Las piedras de Gabriela Mistral
Por Nina Avellaneda
Un profesor al cual rápidamente
quise, compartió conmigo y mis compañeros un texto sobre las piedras. En ese
momento, hace años, pensé que estaba bueno, pero todo lo que este profesor leía
parecía tan bello que le resté importancia al poema. Pasó el tiempo y seguí
acordándome del texto de las piedras, mientras que todo lo demás se me había olvidado.
Busqué entonces el texto en internet.
Escribí: Piedras Gabriela Mistral, y otras combinaciones parecidas, pero nunca lo
encontré. Le pregunté a amigos y a profesoras, pero nadie se acordaba de haber leído un texto sobre las
piedras, las piedras cansadas, les decía yo, de la Gabriela Mistral, las
piedras arrodilladas… Hace unos meses me inscribí en un curso sobre
materialidades y diferencias, un par de palabras para decir que se trataba del
cuerpo, la materia y el deseo. Primera clase y una de las profesoras traía un
montón de fotocopias para los alumnos con un título que no me causó mucho
interés: Elogio de las materias. Voy hojeando y de pronto leo otro título. De
pronto leo Gabriela Mistral y piedras. De pronto leo: Elogio de las piedras. Y
pienso que no podría estar en otro lado. Que ese curso, esa sala, ese Santiago,
era, de todo el mundo, el diminuto punto indicado para mí.
Elogio de las piedras
Las piedras
arrodilladas, las piedras que cabalgan y las que no quieren voltearse nunca,
como un corazón demasiado rendido.
Las piedras que descansan de espaldas, como guerreros muertos y tienen sus llagas tapadas de puro silencio, no de venda.
Las piedras que tienen los gestos esparcidos, perdidos como hijos: en una sierra la ceja y en el poyo un tobillo.
Las piedras que se acuerdan de su rostro junto y querrían reunirlo, gesto a gesto, algún día.
Las piedras amodorradas, ricas de sueños, como la pimienta de esencia, pesadas de sueño, como el árbol de coyunturas, la piedra, que aprieta salvajemente su tesoro de sueño absoluto.
Las piedras arrodilladas, las piedras incorporadas, las piedras que cabalgan y las que no quieren voltearse, igual que corazones demasiado rendidos.
La piedra cabezal para el Jacob de nuca fuerte, la piedra enjuta como el número, sin bochorno y sin rocío igual que el número.
La piedra redondeada que solamente un gran párpado sin pestaña, como el de Matusalem. La cumbre en garfios de los Andes místicos, que era una llama sin danza, parada como la Sara de Lot y que no quiso contestar en mi infancia y no me contesta todavía.
Las piedras con sobresalto de oro o de plata, con punzadura súbita de cobre, que están asombradas del intruso. Piedras turbadas por sus almendras de metal, como el dardo invisible.
Las piedras arrodilladas, las piedras incorporadas, las piedras que corren en falange o en muchedumbre, sin llegar a ninguna parte.
Las piedras mayores de los ríos, de costado escurridizo, como el ahogado, y que tienen las mismas vegetaciones lacias, que se pegan a la cabellera de las ahogadas. Las piedras suaves que pueden tocar el desollado y no lo hieren y pasan sobre su cuerpo con la propia lengua de su madre y no se cansan.
Las piedras menores de los ríos, los guijarros pintados como el fruto y que, ellos sí, pueden cantar. Yo también tuve cinco años y cuando los puse debajo de mi almohada, alborotaban como un montón de niños que se ahogaban o bien hacían ronda en torno del núcleo de mi sueño, dueños de él, guijarros pueriles venidos a mis sábanas por jugar conmigo.
Las piedras que no quieren ser lápidas ni fuente, por no recibir el gesto ajeno y se rehúsan a la inscripción intrusa para hacer subir algún día el gesto, el habla de ellas mismas.
Las piedras mudas, de tener el corazón más cargado de pasión que sea dable y que no por despertar su almendra vertiginosa, sólo por eso no se mueven.
No hay comentarios:
Publicar un comentario