inspirándose en importantes obras anteriores), encontramos en nuestra literatura una relación tan libre con la ciencia-ficción que incluso se puede decir, con Elvio Gandolfo (uno de los escritores que la honran), que acá ella no existe (15). Nuestros escritores toman elementos del género para hacer algo completamente diferente: tienden a trabajar con efectos fantásticos y eludir las explicaciones tecnológicas (16), más bien la ciencia-ficción les aporta recursos para pensar todo lo contrario: el atraso, la barbarie, la dependencia, el vacío de proyecto de desarrollo.
El año del desierto es un nuevo ejemplo y demuestra una vez más que el género ciencia-ficción es tal vez el más dotado para reflexionar sobre este negro comienzo de milenio en que el futuro ya llegó, cumpliendo las peores advertencias de los artistas. Es un futuro que a veces parece la cristalización de las distopías que leíamos en el siglo XX. Mairal se inscribe además, dentro del género, en una subespecie que dio frutos impresionantes, especialmente en lengua inglesa: el de las novelas apocalípticas.
Hay dos cosas que la ciencia-ficción en general ya no propone, probablemente porque este contexto histórico (lamentablemente) lo permite: ni ubica más sus historias en un futuro demasiado lejano (las adaptaciones al cine de Philip Dick, por ejemplo, no respetan la distancia temporal que ponía Dick entre sus tramas y sus lectores, más bien fechan las historias apenas unos años después del momento en que se rueda la película, cuando no directamente en el propio presente), ni se ocupa mucho de verosimilizar los motivos de una catástrofe con importantes explicaciones científicas. Si en los años 60 Thomas Disch o James G. Ballard se esforzaban en explicar con cuidado el plan extraterrestre o los motivos ecológicos por los que llegaba el apocalipsis (aun si podíamos leer ahí una dimensión alegórica, hasta religiosa en Disch), ya nadie precisa ser especialmente convincente. Es horrendamente fácil para los lectores imaginar, en este tiempo, un final, un desastre irreversible. No hay que leer ciencia-ficción, basta con el Clarín.
En este punto, pongamos en diálogo El año del desierto con otra novela que, como Las Islas, pertenece a la mejor literatura argentina de los últimos veinticinco años. Me refiero a Plop, de Rafael Pinedo (17). Por muchos motivos la estética de Plop se opone tanto a la novela de Mairal como a Las Islas. Es un relato fragmentario, breve, casi mínimo, y sus capítulos a veces de una carilla, se suceden como imágenes vertiginosas de un video-clip. Pero tanto Plop como El año del desierto se apoyan, "a la argentina", simultáneamente en el género ciencia-ficción y en el efecto fantástico, sobre todo en la figura del desierto, cifra del misterio y la carencia inexplicable y fundante, tal como la vio Martínez Estrada en los años 30, cuando pensó nuestra condición nacional (18).
Podemos pensar el desierto como cronotopo fundamental en la literatura argentina. El desierto chato, puro barro a causa de una lluvia bladerunniana que no cesa jamás, la pampa salpicada de fierros, restos de cimientos y lagunas de ácidos corrosivos por donde vagan las tribus nómades de Plop, bien puede ser el ex Buenos Aires de una ex Argentina borrada del mapa con que culmina El año del desierto; las hordas nómades, bárbaras, ágrafas, sin memoria de Plop, bien pueden ser los descendientes de los braucos o los huelches que imagina Mairal: la resistencia sin programa, vuelta barbarie pura, que ya en su novela ha perdido su lengua madre y su memoria, y que en Plop, luego de generaciones, se ha transformado en las hordas degradadas que negocian toscamente o se comen entre ellos.
Plop leída como lo que viene después de El año del desierto. Escritores de su tiempo, ni Mairal ni Pinedo se ocupan de dar fechas al futuro o explicar el por qué de la catástrofe. Escritores del Río de la Plata, se apoyan cada uno a su modo en el magnífico linaje literario que el desierto posee. Desierto fantástico en Mairal, avanza sin motivo ni freno, siempre siniestro, sobre las casas de cada ciudadano, así como algo ocupó décadas atrás el hogar de dos hermanos en "Casa tomada" de Julio Cortázar. Desierto como espacio que sólo puede traer barbarie, puro barro pantanoso sin futuro ni pasado en Pinedo, lugar para que el poder y la masacre se vuelvan señores y la memoria, la identidad, sean tesoros imposibles, a lo sumo clandestinos, para una élite.
7. María, cuenta por nosotros
Son pocos los buenos personajes femeninos, sobre todo en obras escritas por varones. Las mujeres suelen aparecer en literatura como madres u objetos de deseo, rara vez están trabajadas como personas, más allá de su sexualidad o de su rol maternal. Hay excepciones, y tal vez la tendencia esté empezando a modificarse, pero todavía es motivo de festejo descubrir un personaje literario femenino consistente, en el que su sexualidad o maternidad no son protagónicas, no definen cada una de sus acciones y sentimientos, sino apenas componentes importantes, entre otros, que motivan su accionar.
Lograr esto supone simultáneamente el desafío de no construir un varón en cuerpo de mujer. El género sexual es un procesador cultural demasiado potente, hay especificidad en el punto de vista femenino. Construir un personaje femenino consistente implica para los escritores hombres un esfuerzo que las mujeres (los oprimidos en general) están muy acostumbradas a hacer, por necesidad de sobrevivencia, y quienes están en situación de poder no precisan: el esfuerzo de ponerse en el lugar del otro (de la otra, en este caso). Hegel decía que el esclavo necesita conocer al amo para acomodarse a él y sobrevivir, pero el amo no precisa conocer al esclavo. La ausencia de subjetividad propia de la mayor parte de los personajes femeninos (incluso de escritores extraordinarios, como Juan José Saer) tiene que ver probablemente con el desinterés por entender a una mujer y sacarla de los estereotipos cómodos.
El año del desierto consigue una protagonista consistente, una mujer-persona que es además la voz que relata toda la historia. En el comienzo de la novela habla desde un presente final, cuando su país ya ha terminado, cuando está mutilada y a salvo en una tierra extranjera, forzada a hablar una lengua distinta de la que está escribiendo. María usa allí el tiempo presente sentencioso, sereno, triste (un castellano que sobrevive en ella como el tesoro donde guarda su identidad y soledad), para relatar cómo se hacen trenzas chatas en el pelo, algo que está enseñando -es una suerte de misteriosa madre experta- a las niñas que visitan la biblioteca donde trabaja. Luego sabremos que se trata de trenzas que aprendió a hacerse ella misma cuando vivió entre indias, en el desierto.
María enseñará a los lectores el trenzado de su historia, de sus cambios, de "las Marías que yo fui, las que tuve que ser, que logré ser, que pude ser": lo que la narradora extranjera, refugiada, tiene para contar, su historia individual que figura la debacle colectiva del país que ya no existe. Es la trenza argentina, desopilante trenza vertiginosa que entrecruzará un hecho tras otro en las páginas siguientes, construyendo una figura densa y extensa, hilada por una María que será secretaria, enfermera, mucama, prostituta, india, santa, cautiva, mujer del mítico líder de la resistencia y tantas otras cosas, sin haber elegido ninguna de estas definiciones, sin más opción que la de transitar lo que ellas le proponen con la mayor astucia y lucidez posibles.
María es culta, sensible, demasiado inteligente como para hacerse cómplice de las peores ideologías que invaden a buena parte de sus compatriotas, quienes atenazados por el terror se vuelven fachos y racistas, ama la literatura y ama su sangre irlandesa, pero no es épica, no es heroica (aunque sea una heroína), no es una versión femenina del audaz e idealista protagonista masculino de las novelas de acción. Pese a la potencia de su vida interior y a la lucidez que demuestra para entender lo que está pasando, pese al coraje y la integridad con que afronta situaciones tremendas (por ejemplo como enfermera, o cuando, obligada a prostituirse, resiste solidariamente, con sus compañeras, el maltrato y la explotación), tiene bajo perfil, en un sentido es una persona cualquiera. El que deviene héroe mítico es su novio. Y él no es el protagonista de la novela sino una sombra que ella intenta encontrar.
Podría decirse que Marial toma el sexista lugar común de "la gran mujer que está detrás del gran hombre" y lo rehace, contando el relato desde el punto de vista de la oscura "gran mujer" y dejando al "gran hombre", con todo su mito, a un costado de la trama.
Este punto de vista no es declarativamente femenino. En observaciones pudorosas donde María lamenta no haber podido depilarse, en la particular sensibilidad hacia los afectos y los débiles, en la naturalidad e inteligencia con que se coloca en un lugar secundario para sobrevivir sin llamar mucho la atención, en la fidelidad a su sueño amoroso, la escritura logra ser la voz de una mujer.
María es, como su nombre, bíblica, fundante y al mismo tiempo vulgar. Las múltiples Marías rechazan cualquier santidad y pureza; sí connotan una esperanza: que la mujer sea capaz de sostener, aunque sea desde un costadito, la resistencia contra la degradación y la debacle que afectan al mundo; y que si toda su fuerza no alcanza para evitarlas, que por lo menos le quede la fuerza de relatar, de transmitir. Cuando del país no haya ya nada ni nadie, cuando esté borrado de los mapas que la bibliotecaria de cabello rojo ordena melancólicamente en la biblioteca, será voz de mujer la que escribirá El año del desierto, usando su lengua perdida, sobreviviente, en el país lejano (19):
"Este trabajo me gusta. Me gusta el silencio. (...) A veces tengo que encerrarme acá para hablar sin que me vean, sin que me oigan, tengo que decir frases que había perdido y que ahora reaparecen y me ayudan a cubrir el pastizal, a superponer la luz de mi lengua natal sobre esta luz traducida donde respiro cada día. Y es como volver sin moverme, volver en castellano, entrar de nuevo a casa. Eso no se deshizo, no se perdió; el desierto no me comió la lengua."
8. (final) Intemperie
En el año 2004 organicé en el Centro Cultural de España un ciclo sobre literatura argentina reciente. Su subtítulo, "los que escriben después de los años 80", presuponía que luego del breve auge, hace más de veinte años, del último grupo de escritores visibles en los medios, agrupados alrededor de la revista Babel y de la Biblioteca del Sur (colección de Editorial Planeta, dirigida por Juan Forn a comienzos de los 90), venía un pozo negro de desconocidos, escritores y escritoras nóveles que compartían el anonimato y la indiferencia de críticos y lectores, con otros que tenían algo más de 40 años y muchos libros publicados.
De esas obras "nuevas" (a veces había que usar ese adjetivo para señalar obras escritas hacía más de una década), de ese nutrido y muy rico corpus de literatura desaprovechada, quería yo que se hablara en el ciclo. Es decir: que se escuchara lo que tenían para decir las generaciones que nacieron después de 1960, los que en 1976 eran niños o bebés, o aún no habían nacido, y hoy son jóvenes en un país que todavía no ofrece proyecto a su juventud, ni la respeta.
Elegí llamar al ciclo "Jóvenes a la intemperie". La palabra intemperie se me volvió reveladora a partir de este fragmento de El grito, de Florencia Abbate:
"Me pregunto si en un tiempo donde no hay en ningún lado un lugar confortable, la intemperie no sería quizás una forma de salvación, un espacio en el que el cuerpo y sus sombras podrían por fin tratar de fluir, aun entre objetos desechos a punto de borrarse, aunque rondara el horror desbaratando casas, barrios, ciudades, y sólo quedaran los contornos, el polvo de los días y los muertos en torno a nosotros, como reclamos..."
Es significativo que la misma palabra haya sido elegida por Pedro Mairal para designar el fenómeno fantástico que irrumpe y deshace el país hasta borrarlo del mapa. La intemperie produce El año del desierto: denunciarla es un delito que el poder castiga con desaparición, tortura y muerte; vivirla, el destino de los habitantes y la aventura personal de María. El título de Mairal coopta tanto un sintagma de Arlt -"el desierto entra en la ciudad", título de una obra de teatro que sin embargo poco tiene que ver con la novela- como esa palabra intemperie que tal vez esté dibujando un itinerario en la última literatura.
Cuenta María:
"A la vuelta, no quisimos pasar por el basural y caminamos por el medio de Las Heras. El lugar no había cambiado tanto. Otras veces había sentido lo mismo al cruzar esa avenida. Incluso, estando todavía los edificios altos, había tenido una sensación de intemperie. Era algo físico, cuando cortaba el semáforo y no pasaban autos ni colectivos, y yo cruzaba mal, por la mitad. Durante un instante, había mucho cielo ahí en medio del asfalto y un viento raro me arremolinaba el pelo... Debajo de la ciudad, siempre había estado latente el descampado." (subrayado mío)
Aceptar la intemperie como condición latente de la escritura, de la existencia, del país, incluso de cualquier construcción posible de algo nuevo (una novela es "algo nuevo"), no es solamente una característica de El año del desierto; la encontramos en la mayor parte de las obras valiosas de los últimos 25 años. Los escritores nuevos cargan "con el desamparo que produce vivir en la Argentina", como señaló Ariel Bermani para los cuentistas, "y comparten también, a pesar de las diferencias estéticas, una forma de mirar la realidad: miran de costado, con una mirada huérfana, cínica, sin dejarse atrapar ni apartarse por completo, pero sin terminar de creer en lo que están viendo."(20)
Cuando en la realidad "sólo quedan los contornos, el polvo de los días y los muertos en torno de nosotros como reclamos", cuando una historia reciente de fantasmas insepultos y un presente de intemperie borran el horizonte, queda la lucidez. Si las distopías ocupan el lugar que alguna vez tuvieron las utopías, la única esperanza nacerá de entender y abrir los ojos, sin mentiras piadosas. La mejor literatura nueva hace de la lucidez su herramienta. Vestida de cinismo, de humor negro, de amarga parodia o de distancia sustanciosamente socarrona, sale a advertir a una sociedad que, tal vez para no pensar, le daba la espalda, y que a lo mejor empieza, en este último tiempo, a darse vuelta.
El año del desierto imagina y relata hasta el final un hundimiento que a lo mejor es un conjuro para que, en la ficción, el horror termine de cumplirse y acá afuera, en el descampado, podamos empezar a construir un techo, algo donde habitar que no precise de engaño, de aplausos entusiastas de la TV histérica, de dibujos triunfalistas de un futuro que nunca ocurre o de intelectuales gestos de festejo desde el sillón confortable donde aguantamos la paz de los cementerios.
Un techo de entendimiento lúcido, nada más, para contemplar bajo él las ruinas y el desastre, juntos y de pie, con los ojos abiertos.
Un techo para empezar otra vez.
Elsa Drucaroff
NOTAS
(1) Me refiero fundamentalmente a Drucaroff, Elsa, "Fantasmas en carne viva. Narrativa argentina joven", Boletín de Reseñas Bibliográficas, 9/10 (Número aniversario dedicado a la narrativa latinoamericana actual), Buenos Aires, Instituto de Literatura Hispanoamericana, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 2004 (en prensa). Pero también a "Qué escriben los jóvenes", revista Eñe de Cultura, Clarín, 15-5-2004 (que "Fantasmas..." desarrolla y amplía), y a diferentes ponencias, artículos críticos y comentarios radiales que vengo haciendo en los últimos años.
(2) Baudrillard, Jean, La ilusión del fin, Barcelona, Anagrama, 1993.
(3) El concepto de "tabú del enfrenamiento" fue elaborado en forma grupal durante un seminario de investigación que transcurrió en la Facultad de Filosofía y Letras, entre 1992 y 1997, con el título de "Poderes de la ficción", en el que estudiamos la narrativa producida a partir de 1993. Integraron el grupo Julio Schwartzman (que lo dirigía), Marcelo Bello, Sandsra Gasparini, Claudia Román, Silvio Santamarina y yo. Por tabú del enfrentamiento entendíamos una prohibición que opera obturando no sólo l a representación de la militancia revoluciionaria, armada o no, sino también el desarrollo de cualquier polémica, desacuerdo aún teórico o académico, pensamiento comprometido con su incidencia política o social.
(4) No se habla en este trabajo de la producción poética que las nuevas generaciones están haciendo ya desde fines de los 80 con notable calidad, y de la cual podrían decirse, con matices, algunas cosas parecidas.
(5) Schweblin, Samanta, El núcleo del disturbio, Bs. As., Destino, 2002.
(6) Bermani, Ariel, Leer y escribir, Bs. As., Interzona, 2006.
(7) Se las puede leer en "Caparrós, Martín "Nuevos avances y retrocesos e la nueva novela argentina en lo que va del mes de abril", Babel, Bs. As., año II, N°10, julio 1989. Allí, con desparpajo y entusiasmo, poniéndose como vocero de un grupo de escritores jóvenes que menciona cuidadosamente, Caparrós se burla de los intentos de hacer realismo y pensar el país, que considera ingenuos, y postula que ya que no hay nada en serio que hacer, llegó la hora de divertirse, hablar de la China o de otras exóticas lejanías imaginarias. El texto es un lugar privilegiado para observar el tabú del enfrentamiento y sobre todo las consecuencias últimas a las que puede llevar cuando se lo abraza sin escrúpulos ni amargura. El Caparrós de julio de 1989 captaba con notable oportunidad el espíritu menemista a punto de conquistar el clima entero de la patria, y defendía el nombre Shanghai para el grupo de estos nuevos escritores, en nombre de la corrupción y del alegre brillo cosmopolita del puerto exótico: "Shanghai (...) es un puerto, una frontera. Shanghai, niña mía, es la avanzada de la corrupción y el desmadre (...). Shanghai es un exotismo en el tiempo, una vía libre hacia el anacronismo".
(8) Pienso en los precursores relatos de Rapado, de Martín Rejtman (Bs. As., Planeta, 1992), el impecable Examen de residencia, de Eduardo Muslip (Bs. As., Simourg, 2000), en excelentes cuentos de Patricia Suárez en Rata paseandera (Rosario, Bajo la Luna Nueva, 1998) o Esta no es mi noche (Bs. As., Alfagara, 2005), en el joven Federico Falco y sus Veintidós patritos (Córdoba, La Creciente, 2004), 00 (Córdoba, Alción, 2004), o en "Signo de los tiempos" y "Aquella solitaria vaca cubana", de Romina Doval (Signo de los tiempos, Bs. As., Colihue, 2004). Pienso también en el jocoso trabajo con la inmovilidad de la historia que se puede leer en los relatos absurdos y siniestros de Samanta Schweblin (El núcleo del disturbio, op. cit.), o con el pasado que inmoviliza el presente en los cuentos terroríficos de Gustavo Nielsen (Playa quemada, Bs. As., Alfaguara, 1994) o Marvin (Bs. As., Alfaguara, 2003), en relatos de la antología de escritores menores de 35 años como "El hipnotizador personal", del mismo Mairal, o "Las cosas, los años", de Pablo Toledo (Maximiliano Tomas -selección y prólogo-, La joven guardia. Nueva narrativa argentina, Bs. As., Norma, 2005) . Sobre este ideologema de la inmovilidad y el vacío, ver Drucaroff, Elsa, "Fantasmas en carne viva. Narrativa argentina joven", Boletín de Reseñas Bibliográficas, 9/10 (Número aniversario dedicado a la narrativa latinoamericana actual), Buenos Aires, Instituto de Literatura Hispanoamericana, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 2004 (en prensa); también mis artículos "Fantástico desencantado. Los nietos de Julio Cortázar", en Abbate, Florencia (editora) Homenaje a Julio Cortázar (1914-1984), Bs. As., Eudeba, 2005, y "Sobre Eduardo Muslip", introducción al "Dossier Eduardo Muslip" en Mil Mamuts, N°2, Bs. As., juno 2005.
(9) Florencia Abbate, El grito, Bs. As., Emecé, 2004; Ignacio Apolo, Implosión, estrenada en el Tristan Bates de Londres en abril de 2005, junto con otras 7 obras de distintos países, bajo el título general de Broken Voices. Claudia Piñeiro, Las viudas de los jueves, Bs. As., Alfaguara, 2005; Vivana Lysyj, Peircing, Bs. As., Alfaguara, 2006; Alejandro Parisi, "Un lugar más alejado", en Maximiliano Tomas (selección y prólogo), La joven guardia. Nueva narrativa argentina, op. cit.
(10) Lukacs, Georg, La teoría de la novela, México, Grijalbo, 1977.
(11) Gamerro, Carlos, Las islas, Bs. As., Simourg, 1998. Gamerro, Carlos, El secreto y las voces, Bs. As., Norma, 2004.
(12) Falco, Federico, "00", en su: 00, op. Cit
(13) "En declaraciones de 1970, Rodolfo Walsh lamentaba que el periodismo de acción y la política no le permitieran el repliegue y la tranquilidad necesarias para hacer ficción, y afirmaba: "pareciera que el mayor desafío que se le presenta hoy por hoy a un escritor de ficción es la novela". (...) En aquel 'hoy por hoy' se aludía a un presente en el que explícitamente y sin saber mucho por qué, se vislumbraba que la narración había ganado la partida, que se había impuesto como estructura literaria, que la tendencia predominante era jerarquizar en primer lugar el género novela y privilegiar el gesto narrativo." Drucaroff, Elsa, "La narración gana la partida. Introducción", en Drucaroff, E. (dirección), La narración gana la partida. Volumen 11 de la Historia Crítica de la Literatura Argentina, Bs. As., Emecé, 2000. Dirección integral de Noé Jitrik.
(14) Gandolfo, Elvio, "El manuscrito de Juan Abal", en revista El Péndulo, Bs. As., N°6, segunda época, enero 1982; cuento publicado también en Sánchez, Jorge A. [selección y notas], Los universos vislumbrados, Buenos Aires, Andrómeda, 1996. Gandolfo, Elvio, "La mosca loca", en Capanna, Pablo, Ciencia ficción argentina. Antología de cuentos, Bs. As., Aude, 1990.
(15) Elvio Gandolfo, "La ciencia-ficción argentina", prólogo en Sánchez, Jorge A. (selección y notas), Los universos vislumbrados. Antología de Ciencia Ficción en Argentina, op. cit.
(16) Eso afirma Pablo Capanna en su ensayo El mundo de la ciencia ficción. Sentido e historia, Bs. As., Letra Buena, 1992.
(17) Pinedo, Rafael, Plop, Bs. As., Interzona, 2004.
(18) Martínez Estrada, Ezequiel, Radiografía de la pampa, Bs. As., Losada, 1983; Martínez Estrada, Ezequiel, Muerte y transfiguración de Martín Fierro, Rosario, Beatriz Viterbo, 2005.
(19) Finisterre, de María Rosa Lojo (Bs. As., Sudamericana, 2005), es una novela muy diferente, ambientada en el siglo XIX pero escrita y publicada al mismo tiempo que El año del desierto. Se cruza de un modo curioso con la obra de Mairal: elige una narradora mujer, pelirroja, de sangre celta (irlandesa y gallega, cruce éste -Irlanda y España- que se repite en María). Aunque la mujer de Finisterre no es de nacionalidad argentina, connota fuertemente argentinidad, tanto por su cruce de sangres como por su experiencia vital, cuyo relato constituye gran parte de la novela. Es fundamental en la trama de Finisterre por qué y para qué escribe esta mujer su historia, que envía en cartas regulares a una niña encerrada en un respetable hogar de Gran Bretaña. La niña ignora que su origen está signado por la sangre, el desierto, el choque cultural y la barbarie. La "trenza" que transmite y enseña en sus cartas la mujer pelirroja (refugiada, como María, muy lejos del desierto austral) cuenta cómo se perdió en la pampa, cómo vivió cautiva de los indios, cómo el desierto penetró en ella, la construyó y le enseñó quién era. Es interesante esta confluencia entre las dos novelas: ambas apelan al imaginario de fuerza política e integridad de la cultura celta, al desierto y a la mujer como narradora, custodia de la memoria, transmisora, develadora de identidades y de orígenes.
(20) Bermani, Ariel,"Cuentos, autores, genealogías (apuntes sobre la cuentística argentina actual)". En Mil Mamuts. Revista trimestral de cuento latinoamericano, Bs. As., N°4, dic., 2005.
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