viernes, 15 de mayo de 2015

La animalidad como una fuente mayúscula y olvidada de sentido

:: ENTREVISTAS ::

A la orilla de la conciencia


15-05-2015 | 

“Creo que muchas veces pensamos que el lector va a necesitar más de lo que en realidad necesita y a mí incluso me gusta darle hasta menos que eso”. Entrevista a la escritora mexicana Daniela Tarazona, autora de El animal sobre la piedra y El beso de la liebre, quien visitó Buenos Aires para participar de la Feria del Libro.

Por Valeria Tentoni


Daniela Tarazona



Daniela Tarazona nació en Ciudad de México en 1975. Es autora del ensayo Clarice Lispector publicado por Nostra Ediciones en 2009. Tres años antes, en 2006, ganó la beca Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes Mexicano, con el proyecto de su primera novela: El animal sobre la piedra(que editó en México Almadía y en Argentina, Entropía). Fue considerada una de las diez mejores obras de su tipo publicadas en México durante 2008. En 2012, publicó su segunda novela El beso de la liebre (Alfaguara), que resultó finalista del premio Las Américas. La escritora fue reconocida como “uno de los 25 secretos literarios de América Latina” por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, junto a la argentina Fernanda García Lao. Ha dado talleres de escritura, “con intenciones de fomentar el gusto por lo anómalo, deforme y extravagante”, según explica, y esos gustos son concordantes con los que se evidencian en sus obras.
Los dos personajes centrales de estas novelas, Irma e Hipólita, son seres extraordinarios en un sentido biológico: sus cuerpos pueden cosas imposibles, tan imposibles que hasta a ellas les cuesta procesarlas con el pensamiento, pasarlas al lenguaje. Tarazona acude a la animalidad como a una fuente mayúscula y olvidada de sentido, y a la metamorfosis como proceso por el cual sus personajes atraviesan las historias. Las tramas les reservan modificaciones venidas de fuentes externas (dios y el amor, por caso, que es como una enfermedad que debilita: “Era una mujer empobrecida por sus sentimientos, era una mujer con un intelecto pervertido”), pero los cuerpos de estas mujeres, a su vez, reaccionan a sí mismos. La autosuficiencia de esas metamorfosis está concentrada en este pasaje de El beso de la liebre:
Una crisálida llevaba días pegada a la corteza del árbol. Guillermo le mostró a Hipólita los cambios que había sufrido.
—Es la voluntad del encierro. Tal vez no puedes comprenderlo aún, pero este animal crece por sí mismo, como otros dentro del cuerpo de sus madres, sólo que la crisálida procura su propia mutación. Tú vas a resucitar, Hipólita, y la resurrección es ventura y ruina —le dijo Guillermo, mientras movía su boca desdentada como si alguien más hablara dentro de él. Enseguida, puso la yema del índice sobre la mancha de nacimiento en la corva de Hipólita: —Aquí está la marca.
Tarazona fue invitada a la Feria del Libro en Buenos Aires para presentar sus libros y en ese marco se realizó una entrevista en vivo que aquí desgrabamos:
—En una entrevista indicás que te cuesta distinguir entre realidad y ficción, que tu propio tránsito por la vida cotidiana tiene que ver con no insistir con esa distinción.
—Tiene que ver con tomar una extensión en otros territorios que para mí son reales, existen, y esa es una de las problemáticas que he expuesto en otras ocasiones; el pensar que todo esto puede ser verdadero. Tiene su parte gozosa y su parte complicada. Trato de poner mucha atención en lo que el personaje pide. Nunca he empezado a contar una historia, a escribir una novela, en la que yo sepa qué es lo que va a suceder. Sé que el personaje atraviesa distintas escenas, tres o cuatro, y entonces comienzo a escribir de esa manera. A través de ese ejercicio, el de poner al personaje en acción y que sea él quien llame al mundo que lo rodea, voy comprendiendo qué necesita. Sin embargo, sobre todo en El beso de la liebre, la idea de realidad o de verosimilitud está constantemente puesta en duda. Lo hice con total intención: el tiempo está roto, los episodios se vuelven a contar de maneras distintas, en tiempos diferentes. Es una novela que está desbaratada. Está escrita de manera fragmentaria también para poner en duda las nociones de tiempo, credibilidad, verosimilitud. Aquí esta mujer muere y revive, resucita. Yo pensé: si eso puede pasarle al personaje, pues yo puedo desmembrar mi novela y ése va a ser el mejor modo de contar la historia.
—También en El animal sobre la piedra también hay espacios, una construcción fragmentaria: no le das todo masticado al lector.
—Sí, es una preocupación, un asunto que me interesa. Creo que muchas veces pensamos que el lector va a necesitar más de lo que en realidad necesita y a mí incluso me gusta darle hasta menos que eso, es decir, invitarlo a que reconstruya, a que aporte más de lo habitual o de lo considerado como habitual en este tipo de textos. La participación activa del lector permite que la interpretación sea muy rica y que pueda encontrar quizás en esos espacios de silencio o vacíos una parte de su propia historia. Por lo menos a mí, como lectora de novelas que ponen en duda esta cuestión de la linealidad, me parece algo importantísimo de hacer. Esta participación activa, esa manera de completar el texto.
—¿Cuáles fueron los primeros libros que te dieron ganas de escribir?
—Desde luego, La metamorfosis, que es bastante obvio, pero me parecía sensacional que hubiera una historia donde eso pudiera ser contado. Yo pensaba: si esto puede ser contado, ya está. Fue una enorme atracción. Despues, la cuestión más de aventura y de fuga vino con El Mago de Oz, otro texto que para mí fue muy importante. Me fascinaban las posibilidades que estaban expuestas allí y el asunto de salir disparado a otro universo.
—Has sido leída en el marco del género fantástico, junto a escritoras como la argentina Silvina Ocampo. ¿Te sentís representada, te interesa inscribirte en algún género?
—No me interesa particularmente eso. Creo que cada escritor tiene un universo donde se siente mas cómodo, que le es más próximo. A mí estos universos me resultan más familiares, quizas porque mi infancia tuvo muchos elementos de magia. Mi abuela era poeta, y había en ella y en mi madre también una composición del mundo en donde había cosas muy absurdas que eran posibles. Eso, creo, ha sido una de las cosas que más agradezco haber experimentado, porque me dieron la chance de ver un poco más allá, inclusive en momentos difíciles. Veo esa posibilidad de la magia, del atravesar una pared. Eso era posible cuando yo era niña, y era hecho por los adultos.
—¿Tu abuela te pasaba libros?
—Sí, mi abuela me pasaba libros y fue quien me pasó de hecho Lazos de familia, de una de las escritoras que más he querido, Clarice Lispector. Me los pasaba como hacía las cosas mi abuela, era como una especie de misterio. Me decía: Bueno, te lo voy a dar y me dirás, sutilmente, qué. Era algo subrepticio, no era una comunicación abierta. Así me daba los libros.
—¿A qué edad leíste a Lispector?
—Como a los 17…
—Sé que has trabajado sobre ella, y entiendo estás enemistada un poco con la lectura que la suscribe únicamente a la parte feminista. Tus personajes también son mujeres y podrían predicarse cosas similares, ¿cómo te sentis con respecto a esa lectura?
—Creo que me resulta natural escribir personajes femeninos. Ahora estoy escribiendo otra vez uno femenino… Me parece que me es más natural contar una historia protagonizada por una mujer. Me han marcado dos cosas muy opuestas. En el caso de la primera novela me decían: tu personaje tiene que sufrir. Si está atravesando una transformación de esa naturaleza, si le están saliendo escamas, le está cambiando la visión, la lengua, el olfato, entonces tiene que sufrir. Y yo decía que no, porque el asunto precisamente en la novela es que esto es un ascenso en la escala evolutiva, ella está mejor en el mundo de esta manera. Fui muy necia al sostener eso. En cambio, en El beso de la liebre, me dicen que le hago cosas horrorosas a mi personaje, que cómo puede ser que le haga esas cosas…
—Pero tampoco sufre, ni se angustia, Hipólita. Quizás porque tiene superpoderes.
—No sé por qué, quizás porque es parte de la vida, la parten en muchos pedazos, la decapitan, pero eso pasa también de otras maneras en la vida y es una representación de eso, esa pérdida de miembros y extremidades que sufrimos. Para cerrar la idea, diría que son tratamientos muy distintos de personajes femeninos. El primero es instrospectivo, más formal, más preoccupado por una forma muy cuidada del lenguaje. Creo que la literatura escrita por mujeres es una de las escrituras que más me interesan, porque soy mujer, y me interesa leer y escribir acerca de eso.
—Además de Lispector, ¿qué otras escritoras te interesan?
—Me interesa mucho la escritura extraña de Amparo Dávila, que es terrible y sutil. Ella está hablando de cosas realmente muy duras y sin embargo logra hacerlo de una manera que se podría llamar elegante, y eso me gusta.
—También aparece la cuestión de la medicina como arte que interviene los cuerpos en ambas novelas. ¿Cómo trabajaste eso? ¿Te documentaste, es algo que te obsesione?
—Sí, entrevisté a un médico que hizo el primer transplante de brazos de Latinoamérica, en México. Él me preguntó: ¿Por qué te interesa esto? Y bueno, yo no supe bien qué contestarle. En mi familia hay varios médicos, son ortopedistas todos. Sin embargo, no soy muy valiente para ver cirugías ni nada de esas cosas. Mi hermano ponía cirugías en la casa, en la televisión, grabadas, y yo no me atrevía a verlas, me daba mucho horror. No sé si ahora podría aventurarme, ahora que lo estoy diciendo se me antoja.
—A veces esas visiones que tenemos de chicos de lo que no queremos ver pero vemos de refilón son las que nos marcan más.
—Sí, son además muy apreciables, porque creo que son como pequeños núcleos que tienen mucha potencia de significado. Pequeñas bombas que cada uno tiene en su historia y a las que puede recurrir y puede desenmarañar y comprender un montón de cosas a través de esos recuerdos.
—Una cantera de horrores.
—Sí, claro, algo de lo que ir tomando elementos.
—Sé que tu papá te regaló un diario de chica y empezaste con eso, ¿no? Es el formato un poco de El animal sobre la piedra, el de diario.
—Sí. Estábamos de viaje y entramos a una juguetería. Había una pared con diarios rosas, azules, violetas, con dibujitos muy cursis, y mi papá me dijo: ¿Quieres un diario para escribir? Era de estos que venden con candadito, y a mí me parecía increíble tener algo que podía, por el momento, ocultar y tener resguardado. Y poder escribir ahí lo que se me diera la gana. Eso fue muy atractivo para mí y ahí lo tengo, desde luego, no sé si lo volví a abrir.
—¿Eso fue lo primero que escribiste?
—Sí, mis primeras incursiones en la escritura fueron mis diarios.
—En tu primer cuento había un monstruo, ¿no? Lo monstruoso ya estaba presente desde el principio.
—Sí, también estaba de viaje, estábamos con mi mamá en un centro comercial y de pronto había mucha gente y me pareció muy interesante la idea de imaginar que entraba un monstruo a ese lugar. Imaginar qué iba a hacer la gente al verlo, para dónde iban a correr, en dónde se iban a esconder. Creo que el cuento era muy breve, lo escribí en una servilleta, e hice un dibujo. En El animal también hay algunos dibujos. En realidad, era como si hubiera tachoneado la hoja, esta manera de rayar la hoja que uno no cesa y entonces la hoja se rompe. Así era el monstruo.
—¿Y escribías poesía?
—Sí, tengo unos poemarios que no he publicado. Era lo que escribía hasta que me dije: voy a hacer una novela. Me acuerdo que lo hablé con mi abuela, que todavía vivía, y empzamos a conversar sobre de qué podía ser. En aquel tiempo era la historia de una mujer que hacia un viaje, bastante alejada del resultado final. Empecé a escribir cosas. El primer tratamiento de ese texto me fue llamando, me tardé mucho tiempo, estaba pensando y haciendo otras cosas y volvía a ese texto inicial que sufrió muchas transformaciones hasta convertirse en el libro.
—Se llamaba Terciopelo en su primera versión, ¿por qué?
—Por la composición de la tela, que tiene dos urdimbres y una trama, y hace esta cuestión, como que brilla por un lado pero también al pasarle la mano tiene movimiento, por los hilos… Yo quería escribir una historia sobre todo que fuera ambigua, donde estuviera jugándose todo el tiempo la posibilidad de que el lector juzgara si realmente estaba pasando que ella se transformase en este animal o no. Parece a veces que sí, pero no del todo. Quería hacer ese juego de doble vista, de movimiento.
—¿Recordás cómo fue el momento, después de esos cinco o seis años, en que la diste por terminada?
—Fue bastante física la sensación. Yo me fui muchas veces a Tepoztlán, cerca de la Ciudad de México, a escribir ese libro. Y llegué al final de esa historia una tarde y pensé que era el final, no tenía la menor duda. No se por qué. Y qué tristeza que la terminé, sentí que me podría haber quedado escribiéndola. También creo que a veces se trata de eso; uno publica distintos libros, y se ha dicho mucho sobre esto, uno está muchas veces escribiendo el mismo libro. O tienes las mismas inquietudes.
—¿Cuales creés que son las que más persisten en vos?
Creo que la pregunta sobre la identidad, sobre quién soy. Es algo que no se puede responder, entonces me lo pregunto una y otra vez porque creo que no somos susceptibles de ser definidos. El cambio es continuo. Tengo muy mala memoria, por ejemplo, entonces a veces tengo la sensación de que no soy yo la misma de antes, pero es una sensación bastante verídica, entonces esa descomposición de la memoria también me interesa. El cuerpo, las posibilidades del cuerpo. El otro día me contaban de un escalador que se fue de la plaza de un pueblo a un volcán, en México, corriendo, porque quería romper un récord y hacer algo así, extraordinario. Cuando escucho esas cosas u otras que tienen que ver más con historias de curación, de gente que iba a morirse y de repente resulta que se curan, eso… Hay posibilidades del cuerpo que me parecen asombrosas. Y también es extraño estar dentro del cuerpo, estar a la vez un poco contenido y en expansión.
—Esa preocupación se ve también en la maternidad como tema. El beso de la liebre comienza en el útero, Hipólita en el vientre de su madre, e Irma está embarazada –y además se embaraza casi sin necesidad del hombre, con autosuficiencia. El embarazo como situación en la que hay un cuerpo dentro de otro cuerpo, que se parece a la preocupación también tuya de escritor habitando al personaje.
Me interesa mucho también la idea de estar habitado por otros, creo que todos estamos habitados por otros. No distinguimos de manera natural a veces de qué modo lo que otros nos han transmitido y compartido es parte de nuestra composición más profunda. Esa cuestión del ser, es como el ser de Madame Noël en El beso de la liebre, esta composición de muchos pedazos de piel para hacer un ser nuevo es realmente algo que me parece fascinante. Qué ves cuando estás con una persona y la miras a los ojos, qué otras personas hay allí que son personas reales, es decir históricamente reales, amigos suyos, hermanos, padres, lo que sea, pero también qué otras identidades hay formuladas dentro de cada uno de nosotros. Lo que decíamos hace un momento: de qué modo el recuerdo que es un núcleo que en un momento explota y nos puede hacer girar la cabeza asustadas, de qué modo nos podemos detener ante algo que no sabemos de dónde viene. Todas esas preguntas sobre la vida interior me parecen muy inquietantes, muy sabrosas.
—Es interesante el lugar que les das a los animales. Irma convive con un oso hormiguero, producís sistemas en los que los animales y los seres humanos están puestos en el mismo nivel. 
De hecho, hay un gato que entra, al principio de El animal sobre la piedra, al cuarto y orina. Hay un punto, una perspectiva que no tenía tan clara pero sí, considero que los animales… ¡Es que creo que hay muchas cosas que realmente no sabemos! ¡En general! Pero sí creo que con los animales se puede establecer un vínculo profundo, hay personas que hablan con sus animales, yo lo hago con mi gato, sé que hay mucha gente que cree esto. Y ese orden en que los humanos están con los animales en igualdad me parece el orden natural de las cosas.
—Y con respecto al futuro que imaginás en El beso de la liebre, ¿de dónde vienen estas visiones en debacle?
Creo que estamos no muy lejos de que ocurra algo así. Estas estructuras existen y hay una procuración de uniformar, desde cómo vestir hasta uniformar las conciencias, el pensamiento, anular las diferencias. Creo que es algo que está ahí, que es muy visible. Mi interés va hacia la recuperación de esas particularidades. Por eso también me gusta mucho meter señas particulares; cicatrices, lunares. Todas esas cuestiones que hagan visible la individualidad, esa manera especial de cada uno de nosotros. Creo que de pronto hay muchas cuestiones dadas en nuestra sociedad que nos quieren alejar cada vez más de eso que nos hace ser a cada uno, único.
—¿Lo leerías como un libro de ciencia ficción?
Sé que tiene elementos que corresponden a la ciencia ficción. Pero a mí lo que me ha interesado en estos dos libros, y en el libro que estoy ahora trabajando, es hacer algo distinto, uno de otro, aunque existan estas preocupaciones constantes. Me gusta que sea cada uno separado en su tratamiento, a pesar de que aparezcan mismas inquietudes. No me gustan tampoco mucho las etiquetas, son cosas que nos sirven para clasificar, claro, pero a veces creo que dejan mucho de lado. Es como una especie de visera.
—Ray Bradbury decía que al escribir hay que usar el teclado como una ouija y escribir cosas que una no sabía que sabía. ¿Te sentís identificada?
Sí, ¡eso es lo espeluznante! Hay mucho de predicción en estos libros que yo escribí. Justo eso: saber que una escribió algo que después se manifiesta, y que quizás una no lo tiene claro porque es una especie de trance, está en la lectura que tiene de su propio texto cuando lo está escribiendo, y no te das cuenta, pero de pronto ahí está y es un llamado a situaciones que son realmente singulares. No diré muchos detalles al respecto pero, por ejemplo, en El animal sobre la piedra yo encontré muchas cosas que después viví.
—Dijiste en una entrevista con Andrés Hax que escribir es un peligro. ¿Por qué?
Sí, porque cuando lo dije lo sentía, después lo comprobé. Ahí dije: siento peligro cuando escribo. Y después me di cuenta que escribir es algo peligroso, una no regresa de la misma manera, ni completa, ni feliz en oportunidades. Muchas veces es un acto bastante peligroso, sí, bastante de orilla. Un acto que sucede a la orilla de la conciencia, entonces a veces se pueden tomar caminos que uno no alcanzó a vislumbrar bien o de los que es difícil volver.



tomado del blog de Eterna cadencia

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