jueves, 2 de abril de 2015

Me lo compro mañana sin falta

:: Lecturas ::

El libro como experiencia

01-04-2015 |
“Una de las virtudes principales del libro es la de devolvernos cierta cualidad de la literatura como experiencia, incluso más allá de la lectura”.
Por Luciano Lamberti.
Después de años de leer y releer uno cree que ya no va a sorprenderse. Es un poco triste. Pasamos de ser lectores ambiciosos, ávidos y voraces como hormigas negras, a resignados lectores de variaciones: los mismos temas, formas y tonos similares. A cierta edad, pequeños saltamontes, con varios clásicos a cuestas, un canon bastante armado y cierto tedio por lo contemporáneo, leer se vuelve una operación automática. Entonces llega un libro como La casa de las hojas de Mark Danielewski y lo cambia todo. Quizás la palabra que mejor lo describa es una A repetida a lo largo de renglones y renglones hasta llenar una carilla. Una novela descomunal, en tamaño y en ambición. Un libro largo, un libro pesado, un libro de género y un libro inclasificable a la vez, un libro narrado por un drogón que reproduce en algún sentido la consciencia volatil de la droga.

Pablo Natale me lo prestó con una de sus sonrisitas perspicaces el año pasado y lo leí sin hacer prácticamente ninguna otra cosa en tres días de furor y demencia (¿cuánto hacía que no leía un libro a ese ritmo?). Si bien en las últimas, no sé, 200 páginas decae, el ritmo de las 500 restantes es impresionante. La prosa de Danielewski es por momentos deslumbrante, fresca y como acabada de nacer, y sus largas frases repletas de subordinadas recuerdan a los juegos retóricos de David Foster Wallace.
Se lo ha comparado con este autor, con el que también comparte un uso maniático de las notas al pie de página. Pero hay una justificación casi conceptual en el uso que Danielewski hace del lenguaje (y de la forma general de la novela) y es que alude a la figura que vertebra toda la historia: la del laberinto. Sus juegos formales, su uso del lenguaje y de las notas al pie remiten a ese símbolo.
Hay varias historias en la novela: la de Johnny Truant, joven tatuador, narrador espontáneo, disgresivo, imaginativo y voraz, consumidor aplicado de drogas varias, la del viejo ciego Zampanò, que analiza un documental ficcticio (del que Truant es lector, junto a nosotros) llamado El expediente Navidson. Como se ve, es una cuestión de cajas chinas, pero esa no el único truco de la novela.
Lo que el documental cuenta es la historia de un fotógrafo que se va a vivir a una casa de campo junto a su mujer y sus hijos. En una de las paredes de la casa, que supuestamente da al exterior, se abre una puerta que da a un pasillo. El fotógrafo comienza a explorar ese pasillo y descubre que tiene cientos de metros, que se hunde en las tinieblas y que… etcétera. Algo acecha en la oscuridad, una respiración que suena como un bufido animal. Las referencias a un laberinto y al Minotauro son explícitas.
Obviamente Borges es uno de los dioses tutelares del libro. No solo por el laberinto, que actúa a nivel formal y como símbolo, sino por el uso permanente de las referencias bibliográficas ficticias: un documental que no existe, libros que no existen, autores que no existen, leídos a su vez por un lector ficticio, etcétera, etcétera. Pero las referencias no se quedan ahí. Astutamente, Danielewski logra mixturar varias capas de tradición, desde la novela intelectual al género de terror, desde la autobiografía a la cronología de las drogas.
Pero volviendo al principio: una de las virtudes principales del libro es la de devolvernos cierta cualidad de la literatura como experiencia, incluso más allá de la lectura.
El libro como juego, el libro como algo que nos sucede. El libro como físico para manipular. El libro como un acontecimiento. No muchos alcanzan ese estatuto, que creo que es garantía para convertirse en clásicos. Pienso en Rayuela de Cortázar, en 2666 de Bolaño, quizás en Adán Buenosayres de Marechal.

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