Columna
Había una vez un pájaro
Mujer, brasilera y tan apasionada por la vida como por la muerte, Clarice Lispector fue un pájaro inusual en la literatura.
Clarice Lispector
Tom jobim fue a visitar al maestro Villa-Lobos. El maestro estaba en su estudio, escribiendo sobre la tapa del piano, mientras en el resto de la casa había un griterío imposible. Jobim le preguntó cómo podía trabajar así. Villa-Lobos contestó: “El oído de afuera no tiene nada que ver con el oído de adentro”. Clarice Lispector tenía el oído de adentro tan permanentemente prendido, que parecía estar siempre en otra. Es tristemente célebre que un día de 1967 se durmió con un cigarrillo prendido y se prendió fuego y se salvó de milagro. Igual de famoso es su terrible mito de origen. “Mi madre estaba enferma, y por una superstición muy difundida se creía que tener un hijo curaba a una mujer de su enfermedad”. La enfermedad era sífilis y se la habían contagiado los soldados rusos que la violaron, en Ucrania, durante los desmanes posteriores a la guerra civil bolchevique. Lispector fue concebida deliberadamente para eso: para curar a su madre. Ya estaban huyendo a América. “Pararon en una aldea llamada Chechelnik para que yo naciera y siguieron viaje”. El plan era llegar a Brasil. Llegaron a Recife y muy pronto se hizo evidente que la madre no se había curado. Moriría cuando Clarice tenía nueve años. “Siento hasta el día de hoy esa culpa: me hicieron para una misión determinada y fallé. Sé que mis padres me perdonaron por haber nacido en vano. Pero yo no me perdono”.
Difícil toparse en la vida o en los libros con una persona tan enamorada a la vez de la vida y de la muerte como Clarice Lispector –salvo quizás Isaac Bashevis Singer, pero la gracia incandescente de Lispector es ser mujer, además de judía y brasilera–. Si me conceden una breve incursión por la autopista de las generalizaciones, nadie entiende mejor el precio de la vida, en todos sus sentidos, que un judío. Y nadie entiende mejor la paga de la vida que un brasilero. Si esas dos naturalezas convergen en alguien, y no se neutralizan, se potencian de manera inconcebible. Uno de los traductores de Lispector, Gregory Rabassa, dijo una vez: “Si Kafka fuera mujer y brasilero, si Marlene Dietrich escribiera...”. Yo lo diría así: no hay nada más glorioso que una mujer loca de amor por la vida, y nada más pavoroso que una loca de amor por la muerte. Lispector era las dos. Reaccionaba con todo su cuerpo a cada primavera (“Siento un perfume de polen en el aire. Tal vez sea mi propio polen”), era capaz de salir a la calle un día de sol después de una gripe y no poder contenerse de decir, a quien quisiera escucharla: “Qué lindo es estar con los demás”. Y a la vez escribir: “Después de morir no se va al paraíso: el paraíso es morir. Lo que llamo muerte me atrae tanto que solo puede calificarse de valeroso el modo en que, por solidaridad con los otros, me aferro a lo que llamo vida y, a pesar de la intensa curiosidad, espero”.
Me faltó contar que el padre de Clarice también murió, cuando ella y sus hermanas eran adolescentes. Ya vivían en Río para entonces. Clarice se las rebuscó para estudiar derecho mientras trabajaba de secretaria y después de periodista, a los veintidós se casó con un diplomático y estuvo veinte años cumpliendo ese triste papel en destinos varios europeos, hasta que se divorció y volvió a Brasil con sus dos hijos (uno esquizofrénico) y se instaló en el departamento entre Leme y Copacabana en el que viviría hasta su muerte en 1977. Había empezado a publicar sus libros rarísimos cuando era esposa de diplomático. Los siguió publicando cuando volvió a Brasil. Además, aceptaba el trabajo que fuese para parar la olla. Tradujo (con legendaria desidia) novelas de Agatha Christie y Simenon y Anne Rice. Escribió con seudónimo un consultorio sentimental en el que solo recomendaba el uso de productos Ponds (la marca que financiaba la columna). En la pared de aquel living en el barrio de Leme tenía un retrato que le hizo De Chirico en Roma, en 1941. No era a De Chirico a quien debió haber conocido, sino a Alberto Savinio, el hermano loco del pintor, que es el secreto mejor guardado de la literatura italiana, pero en la vida siempre pasan esas cosas: Duchamp pasó al lado de Gombrowicz en el Tortoni y ninguno de los dos lo registró, ninguno sabía quién era el otro.
Clarice, por su parte, creía en la magia, en cualquier magia. Nadie describió mejor que ella la relación con los ansiolíticos (“Cuando tomo una pastilla no oigo mis gritos. Sé que estoy gritando pero no me oigo”). Torturaba a los amigos por teléfono en medio de la noche. Mentía como nadie, y decía la verdad como ninguno. Eso se hizo evidente en 1967 cuando aceptó hacer una columna semanal, cada sábado, en el Jornal do Brasil. Sus amigos, su editor, todos le dijeron lo que tenía que hacer: “Sea usted misma”. Ella, que se había pasado la vida preguntándose “Si yo fuera yo, qué haría”, pidió a sus lectores: “Avísenme si empiezo a convertirme en demasiado yo misma”. Les dijo también: “Hoy solo quería escribir, y serían dos o tres líneas, sobre cuando un dolor físico pasa. De cómo el cuerpo agradecido, todavía jadeando, ve hasta qué punto el alma es también el cuerpo”. Y también: “Me siento tan cerca de quien me lee”.
La leían los taxistas y los filósofos, los juerguistas nocturnos que miraban hacia su ventana a ver si había luz, cuando pasaban por su calle, y las vecinas que le dejaban de regalo ollas de moqueca de pulpo recién hecha. Clarice escribió durante seis años esa columna, cada sábado. Dijo en una de ellas: “Quiero que los otros comprendan lo que yo jamás entenderé”. Les enseñó a los brasileros que se podía pensar sin ser racional (“Estoy habituada a no considerar peligroso pensar. Pienso y no me impresiono. Pero no soy intelectual, ni racional. Eso es usar sobre todo la inteligencia, y yo no hago eso: lo que uso es la intuición, el instinto. Voy a ver una película y no entiendo, pero siento. ¿Voy a verla de vuelta? No, no quiero arriesgarme a entender y no sentir”). Estaba tan impresionada por los ojos tristes del joven Chico Buarque que quiso ayudarlo. Él le dijo: “Rece por mí. No importa cómo. Porque tengo la secreta certidumbre de que usted está más cerca de Dios que yo, a pesar de lo maliciosa que es con Él”. Ella le contestó desde una de sus columnas: “Son las cuatro de la madrugada y es una hora tan bella que cualquiera que esté despierto está de algún modo rezando. Así que yo estoy rezando por ti, Chico”.
Los hijos de Clarice se quejaban de que ella nunca les contase un cuento que empezara “Había una vez”; la acusaban de no ser capaz. Ella dijo que sí era capaz. Y esto fue lo que le salió: “Había una vez un pájaro. Dios mío”. Hay quien lamenta el triste destino de esos dos hijos. Yo creo que no ha de haber estado nada mal vivir al lado de una madre capaz de decir: “A medida que los hijos crecen, la madre debe disminuir de tamaño, pero la triste tendencia es seguir siendo enorme”. Una madre que confesaba: “Siempre fue y será una fiesta para mí cuando se rompe en casa un termómetro y se libera la gota gorda de mercurio plateado contenida en él, ese núcleo indomesticable”. El corazón del mundo le latía en el pecho. Se murió un día antes de cumplir 57 años. Había una vez un pájaro. Dios mío.
Difícil toparse en la vida o en los libros con una persona tan enamorada a la vez de la vida y de la muerte como Clarice Lispector –salvo quizás Isaac Bashevis Singer, pero la gracia incandescente de Lispector es ser mujer, además de judía y brasilera–. Si me conceden una breve incursión por la autopista de las generalizaciones, nadie entiende mejor el precio de la vida, en todos sus sentidos, que un judío. Y nadie entiende mejor la paga de la vida que un brasilero. Si esas dos naturalezas convergen en alguien, y no se neutralizan, se potencian de manera inconcebible. Uno de los traductores de Lispector, Gregory Rabassa, dijo una vez: “Si Kafka fuera mujer y brasilero, si Marlene Dietrich escribiera...”. Yo lo diría así: no hay nada más glorioso que una mujer loca de amor por la vida, y nada más pavoroso que una loca de amor por la muerte. Lispector era las dos. Reaccionaba con todo su cuerpo a cada primavera (“Siento un perfume de polen en el aire. Tal vez sea mi propio polen”), era capaz de salir a la calle un día de sol después de una gripe y no poder contenerse de decir, a quien quisiera escucharla: “Qué lindo es estar con los demás”. Y a la vez escribir: “Después de morir no se va al paraíso: el paraíso es morir. Lo que llamo muerte me atrae tanto que solo puede calificarse de valeroso el modo en que, por solidaridad con los otros, me aferro a lo que llamo vida y, a pesar de la intensa curiosidad, espero”.
Me faltó contar que el padre de Clarice también murió, cuando ella y sus hermanas eran adolescentes. Ya vivían en Río para entonces. Clarice se las rebuscó para estudiar derecho mientras trabajaba de secretaria y después de periodista, a los veintidós se casó con un diplomático y estuvo veinte años cumpliendo ese triste papel en destinos varios europeos, hasta que se divorció y volvió a Brasil con sus dos hijos (uno esquizofrénico) y se instaló en el departamento entre Leme y Copacabana en el que viviría hasta su muerte en 1977. Había empezado a publicar sus libros rarísimos cuando era esposa de diplomático. Los siguió publicando cuando volvió a Brasil. Además, aceptaba el trabajo que fuese para parar la olla. Tradujo (con legendaria desidia) novelas de Agatha Christie y Simenon y Anne Rice. Escribió con seudónimo un consultorio sentimental en el que solo recomendaba el uso de productos Ponds (la marca que financiaba la columna). En la pared de aquel living en el barrio de Leme tenía un retrato que le hizo De Chirico en Roma, en 1941. No era a De Chirico a quien debió haber conocido, sino a Alberto Savinio, el hermano loco del pintor, que es el secreto mejor guardado de la literatura italiana, pero en la vida siempre pasan esas cosas: Duchamp pasó al lado de Gombrowicz en el Tortoni y ninguno de los dos lo registró, ninguno sabía quién era el otro.
Clarice, por su parte, creía en la magia, en cualquier magia. Nadie describió mejor que ella la relación con los ansiolíticos (“Cuando tomo una pastilla no oigo mis gritos. Sé que estoy gritando pero no me oigo”). Torturaba a los amigos por teléfono en medio de la noche. Mentía como nadie, y decía la verdad como ninguno. Eso se hizo evidente en 1967 cuando aceptó hacer una columna semanal, cada sábado, en el Jornal do Brasil. Sus amigos, su editor, todos le dijeron lo que tenía que hacer: “Sea usted misma”. Ella, que se había pasado la vida preguntándose “Si yo fuera yo, qué haría”, pidió a sus lectores: “Avísenme si empiezo a convertirme en demasiado yo misma”. Les dijo también: “Hoy solo quería escribir, y serían dos o tres líneas, sobre cuando un dolor físico pasa. De cómo el cuerpo agradecido, todavía jadeando, ve hasta qué punto el alma es también el cuerpo”. Y también: “Me siento tan cerca de quien me lee”.
La leían los taxistas y los filósofos, los juerguistas nocturnos que miraban hacia su ventana a ver si había luz, cuando pasaban por su calle, y las vecinas que le dejaban de regalo ollas de moqueca de pulpo recién hecha. Clarice escribió durante seis años esa columna, cada sábado. Dijo en una de ellas: “Quiero que los otros comprendan lo que yo jamás entenderé”. Les enseñó a los brasileros que se podía pensar sin ser racional (“Estoy habituada a no considerar peligroso pensar. Pienso y no me impresiono. Pero no soy intelectual, ni racional. Eso es usar sobre todo la inteligencia, y yo no hago eso: lo que uso es la intuición, el instinto. Voy a ver una película y no entiendo, pero siento. ¿Voy a verla de vuelta? No, no quiero arriesgarme a entender y no sentir”). Estaba tan impresionada por los ojos tristes del joven Chico Buarque que quiso ayudarlo. Él le dijo: “Rece por mí. No importa cómo. Porque tengo la secreta certidumbre de que usted está más cerca de Dios que yo, a pesar de lo maliciosa que es con Él”. Ella le contestó desde una de sus columnas: “Son las cuatro de la madrugada y es una hora tan bella que cualquiera que esté despierto está de algún modo rezando. Así que yo estoy rezando por ti, Chico”.
Los hijos de Clarice se quejaban de que ella nunca les contase un cuento que empezara “Había una vez”; la acusaban de no ser capaz. Ella dijo que sí era capaz. Y esto fue lo que le salió: “Había una vez un pájaro. Dios mío”. Hay quien lamenta el triste destino de esos dos hijos. Yo creo que no ha de haber estado nada mal vivir al lado de una madre capaz de decir: “A medida que los hijos crecen, la madre debe disminuir de tamaño, pero la triste tendencia es seguir siendo enorme”. Una madre que confesaba: “Siempre fue y será una fiesta para mí cuando se rompe en casa un termómetro y se libera la gota gorda de mercurio plateado contenida en él, ese núcleo indomesticable”. El corazón del mundo le latía en el pecho. Se murió un día antes de cumplir 57 años. Había una vez un pájaro. Dios mío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario