: Caja de herramientas ::
Insectos
08-06-2012 | Jorge Consiglio
El escritor Jorge Consiglio explora esos personajes que luego engrosan su caja de herramientas narrativa.
Por Jorge Consiglio.
El dolor no se comprende ni tiene justificativos, por eso es inquietante. Hace dos semanas me junté con un amigo que vive en un tercer piso por Avellaneda. Es un dos ambientes muy aireado: desde la ventana del living se alcanza a ver la subida del puente Pueyrredón. Mi amigo trabaja en un laboratorio de análisis clínicos. Extrae sangre. Ayuda a los bioquímicos con los hemogramas. Está contento con su trabajo. Tiene un buen horario y se lleva bien con sus compañeros. Además, se mantiene actualizado sobre su profesión: lee constantemente revistas y artículos sobre el tema. Le interesa la ciencia en general y los procesos biológicos en particular. Su curiosidad es amateur, no está endurecida por el rigor científico; en consecuencia nunca pierde dinamismo. Ante las cuestiones cuyas respuestas demandarían análisis profundos e interdisciplinarios, mi amigo se permite improvisar. Tiene una fe ciega en la imaginación, sobre todo en la suya. Y desarrolla teorías que, además de ser convincentes, conservan la belleza de lo artesanal.
En nuestra última charla, me contó que había descubierto un hormiguero en un ángulo del living. Me llevó a verlo. Después tomamos mate. Comimos facturas que yo había comprado por el centro. Cuando oscureció, se prendieron las luces de Mitre. Nuestro ambiente se llenó de un resplandor amarillo. En este momento, volvió con el tema de las hormigas. Dijo que las venía observando desde hacía rato. Al principio, su discurso hizo base en los aspectos más conocidos: resistencia, perseverancia, fuerza. Pero enseguida, buscó otro rumbo. La delicadeza del giro fue tal que pareció fruto del capricho de las palabras y no generado por la voluntad del que hablaba. Dijo que, para él, las hormigas no sienten dolor. Su sistema nervioso es tan simple que se agota en unas pocas funciones básicas: sensibilidad olfativa, referida sobre todo al ácido fórmico, que les permitía orientarse y detectar comida, y alguna terminal nerviosa relacionada con la luz y con la reproducción. En la hipótesis de mi amigo, una economía extrema excluye el sufrimiento por falta de recursos. Como remate y para que no quedaran dudas, recurrió a un ejemplo de otro invertebrado: si a una cucaracha se le corta la cabeza sobrevive nueve días y cuando muere es por hambre.
El razonamiento y el ingrediente empírico que respaldan la tesis de mi amigo la vuelven verosímil; sin embargo, la sofisticación que implica todo organismo vivo, incluso la célula, su forma primaria, genera un poderoso contraste. Digo solamente esto: resulta vertiginoso comparar la polaridad que se conjuga en cualquier forma de la vida.
Recuerdo que, antes de irme de su casa, mi amigo me dio otro ejemplo para soportar su teoría. Me preguntó qué pasaría si a cualquier mamífero –para evitar abstracciones recurrió a un gran danés, el Apolo de las razas caninas, de color gris acero– se le arrancara una pata a tirones. Cuando lo dijo, imaginé a un grupo de cinco hombres mutilando a un perro. Tres dedicados a inmovilizarlo. Dos tironeando con todas sus fuerzas de una de sus extremidades. El perro aullando de dolor. Colapsando. Relacioné vagamente la escena con un relato de Kafka. Mi amigo dijo que, si la brutal operación fuera exitosa, el perro tardaría de tres a cinco horas en desangrarse. En contraposición a este cuadro, me contó que desde hacía seis meses tenía una araña encerrada en un frasco a la que cada tanto le arrancaba una pata. La estudiaba diariamente: no había notado cambio alguno en su existencia. ¿Qué pasa entonces con el dolor? ¿Existe en la araña un impulso eléctrico que pueda llevar ese nombre? Mi amigo el extraccionista cree que no. Sus razones las expuse en el segundo párrafo de este texto.
Ahora bien, organismos con un sistema nervioso tan básico son capaces de actos insólitos. Y ahí viene el asombro. La semana pasada vi en la televisión un documental sobre la vida en el desierto. Rescaté una frase maravillosa: “El orden del desierto se asienta en el caos infinito de la arena”. El asunto es que, en ese medio tan inhóspito, vive la araña corola, que tiene una estrategia sutil de caza. Ordena alrededor de su nido (un hueco en el suelo) una serie de piedras de cuarzo a las que está unida por un hilo delicadísimo. Es sensible al menor movimiento: las presas no abundan. Pero lo realmente notable es que puede distinguir cuando la piedra se mueve por el viento o por el roce de una hormiga.
Todavía no se lo conté a mi amigo el extraccionista. Quizás lo vea antes de fines de junio. Estoy convencido de que el dato le va a servir. Va poner todo su empeño para explicarlo. Organizará, seguramente, una de esas hipótesis deshilachadas mediante las que trata de encontrarle la vuelta a las cosas de este mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario