miércoles, 6 de mayo de 2015

Poner el reflector en la rotura de la gente

:: Entrevistas ::

Migajas de amor

 
Guadalupe Nettel habla de la novela Después del invierno (Anagrama), por la que obtuvo el Premio Herralde de Novela 2014. “El amor es un lugar por el que se transita, no al que se llega”, dice.


Por Patricio Zunini. Foto: Lucio Ramírez.


guadalupe nettel



La mexicana Guadalupe Nettel es una de las escritoras más interesantes de los últimos años, no sólo por la rudeza de su escritura, sino por la forma poco convencional en que se acerca a sus personajes. “Me interesa poner el reflector en la rotura de la gente”, dice, “porque es en esa fisura donde encuentras lo más humano, luminoso y conmovedor de cada uno, lo que los vuelve únicos y, por conmovedores, bellos”. Podríamos recordar, para darle un ejemplo a esta afirmación, al fotógrafo de Pétalos (Anagrama, 2008) que trabajaba para un cirujano plástico y que, cuando se enamora de una chica que tiene un defecto en el párpado, trata de evitar que se opere.
A lo largo de los años, Nettel ha recibido muchísimos reconocimientos. Además de haber sido incluida en la ya mítica selección “Bogotá 39” de 2007, en la que el Hay Festival destacaba a 39 autores de menos de 39 años, obtuvo, entre otros premios, el Anna Seghers (2009), el Antonin Artaud (2008), el Ribera del Duero (2013). Fue finalista del Premio Herralde en 2005 con El huésped, su primera novela; casi diez años más tarde, lo obtuvo con Después del invierno.

Los protagonistas de esta novela son tan seductores como neuróticos. Claudio es un cubano que vive en Nueva York y trabaja en una editorial; Cecilia, una mexicana becada en Francia. La puntillosidad con la que cada uno sostiene su entorno libre de intrusos no hace más que acentuar la soledad en la que se mueven. Se conocerán por un viaje fortuito de Claudio a París; los espera el destino, pero no el final de los cuentos de hadas.
—Quería hablar de la soledad —dice Nettel— en grandes sociedades como la parisina o la neoyorquina, donde por más que la gente esté rodeada de millones de personas está muy metida en su imaginación y en su subjetividad.

Con la mirada en esta clase de personajes, ¿se puede hablar de la escritura como una forma de cura?

—Como catarsis. Tiene un componente de eso, sí, pero no creo que sea todo. Tiene una función que no es solamente para el escritor sino también para el lector. Una de las experiencias más fuertes de la literatura es el momento en que estás viviendo algo muy difícil y te cae en las manos un libro que habla exactamente de lo que te está pasando. Cómo puede ser que este señor japonés siglo XIX entienda exactamente lo que me está pasando. En la literatura hay un vínculo estrecho que se establece entre dos subjetividades: la de quien escribió y la de quien lo recibe. El hecho de sentirte comprendido como lector hace que sientas un enorme alivio; escribir desde esa intimidad, desde esa honestidad, hace que lo sientas como liberación.

Yo te preguntaba por la escritura y vos incluiste la lectura: ¿por eso hay tantas menciones de libros y autores en la novela? 

—Hay gente que no se atreve a hablar de sus emociones ni sus sentimientos, pero recomendar libros es una forma de mandar cartas: “Léete este libro y verás lo que me está pasando”.

Uno de los libros que mencionás es Lo infraordinario, de Perec.

—Sí, es muy importante para esta novela; lo fue para mí. Perec hace una invitación a fijarnos, no en los grandes titulares del periódico o en los grandes acontecimientos, si no en todos los pequeños detalles de la vida cotidiana donde también hay extrañeza. Seguí esa invitación a lo largo de la novela, sobre todo en las partes en que ella está tan sola y empieza a escuchar los ruidos del edificio (la tetera de la vecina, el calentador de agua del otro vecino, los pasos en la escalera), las marcas de la calle y del cementerio. Lo infraordinario fue un libro que me invitó a encontrar la extrañeza en la vida cotidiana.

¿El que ambos sean extranjeros es una manera de aumentar la extrañeza?

—El extranjero es un ser marginal. No tiene muchos vínculos, no tiene asideros. Es como una planta acuática. Fue una experiencia que tuve muchas veces, sobre todo en Francia, pero también en Canadá y en España. Ser extranjero te reconfigura la identidad. Si estás en Europa te vuelves “latinoamericano”. No solamente porque te van a llamar así —o sudaca, si estás en España— si no porque tú mismo encuentras lazos de fraternidad con gente que antes te habría parecido alteridad. Nunca hubieras sentido que tienes que ver con, por ejemplo, un peruano o un colombiano, pero cuando estás en un medio tan diferente sí lo sientes parte de tu propio grupo.

¿Cuál es el significado de los cementerios en la novela?

—El cementerio es un lugar simbólico en todas las ciudades. Es el lugar donde está el pasado, la gente que está vinculada con nosotros pero que ya se fue, y a la vez representa nuestra condición finita, el horizonte al que todos sabemos que un día llegaremos. Además representa un lugar particular de conciencia, porque es de recogimiento, de respeto. Y también de fragilidad.

El tema de la novela es el amor. ¿Cómo pensás al amor?

—El amor te lo venden como un lugar paradisíaco al que vas a llegar y vas a vivir ahí para siempre, y la experiencia que he tenido es que el amor es un lugar por el que se transita, no al que se llega. Lo mismo que la felicidad. Estos dos personajes tienen la idea que un día serán felices, que construirán esa felicidad. Pero luego acaban viendo que en realidad es algo que se produce a cuentagotas, en pequeñas dosis. En migajas, como decía César Vallejo. Tienes esas migajas: disfrútalas, gózalas al máximo. No va a haber mucho más, no las desprecies.


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Tomado del blog de Eterna Cadencia

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