En el corazón de la vida cotidiana, hay una forma de trabajo que sostiene silenciosamente la salud, el bienestar y la posibilidad de existencia: el trabajo alimentario. Cocinar, comprar víveres, planear menús, cuidar que haya comida suficiente, limpia, variada, culturalmente significativa… es mucho más que “hacer de comer”.


En México, según datos del INEGI (2023), el trabajo no remunerado en labores domésticas y de cuidados representó el 26.3% del Producto Interno Bruto (PIB). Dentro de este porcentaje, las actividades relacionadas con la alimentación contribuyeron con el 21.9% del valor económico total del trabajo no remunerado.

El trabajo alimentario es tan central que muchas veces organiza el resto del día: las mujeres deben acomodar sus horarios laborales, escolares o personales alrededor de los tiempos de comida de otros. Este tipo de cuidado condiciona la autonomía, el descanso y el desarrollo de quien lo asume.
Y, sin embargo, en la conversación pública casi no se nombra. Se habla de mujeres exitosas, de empoderamiento, de logros… pero no de quién cocina, lava los platos o piensa qué se va a cenar.

La carga del trabajo alimentario no es homogénea en todo el país. Las mujeres en contextos rurales e indígenas no solo cocinan: cultivan, recolectan, preparan, conservan y redistribuyen alimentos en condiciones adversas.
En muchas comunidades rurales, los hogares dependen del autoconsumo, lo que significa que las mujeres participan también en las labores agrícolas, además de las domésticas.

Reconocer el trabajo alimentario como parte del sistema de cuidados, como un trabajo socialmente necesario que debe distribuirse y valorarse, es fundamental para construir sociedades más justas. No se trata de quitarle valor afectivo —muchas veces cocinar es un acto de amor—, sino de dejar de asumir que amar implica hacerlo todo sin ayuda, sin descanso y sin paga.
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