Los
mejores clientes son los que en verano se ocupan ellos mismos de sus
piletas y en invierno te llaman a vos porque no les gusta congelarse. Te
dan trabajo en los meses más flojos y te alivian en los más pesados.
Son clientes prolijos y fóbicos. Casi nunca los ves. Están acovachados
frente a sus chimeneas mientra vos tiritás y te quejás de los fuertes
vientos que llenan todo de hojas. Ellos tampoco te ven. Es un
fantasmismo recíproco. Te dejan el pago en una mesita oxidada por
el rocío, abajo de un cenicero de piedra, o de vidrio, y te entregan
las llaves del jardín. Como podés entrar cuando querés, son piletas que
uno podría considerar propias. Y de alguna forma lo son. Y entonces uno
se permite alguna licencia y llega a hacer algo más que limpiar la
pileta. No voy a decir qué cosas. No ahora. Pero siempre hay cosas para
hacer. Nada ilegal, pero cosas.
La anécdota del sorete, por ejemplo, sucedió en una de esas piletas. Y la del perro muerto. Y la del auto de colección.
Hoy, algo sencillo: hurto de zanahorias. Sí, porque al burro le ponen
la zanahoria adelante pero alguna vez hay que dársela. O el burro tiene
que procurársela. Y quién se va a dar cuenta de que faltan algunas
plantas, en semejante huerta. Además hay que saber mirarse al espejo y
reconocerse conejo en el país de las maravillas que es el país de la
piletas. Los conejos comemos zanahoria, no se nos puede negar eso nunca.
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